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[Las gallinas]
ОглавлениеCada vez que como o cocino huevos me acuerdo de aquellos otros de mi infancia, los que recogía con mi abuelo a la caída de la tarde del gallinero donde las gallinas ponían, obedientes y disciplinadas. Sus yemas, tan distintas de las de los huevos de supermercado de hoy, eran de un marcado amarillo rojizo, consecuencia de la dieta a la que se sometía a las aves, rica en maíz, salvado, restos de verduras y cáscaras de fruta. Recuerdo cómo nos gustaba a mi hermana y a mí colaborar en la preparación de aquellas papillas de salvado, y el olor que desprendían, apetitoso hasta para nosotros mismos. También me viene a la memoria una especie de ritual que se establecía en época de estío, cuando después de las comidas los abuelos, mis padres, y a veces también nosotros, picábamos las cáscaras de melón o sandía para que a las aves les fuese más fácil su ingestión.
A mis ojos niños, aquellas acciones —picar las cáscaras de fruta, preparar el salvado, esparcir los granos de maíz ante las gallinas, que se arremolinaban enseguida a nuestro alrededor— eran toda una fiesta, y las disfrutaba como tal, ajeno, sin embargo, a nuestra contribución para que aquel alimento que tanto me gustaba —aquellos huevos fritos con sus puntillas y sus yemas rojizas— fuera posible.
Pero hay otra cosa, también relacionada con las gallinas, que ha quedado grabada en mi memoria. Era cuando se ponían cluecas. Aquí, mi abuela podía actuar de dos formas antagónicas: si le interesaba que la gallina tuviese polluelos, la apartaba del resto y la encerraba en el cuartejo, bajo una banasta de mimbre donde el ave empollaba los huevos sin sobresaltos, y en donde le poníamos comida con cuidado de no asustarla. Cuando los pollitos estaban a punto de romper el cascarón, allí estaba mi abuela, bajo nuestra atenta mirada, pendiente de los resultados. En cambio, si consideraba que no era momento de más pollos, quitaba la cloquera a la gallina a base de reiterados baños de agua recién sacada del pozo. Para ello, la llevaba a una pila y sumergía su cabeza en el líquido elemento, en una operación que repetía a lo largo de la jornada, durante varios días. A mi hermana y a mí, niños aún y quizá por eso mismo un poco crueles, nos divertía ver a la gallina una y otra vez con la cabeza bajo el agua, tratando de zafarse mediante un aleteo desesperado e inútil. Por eso, siempre que la abuela repetía aquellos baños, estábamos nosotros en primera fila, dispuestos a disfrutar del espectáculo; admirados, en el fondo, de que la gallina nunca se ahogara.