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[La casa]

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Por muchas casas que se habiten, viajes que se hagan o países que se recorran, uno nunca acaba de dejar su primera casa: aquella que lo vio nacer y en donde dio sus primeros pasos, aprendió palabras esenciales y compartió juegos y descubrimientos. Esa casa, si uno ha vivido en ella hasta una edad en la que la memoria es capaz de trazar sus propias coordenadas, lo acompañará siempre allá donde se encuentre. Por supuesto, no es que su recuerdo sea omnipresente; bien al contrario, podrá pasar mucho tiempo sin que uno vuelva a reconstruir en la memoria su alzado y perfil, cada rincón. Sin embargo, llegado el momento —quizá la visita de otra casa que lo traslade a aquélla, o el encuentro con un amigo de entonces, o cualquier otro detalle capaz de poner en marcha el motor de la memoria—, patio, pozo, portal, puertas, ventanas, balcones, escaleras, color de las paredes, número de habitaciones, distribución y mobiliario se dibujarán nítidos en el recuerdo. Y con ello la geografía humana que lo acompañó a uno: abuelos, padres, hermanos, vecinos…; y tras éstos, nuevamente, el racimo de recuerdos que de pronto se ofrecen, vívidos y cercanos, pero también bañados de nostalgias, silencios, ausencias... La casa lo abarcará todo, todo lo abrazará entre sus paredes firmes y rotundas, aunque haga mil años que las máquinas pudieron con ella y transformaron su cuerpo en otro más moderno, más alto… pero, también, carente del alma de la casa. Porque en la nueva ya no habrá un patio con rosales, celindo, geranios ni azucenas. Y cada cual vivirá en su caparazón, a lo suyo, sin conocer nada del vecino de al lado: acaso sí su nombre, pero no quién es, ni lo que sueña, ni lo que de verdad le importa. Porque no habrá una señora Andrea que entre como Perico por su casa cuando se esté comiendo, y cuente mil historias divertidas o absurdas, sencillas o ingenuas. Todo lo abarcará la casa: aquella que ya no existe físicamente, pero que por muchas casas que ocupes, por muchos viajes que hagas, por muchos países que recorras, habitará —curiosa paradoja— en el rincón más cálido de tu corazón, dispuesta a levantarse siempre que lo precises y dispongas.

Fragmentos de inventario

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