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[Fragmentos de inventario]

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A veces, sin que podamos explicar el porqué, las palabras salen al encuentro. Y no sólo de uno, que las busca y las llama, sino al encuentro de ellas mismas, que se juntan y muestran más allá de nuestra propia voluntad. Los que de un modo u otro nos sentimos atraídos por esa fuerza imanadora de los vocablos sabemos que esto ocurre. Es algo de lo que gozamos cuando sucede, y algo que, de alguna manera, también nos desespera cuando tarda. Es posible que hayamos indagado en nuestro ánimo durante horas, y vislumbrado el color de las palabras que pretendemos atrapar (porque las palabras tienen color, como lo tiene el día: así, pueden ser luminosas u oscuras, tristes o alegres, frías o cálidas) y, sin embargo, a pesar de nuestro esfuerzo, esas palabras no acudan a nuestra boca, a nuestra mano ni, menos aún, a nuestro cerebro, que es el que las dicta para que la boca las pronuncie o la mano las module y escriba. Y entonces, cuando comenzamos a asumir nuestra propia derrota, el milagro sucede: las palabras vienen, ajenas a nosotros, libres, y se unen.

Se ha dicho y reiterado que el primer verso es cosa de los dioses. También, sin serlo, una expresión cualquiera, o ese título que buscábamos y bajo el cual se cobijarían una colección de textos o poemas. De esa forma un poco mágica, siempre sorprendente, surgió el título que acoge a estas estampas: Fragmentos de inventario; tres palabras coincidentes en el mismo vuelo, definitorias y precisas, ajenas a mí mismo y nunca más cercanas y ciertas. Llegaron las tres, palabra tras palabra, y se acoplaron. Después, una tras otra, la memoria dio paso a fugaces acuarelas, apuntes del ayer trazados con palabras producto del esfuerzo, y con aquellas otras que, de tarde en tarde, surgen desde mi duda, seguras de sí mismas y de su arcano origen.

Fragmentos de inventario

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