Читать книгу Fragmentos de inventario - Antonio del Camino - Страница 9

[Los higos]

Оглавление

En aquel tiempo, y en aquella España, el verano estaba plagado de fiestas nacionales y religiosas: el 29 de junio (San Pedro y San Pablo); el 18 y 25 de julio (la primera fecha de memoria infausta, y Santiago Apóstol, la segunda) y el 15 de agosto (la Virgen, para cuando las uvas ya están maduras).

Esos días, y cada domingo apenas clareaba, mi padre saltaba de la cama, se aseaba, y armado de un cubo y un buen gancho fabricado por él mismo para tal labor iba al corral, al que yo no tardaba también en acudir. Allí, se encaramaba en la higuera y comenzaba a recolectar: en junio, las primeras brevas, dulces y esponjosas, con su gotita de miel solidificada y transparente; después, en julio y agosto, los higos, no tan finos como las brevas pero también exquisitos y dulces; todos, brevas e higos, arrancados en el momento justo de sazón.

Mi padre colgaba el cubo de una rama sólida y depositaba en él las piezas recogidas: primero las próximas y a continuación, ayudado por el gancho con el que acercaba las ramas, los frutos más alejados. De cuando en cuando, renegaba un poco de los pájaros que, sabios degustadores, siempre picoteaban las piezas más maduras, hermosas y dulces. A mí me gustaba verlo allí subido, con su camisa blanca, arremangado, mostrándome aquella pericia con la que en poco tiempo acababa por llenar el cubo hasta arriba. Luego, con agua del pozo, lavaba la fruta. Para entonces, mi madre también estaba en pie, y la casa olía a café recién hecho.

Con todo preparado, en el patio, mis abuelos, mis padres, mi hermana y yo, sentados en nuestras sillas bajas de anea, hacíamos corro alrededor del cubo, y todos íbamos cogiendo de allí los frutos con los que iniciábamos el desayuno. Tan frescos estaban, y tan limpios, que a mí me daba por comérmelos con piel y todo, y más de una vez me llamaron la atención por mi excesiva gula.

—Te acabará doliendo la tripa —decía siempre la abuela, quien también solía cantar mientras nos sentábamos—: Al higuín, al higuín, con la mano no, con la boca sí.

Luego terminábamos con un tazón de café con leche y el corro se levantaba. Así, domingo tras domingo, festividad tras festividad, se instauró —o quizá ya estuviera instaurada de antes, de cuando fuera mi abuelo el que cogía los frutos y mi padre miraba— aquella costumbre que terminó cuando nos cambiamos de casa, justo cuando yo subía los primeros peldaños de la adolescencia.

Nunca más volví a empezar el día desayunando higos.

Fragmentos de inventario

Подняться наверх