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[Aquel miedo]

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Como la mayoría de las familias de entonces, la vida en invierno la hacíamos en la cocina. Allí, mi madre guisaba en un hogar de carbón, y allí comíamos y escuchábamos la radio. Por eso, con cuatro o cinco años, cruzar el cuarto de estar (todavía no se denominaba, como pomposamente años más tarde, salón) a la hora de acostarme y llegar a mi dormitorio me parecía toda una aventura no exenta de peligro. ¿La razón? Los cinco o seis metros que debía recorrer con las luces apagadas, sin que ni mi padre o mi madre, habitualmente, me acompañasen. Yo solía hacerme el remolón para retrasar aquel momento, y le pedía a mi madre que viniera conmigo. Ella, que alguna vez lo hacía, me animaba para que fuera solo; que ya estaba hecho todo un hombre, me decía, y que no debía tener miedo de andar a oscuras (que era, en realidad, lo que me encogía el ánimo siempre que llegaba aquella infalible hora). Hasta que un día, mi padre me habló muy seriamente y solucionó el problema. Me dijo que en la casa sólo estábamos nosotros, que no había nadie más; que si tenía dudas, al salir de la cocina, antes de adentrarme en lo que para mí era el tenebroso cuarto, dijese en voz alta, pero muy alta: Una, dos y tres, sal que te quiero ver. Vería entonces que nadie aparecería tras ese conjuro, prueba evidente de que nadie acechaba. Así, noche tras noche, con la fuerza de mi propia ingenuidad, repetí aquellas palabras que para mí tenían el mismo poder que una jaculatoria, sin que ningún ser, vivo o fantasmal, acudiese a mis voces. Pasado algún tiempo, ya consciente de la seguridad de mi casa, seguía repitiéndolas como un ritual que habría de mantener aun con la fe perdida; como una tradición y no como las palabras mágicas que antes fueran, capaces de espantar a cualquier espíritu o malévolo ser que hubiera osado hostigarme.

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