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[Matador]

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En mi infancia, la mayoría de los niños querían ser toreros. Y es que las corridas de toros por entonces todavía no estaban mal vistas, y los matadores eran “maestros del arte de Cúchares” —¡casi na!— y no torturadores de una especie inocente como es el pobre toro, tal y como son considerados en estos tiempos por los que quieren abolir tan controvertido espectáculo. El caso es que yo, como la mayoría de los chavales, también quería ser matador, que decía el pasodoble. Pero como aún no había hecho ni la primera comunión, debía conformarme con jugar a los toros en la calle. Así, con los otros niños, organizaba corridas en las que asignábamos los correspondientes papeles: tú, matador; tú, banderillero; tú, picador; tú, toro. Y, claro, al que le tocaba ser toro no le hacía mucha gracia. Pero como alguien tenía que ejercer de tal para que nuestros festejos se celebrasen —con permiso de la autoridad competente y si el tiempo no lo impedía—, al final asumía su papel que, a decir verdad, nos íbamos pasando para que todos tuviéramos una oportunidad (de torear, claro).

A mí me hicieron un capote a mi medida y unas banderillas casi profesionales: con sus papelillos de colores pegados en los palitroques, aunque, naturalmente, sin lengüeta de hierro. Y me compraron un toro de cartón fijado en un soporte con cuatro ruedas, y al que agujereé a las primeras de cambio a fuerza de pares de banderillas y bajonazos con un estoque de fabricación propia. (Es evidente que las sensibilidades eran otras y nadie reparaba en la crueldad implícita de aquellos juegos que, por otra parte, desarrollábamos sin ningún sadismo y con el único afán de diversión.)

Ahora, cuando de verdad, de verdad, disfrutaba, era cuando el que embestía era un cura joven, recién ordenado, sobrino de una vecina mayor a quien visitaba con frecuencia, que jugaba conmigo entrando al trapo en lugar del morlaco agujereado y poco fiero. Supongo que ver al cura acudiendo a mi llamada, vestido con su negra sotana, dotaba a aquella lidia de unos tintes de veracidad que no transmitía mi toro de cartón. Por eso, entonces, yo me esmeraba en mostrar todos mis conocimientos de tauromaquia. Bien plantado, con temple, corría los brazos envolviendo en el capote a mi enemigo, a una cuarta, sin que sus astas (sus manos, que hacían de tales) engancharan la tela. Una y otra vez lo hacía repetir en su embestida mientras oía los aplausos, los olés del público y las notas garbosas de un pasodoble que sólo sonaban en mi imaginación. Curiosamente, y como caso único en la historia de la Tauromaquia, el mismo morlaco acababa pidiendo la oreja.

Después sabría que escenas similares, elevadas a la máxima violencia, se habían producido muchos años antes. Aquella otra lidia llegaba hasta los extremos más crueles, y más de un sacerdote fue toreado y muerto a estoque en un acto inhumano y cobarde que en nada venía a asemejarse a lo que eran sólo los juegos de un cura joven con un niño ajeno a cualquier brutalidad.

Hace años que los toros dejaron de interesarme.

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