Читать книгу Zama - Antonio Di Benedetto - Страница 10

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El gobernador me entregó un incomprensible caso. Nada más me solicitaba que consulte y al pedido me atuve. No quise pensar si él, el gobernador, tenía o no autoridad para sacar de la cárcel a un reo, convicto de asesinato, y hacerlo ir a mi despacho con sólo un guardián al costado a “explicarme la situación”, de modo de ver “por dónde y cómo procede la exención de cargos”. Se imponía atenderlo y no darme por enterado de cómo llegó a mí ni con qué alta recomendación y designios del recomendante. Era preciso que yo cuidase mi estabilidad, mi puesto, justamente para poder desembarazarme de él, del puesto.

Era preciso que oyese al preso, lo cual en pocos momentos se me pintó imposible, por cuanto no es posible oír a quien no habla. Estaba cerrado, no con dureza, sino con ausencia, en callar sobre el meollo de la cuestión, esto es, la trama de su delito.

El guardián, con mucho comedimiento, de atrás del preso me advirtió que debíamos temer una crisis de llanto o no sé qué desgarramiento de orden sentimental.

No era, pues, un individuo temible, sino un quebrantado.

Por ahorrarme la escena que, quizás, yo mismo había provocado con la desnudez del interrogatorio y el fastidio que me sobrevino demasiado pronto, lo dejé solo, con el guardián que, más que vigilarlo, parecía hacerlo objeto de su protección.

En el intervalo, creo que por cambiar de humor, pasé al cuarto donde trabajaba Ventura Prieto. Le narré el caso de mudez que había dejado tras la puerta.

No tuve que arrepentirme, pues Ventura Prieto, con un no desdeñoso “Así no andará”, me pidió autorización para tratarlo y ayudarme.

Merced a una sonrisa de amigo, que bien podía parecerlo por asemejarse escasamente a lo que se supone sea un funcionario, Ventura Prieto pudo hacer que ese espíritu clausurado se entregara brevemente.

La mirada baja, una respetable pesadumbre gravando el acento de su voz, dijo aquel mozo que fue apuesto y estaba prematuramente marchito:

–Yo era un tenaz fumador. Una noche, con espanto, observé que me había nacido un águila de murciélago...

Se interrumpió.

Con la escasa declaración nos inquietó lo suficiente como para desear que no enmudeciera de nuevo. No lo hizo. Había advertido que las palabras no respondían enteramente a su pensamiento y procuraba, mediante un repaso mental, una justa coordinación. Muy luego, recomenzó y compuso su discurso.

–Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.

No habló más.

Compartimos su silencio.

Con los ojos indiqué al guardián que podía conducirlo de regreso.

También Ventura Prieto dijo que yo debía hallar la forma de salvarlo.

Se lamentaba de no haber visto el cuerpo acuchillado de la mujer morena. Quería saber por dónde la cortó.

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