Читать книгу Zama - Antonio Di Benedetto - Страница 14

Оглавление

8

Solamente a esa altura Bermúdez comenzó a ser, para mí, algo definido. Hasta entonces no pasó de constituir un receptor y girante de legajos en la casa de la gobernación.

Para la gente, tengo entendido, representaba algo parcialmente espectacular: del cuello para arriba.

Había sido capitán del rey y un tajo hondo a la altura del corazón le vedó para siempre la vida violenta de los militares. Nada le impedía, sin embargo, el uso del casco, el más pulido que vi, y él lo lucía con motivo de cualquier solemnidad, fuese civil, militar o religiosa. Pero ocurría que, prematuramente, pues no pasaba de los treinta y cinco años, quedó sin un pelo en la parte superior del cráneo, y la gente decía que, con casco o no, la cabeza le brillaba igual. Esto parecía envanecer a Bermúdez.

Cuando nos reunimos en el trabajo, su presencia excitó mi dolor y arrepentimiento de la víspera. Pensé que, después de todo, ese individuo intrascendente era para alguien razón de pecado, amargura y deleite, e imaginé la pequeña mano de Rita deslizándose en caricia por la bruñida cabeza calva.

Bermúdez, que nunca se me aproximó sino con papeles, o con aquella socarrona confidencia de la fiesta, tuvo ese día un infrecuente rasgo amistoso. Me pidió que comiéramos juntos en la posada a mediodía. Si bien no mencionó causa, me sentí obligado, suponiendo que con prontitud extrema Rita pudo transmitirle sus pesares por mi conducta.

Renació mi disposición de ser útil a los amantes e incluso me hice la ilusión de llevar sus relaciones a un plano más decoroso. Nada había en el convite de Bermúdez que trasluciese ánimo agresivo, por lo que acudí confiado a compartir su mesa.

Sin embargo, su manera de introducirme en materia me picó. Me dijo que tenía que hacerme una confidencia, en bien de mi seguridad, y me rogaba que no tomase a mal su deseo de prevenirme. Como yo pensaba que él conmigo sólo estaba en condiciones de ventilar la cuestión de sus amores con Rita, supuse que, tras reconocerlos, ya que otra alternativa no le quedaba, me formularía una amenaza. Eché cuentas y consideré que su corazón en peligro no lo facultaba para un duelo, de modo que pude dispensarle el obsequio de mi paciencia hasta escucharlo algo más.

Ni el mejor catador de hombres está en condiciones de saber qué esconde, qué trae el prójimo que pacíficamente devora con él jugosas porciones de carne asada.

Cuando apuré a Bermúdez para que se explicase, me declaró:

–Señor doctor, estáis en un serio compromiso.

Me puse trémulo y apreté los puños: ¿de manera que el compromiso era para mí y no para él?

Pero añadió rápidamente, sin darme lugar a la reacción, el argumento que lo determinaba a pensar por mí: yo, que soy americano, el único americano en la administración de esta provincia, aunque tenía probada mi lealtad al monarca, proclamé en la fiesta que sólo me conformaba con mujeres españolas. Mi esposa, sobre hallarse lejos, era también americana y, en consecuencia, mis palabras únicamente significaban una cosa: que yo codiciaba o poseía ya a una mujer de la colonia, en franco adulterio, por ser yo casado, y si la hembra también lo estaba, en redoblado delito.

Me encontré, de pronto, elaborando una justificación: yo solamente quise decir mujer blanca, como opuesta a indias, mulatas y negras, que me inspiraban repugnancia, y eso, me atreví a mentir, en la hipótesis de que se tratara de una licenciosa notoria y de cualquier modo como posibilidad. Estaba totalmente confundido y me envolvía en palabras sin darme salida, porque patente se me representó una situación de disfavor para mi probable traslado. Si el asunto se tomaba como ofensa de un americano contra el honor de los españoles y alguien interesado se encargaba de abultarlo, podría estorbar mis demandas ante el propio virrey.

Estaba desolado, hasta que me reconforté apelando al discurso sobre mi virtud que hizo en la cena don Godofredo Alijo.

–¿Cómo es posible entonces conciliar opiniones tan diversas? Tengo a mi favor la de un respetable ministro de la Real Hacienda.

Percibí que Bermúdez se encontró súbitamente desarmado. Aun en el caso de que la autoridad máxima, el gobernador, se hubiese enterado y pronunciado en contra, no era el oficial mayor persona suficientemente indicada para estar al tanto de su pensamiento.

Arguyó entonces que ciertos caballeros habían hablado, en los días siguientes, sin cuidar que su concepto trascendiera, aunque él, Bermúdez, por discreto no me daría sus nombres, al menos si eso no resultaba imprescindible para las precauciones que yo pudiese tomar.

Aunque la hablilla tuviese base real, me sentía por encima de ella, porque no veía peligro inminente, de modo que aseguré a Bermudez que no me intranquilizaba y le dije que podía guardar reserva para siempre sobre la identidad de esos caballeros.

Ya no pudo correrme.

Otra imagen, no la del supuesto favor, advino a mi mente: Luciana de Piñares de Luenga varias veces de consulta, desusada en mujeres de su condición, en el despacho del oficial mayor.

Pero esto había sido antes de la fiesta y no le encontraba atadero con el nuevo episodio.

Zama

Подняться наверх