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Encontré alojamiento para mi visitante en una casa de la calle San Francisco. La calle de San Francisco corre, mirada desde el río, detrás de la calle de San Roque y en la calle de San Roque estaba la casa de los Piñares de Luenga. De los fondos de ésta, una piedra lanzada por mano de hombre podía golpear la ventana del oriental.

Lo visité asiduamente en su habitación y ha de haberle extrañado tan solícito interés por favorecer sus negocios.

Hasta que un día, muy temprano, observé agrupados, detrás de la casa de Piñares, caballos y mulares con avíos de viaje. El señor preparaba la ida a su estancia de Villa Rica.

Dejé transcurrir un lapso prudente e invité al oriental a visitar a Piñares de Luenga, ministro de la Real Hacienda, que seguramente podría contribuir con informes que dejaran sólido y concluido el proyecto.

Compuesto en forma que merecí cumplidos de mi favorecido, pasé a buscarlo; con él del brazo me presenté por la puerta principal en casa de don Honorio Piñares de Luenga.

Un esclavo joven nos informó que el señor ministro se hallaba en su estancia de Villa Rica y no regresaría hasta pasado un mes. Hice manifiesta una intemperante decepción, con voces algo elevadas de tono que provocaron miradas de estupor de mi acompañante. No me iba y requería mayores explicaciones. El oriental me tironeó discretamente de la manga y, antes que él malograse mi plan y en vista de que nadie desde adentro venía en mi colaboración, me decidí y ordené:

–Di a tu señora que aquí está, presentado por don Diego de Zama, un caballero de Montevideo, que debe regresar muy pronto a su patria y desea ser atendido por el señor ministro.

El cunumí se retiró, dejando entornada la puerta, en acto de precaución.

El oriental dio curso a su malestar, diciéndome que cómo podía insistir de esa manera por una información de relativa importancia, de todos modos imposible de lograr, ya que el ministro no estaba. Que había otros ministros de la Real Hacienda, si tanto quería hacer por él y que...

La puerta se abrió del todo, franqueándonos el paso. El esclavo nos guió hasta el salón.

Luciana nos recibió muy señora pero con las mejillas algo encendidas. Se mostró gustosa de nuestra visita y yo supe que era por mi osadía. Creo que nos sentimos repentinamente cómplices.

No obstante, dedicó toda su atención al oriental, a escucharlo un poco, lamentar la ausencia del marido y, muy luego, a cercarlo de preguntas que el hombre no podía responder, porque no era ni muy avisado ni amigo de las cosas espirituales, y hacia ellas se encaminó la curiosidad de Luciana. Quiso saber del teatro y de la música de Buenos-Ayres y Montevideo, y como por ahí no sacaba provecho de ilustración, se le ocurrió que este individuo, comerciante, podía estar enterado de trapos y le preguntó de las tiendas y hasta el precio de los dedales de plata. Como aquí algo acertaba, el oriental quiso recuperar terreno y se mostró viajero, diciendo de un viaje a Córdoba. Pero dio un traspié, porque Luciana supuso que por lo menos algún doctor sería amigo de él y le vino en ganas conocer la vida íntima de gente de esa clase, sus fiestas, reuniones, estilos de ropas, platos y bebidas, formas de educación de los hijos, un cuestionario para enciclopedia. No era para el oriental.

Se daba mi turno. Yo iba a él resentido, porque licenciado soy, aunque no de Córdoba, y bien podía preguntárseme. Era esa vez un poco como siempre: allí donde la gente no es de universidad, si posee algo de qué enorgullecerse, posición o hacienda, decide ignorar estudio y títulos de quien los tiene.

Mi oferta procuró alivio al oriental y a Luciana un interés que, asombrosamente, se permitió dejar en suspenso, hasta una nueva visita nuestra, que nos encargó se repitiera dos días después, a la oración.

Zama

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