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Esa noche soñé que por barco llegaba una mujer solitaria y sonriente, sólo para mí, necesitada de mi amparo, que se confiaba a mis brazos y mezclaba con la mía su ternura. Pude precisar su rostro, gentil, y un vello rubio que le hacía durazno el cuello y me ponía goloso.

No era Marta; tampoco Luciana. No era nadie que yo conociese.

Dejé el lecho, espiritualizado. La mañana era limpia y propicia. Bebí el mate y prescindí de los bizcochos. Comer, masticar, me parecía grosero.

En la calle me di con una berlina modesta, de gastados arneses y cansino tronco.

No le presté atención cuando pasó a mi lado. Pero reparé en una mano, carnudita y joven, muy blanca, guardada de encajes, que se tomaba de la portezuela. La cortina echada no permitía hacer público más que ese breve testimonio de donaire. El carruaje se alejaba y, por modesto, no podía distinguirlo de ningún otro.

Pensé buscar mi caballo; suspendí tal propósito.

Quizás era la mujer del sueño; seguramente no.

Al igual que ella, operó en mí como una perdurable caricia.

Por juntar pedacitos de esperanza, repasé las características del coche y de los animales de tiro, a fin de retenerlas. Sin duda, me dije, para la dama de la mano era un pobre medio de no ir a pie; sin embargo, tuve que decirme también, de menos dispondría ahora la que era en verdad mi dama, Marta, mi señora.

Me sentí traicionero de su amor, de su humildad y su sacrificio; mas pensé en la mano resguardada de encajes, pensé en Luciana y quise justificarme como ante tribunal: “Por lo menos, debo conservar el derecho de enamorarme”.

Enamorarme, únicamente, apuntaba en mi reserva de derechos, e imaginaba de nuevo la mano carnudita y clara, fugitiva, y la hacía real haciéndola de Luciana, y mía por un beso, un solo beso de enamorado, y luego el reclinar de mi mejilla en ella y sentir su calor pasándose a mi cuerpo.

Debía acudir al despacho. No me hacía mal saberlo, porque permanecía bajo la influencia del sueño y de la mano blanca, otro sueño. Mal me causaba, eso sí, que lo real me resultase inasible y, si una mujer venía a mí, lo hiciera en sueños, nada más.

¿Nunca sería el visitado del amor? No el amor de Luciana, si es que lo conseguía, sino el de una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podía haberlo en Europa, donde siquiera unos meses hace frío y las mujeres usan abrigos suaves al tacto como los cuerpos que cobijan.

Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casas pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropas en aposentos caldeados, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas... Y yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre.

Yo, en medio de toda la tierra de un Continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.

Estaba espiritualizado.

A mi paso, tumbada y sin fuerzas para moverse, encontré en una zanja formada por los raudales a una mujer indígena, de mediana edad.

Me acerqué y ella no sabía con qué objeto, por lo cual sus ojos se pusieron implorantes como para que no la forzara a salir de allí, para que no le hiciera daño. Con ese ruego silencioso, con su abandono y su dolor, me causó viva compasión.

Quise saber qué le ocurría.

–Tuvïg –me dijo.

–¿Sangre? ¿Estás herida?

Negó despaciosamente con la cabeza.

–No. Flujos de sangre, su merced.

–¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué puedo ofrecerte?

–Yerba o azúcar para la médica, su merced.

Le di una monedita para su médica, la curandera, y otra para ella. Le dije que debía aguardar hasta que llegasen dos hombres, que la llevarían alzada a ver a la curandera y después a su rancho.

–No tengo rancho, su merced. Soy libre y tenía; pero mi hombre me echó.

Si bien entendía su situación, no supe cómo contribuir a resolverla. Arrojé sobre su falda otra moneda, consciente de que eso no era nada para la miseria y la enfermedad, que el marido quería extirpar de raíz eliminando de su presencia a la mujer.

Ante la casa de la gobernación me aguardaba un mandadero con mensaje del oriental. Amaneció con retortijones y vómitos de cólico e imploraba mi colaboración para que se atendiese su salud.

Con repentina sangre en la cabeza, lo interpreté como una burla de la suerte, como un juego malévolo para excitar supersticiones: yo me ocupaba en la calle de una enferma desconocida, en procura de que sanase, y parecía que la enfermedad se pasaba a mi conocido. Enfermo él, no podríamos visitar a Luciana en la tarde: la desventura recaía en mí.

Hice avisar al oriental que muy enseguida tendría auxilio de expertos, pero decidí no ocuparme de momento y, secretamente, deseé que sufriera hasta aullar.

Prescindí también de mandar hombres en socorro de la mujer caída.

El gobernador tenía indicado que en cuanto yo llegara me pusiese a sus órdenes. Esto implicaba antesala, hasta que él se dignase franquearme el paso. En esta ocasión se retardó hasta crisparme de impotencia.

En igual situación y viendo mis nervios permanecían de pie dos ancianos pulcros y una joven bonita, sencilla y notoriamente pasiva. Estaban en la sala desde antes que yo y si respondieron corteses y tímidos a mi abreviado saludo, más no hubo entre nosotros, aparte de un silencio largo y una aparente igualdad de condiciones que me humillaba.

De ellos se trataba. El gobernador, que me recibió con una cordialidad apaciguadora, me rogó que lo librase de esa gente, según sus conocimientos temiblemente pedigüeña.

Tuve que acceder, con callada reserva de venganza.

Pasé a la antecámara sin mirarlos, clausuré tras de mí la puerta del despacho y esperé que ellos me buscaran.

Tendrían que fatigarse de aguardar audiencia del gobernador, animarse a inquirir a su secretario y entonces darse cuenta de que quien iba a atenderlos era el señor asesor letrado; recibidos al cabo de otro tiempo, caer en la comprobación de que el asesor letrado era yo, es decir, la misma persona que tuvieron a tiro media hora, desperdiciada e irrecuperable.

Pero el tiempo, allí, de nada servía, y finalmente me molestó su paciente antesala. Más me cansé yo que ellos; por lo menos, eso creo.

Qué fuertes eran mis deseos de ser despótico y expeditivo y cuán escasa oportunidad me dieron las humildes palabras del anciano.

Era descendiente de adelantados; podía citar, en rama directa, a Irala.

Cuando me exponía esto, como una relación de hechos, sin postura ni orgullo, llamó alguien a la puerta y era Ventura Prieto. Lo hice pasar para que el anciano se sintiera disminuido, obligado a confesarse y pedir ante persona extraña, de quién sabe qué rango.

Ventura Prieto, discreto, quiso retirarse; a una indicación mía permaneció cerca de la entrada, observando interesado.

El anciano, intranquilo como yo lo deseaba, dijo ser de los antiguos pobladores de Concepción, con tierras heredadas, pero ya tan reacias a sus decrépitas manos que había caído en la miseria y se veía en precisión de pedir a Su Majestad para sí, su mujer y su nieta, sin padres ésta a causa de un acto sanguinario de los indios, diez años atrás.

La niña, que al principio me miraba con limpidez, poco a poco había inclinado la hermosa frente y con su manecita, apenas con la punta de los dedos, se tomaba de mi mesa, como para aferrarse a algo. Mi mesa representaba al asesor letrado: yo era lo sólido y lo último para hacer pie.

Yo constituía de nuevo algo útil e importante.

Mi vanidad dictó estas palabras:

–Puede volverse en paz vuesa merced a su tierra, que tendrá encomienda de indios en nombre de Su Majestad, que ha de acordar sin tardanza el gobernador, por quien me comprometo con mi palabra.

Puse tanta aplicación en la solemnidad de mi promesa, persiguiendo un chispazo de gratitud en los ojos de la joven, que olvidé reclamarle documentación probatoria de su ascendencia.

La joven me había entregado el fulgor humedecido de sus ojos y yo me sabía alguien, alguien en su intimidad dichoso.

Ventura Prieto venía a traerme la reiteración del mensaje del oriental.

Desusadamente amistoso, le pedí consejo. Me indicó al cirujano Palos y yo hice una broma con su nombre, obtuve otras referencias sobre el modo de encontrarlo y le encargué me enviase dos hombres para que fueran en busca de la mujer caída. Yo era en ese momento una persona buena y comunicativa, tanto que referí a Ventura Prieto el episodio callejero, procurando hacerlo partícipe de mis humanas acciones y mi compasión.

Mayor era la suya o más lúcida. Me dijo que tanto merecía un cirujano la indígena como el oriental y me animó haciéndome presentes los procedimientos antojadizos de los curanderos: “Hechizos o intervenciones crueles; de lo contrario, lo inoperante: por ejemplo, contra los flujos de sangre, sahumerios de hojas de güembé”.

Poco necesitó Ventura Prieto para persuadirme, pero tuve que arrepentirme de haberle franqueado mi confianza.

Se atrevió a opinar sobre mi pronunciamiento en el caso de los descendientes de adelantados, del que era testigo.

Dijo que para privar de la libertad a cien o doscientos nativos y hacerlos trabajar en provecho ajeno no era mérito suficiente un papel antiguo con el nombre de Irala.

Como todavía no acertaba a comprender si criticaba mi disposición favorable al anciano o simplemente el régimen de las encomiendas, quise explorar un poco más, y le pregunté cuál título consideraba válido para obtener la encomienda.

–Ninguno –me respondió–, y menos que todos el de la herencia remota.

Lo contemplé con un tanto de superioridad y suficiencia, porque sus opiniones eran peligrosas y lo veía ofuscado, mientras que yo me mantenía sereno.

Dije, muy pausadamente, como si estuviera reflexionando, aunque en realidad pedía respuesta:

–¿Estaré hablando con un español o un americano?

Y él, incontinente, me replicó:

–¡Español, señor! Pero un español lleno de asombro ante tantos americanos que quieren parecer españoles y no ser ellos mismos lo que son.

Aquí nació mi furia:

–¿Va por mí?

Vaciló un instante, se contuvo y dijo:

–No.

No estaba Palos de cirujano, sino de alzacopas, y aunque rescatado de la taberna no consintió atender más que al oriental, juzgando indigna la calle para “las consultas de la ciencia”.

Lo dejé, pues, junto al lecho de los cólicos, y seguido de dos esclavos de la casa acudí en busca de la mujer, con plan de trasladarla al patio de la servidumbre para que no fuese largo el camino del cirujano ni deprimente para sus pretensiones.

No se hallaba donde antes la vi y nadie por las inmediaciones parecía haberse ocupado de ella, de su estado y partida.

Tampoco era sencillo dar con la vivienda de la curandera, si es que allí se había encaminado la mujer. Los esclavos primero y personas de la vecindad enseguida, me informaron de lo que yo nunca me había ocupado hasta entonces: los “médicos” venían del campo, pero sólo en día de fiesta religiosa.

Una gûaigüí, una vieja, había, sin embargo, con residencia fija y consulta permanente.

Por Ventura Prieto lo supe, cuando fui a la posada a reponer fuerzas y todavía estaba desorientado, tanto que hacía trascender mi desasosiego y remordimiento, culpable de descuidar una vida que prometí asistir.

Tanto los americanos como los españoles, y éstos de las clases más distinguidas, para remedio de sus achaques preferían, antes que al cirujano, al cura experto, y más que al cura experto, al curandero. De todos modos, era proverbio que la muerte sólo es cosa de viejos y de parturientas, no de soldados ni enfermos. Si algo de verdad había en esta convicción, su vigencia no excedía los límites de la provincia y, en todo caso, del núcleo más civilizado, allí donde no dominaban los indígenas ni se comía carne humana.

Nada alteró, pues, mi presencia en casa de la médica, donde dos señoras españolas aguardaban su turno y fingieron no conocerme.

Entre el concurso no se hallaba la buscada. Me demoré un instante, por si formaba parte del grupo que, más adentro y con cierto aislamiento, se consultaba con la gûaigüí. Como el trámite tardó, fui allá y allá estaba, entre todos, un niño rubio, de unos doce años, espigado, en la tarea de pasar a la vieja los canutos de caña con orinas para el diagnóstico.

Una noción me forzaba a asociarlo con el bandidito que ocupó mi cama y destapó mi caja de caudales. Pero la certidumbre tardaba en venir. Por ahí, en una tregua de su tarea, me miró tranquilo y sonriente, como con familiaridad. No dudé: era él.

Con resolución que no precisó de reflexiones, me abrí camino entre el grupito de enfermos y le caí encima con mi pesada mano aferrándolo de un hombro. El mozuelo se desconcertó un tanto, mientras yo lo acusaba: “Fuiste tú, canalla. ¡Fuiste tú!”. Y para forzarlo prontamente a la respuesta, lo zamarreé, increpándolo: “Pillo, dime quién te mandó robarme. ¡Dime!”.

Yo sentía en torno el revuelo de gallinas asustadas de las mujeres y esto me molestó, distrayéndome lo suficiente como para que el pequeño, ladino y bravío, se sacudiera entre mis manos, liberándose un poco hasta sentirse firme en un pie: con el otro me aplicó un fuerte puntazo en la parte prohibida.

Grité de dolor, yo, ¡maldito sea!, y el rapaz se me escapó.

Las mujeres se habían desparramado y nadie pensaba en auxiliarme ni acercarse. La vieja, con aire místico y ausente, permanecía sentada en el suelo con las piernas cruzadas bajo la falda. Yo bramaba, conteniéndome con las manos la parte afectada.

Cuando el dolor se atenuó, asalté a la vieja con preguntas. Sólo pude aclarar que días antes el niño rubio le llevó de regalo una cantidad de ají seco, que utilizaba como medicina, y en cambio lo autorizó a quedarse en su casa, sin conocer quién era, ni siquiera su nombre.

Muy segura de su afirmación, pero sin lamentar la pérdida del ayudante, me dijo:

–No volverá.

Zama

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