Читать книгу Zama - Antonio Di Benedetto - Страница 18

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Comenzaba la tarde, pero tanto mal me había dado aquel día que me espantaba continuarlo. Sin embargo, no se puede renunciar a vivir medio día: o el resto de la eternidad o nada.

Podía, sí, sustraerme a las asechanzas de la ciudad montando el caballo con impensado rumbo. Oscilaba entre esa perspectiva y la muy incierta de visitar a Luciana.

No podría hacerlo sino como acompañante del oriental, pero el cuerpo del oriental era sobre el lecho un gusano que se retorcía sin salir de un punto fijo. Me resultaba tan inútil para aquella ocasión que lo contemplé en silencio y me dije que su muerte nada me importaría.

Nada me importaría mi propia muerte, creí también, y me acometieron unas ganas fuertes de no ocuparme ya de cosa alguna, de no retornar ni a mi cuarto ni a la calle ardiente y polvorienta, de echarme allí mismo, aunque fuese en el suelo, y descansar, descansar.

Como entré por los fondos, en casa de mi huésped encontré a las mujeres de la cocina que dedicaban la siesta a preparar dulces. Al aire libre, en grandes ollas de hierro, cocían las frutas descascaradas.

Yo venía sudoroso y seguramente más encendido de lo normal por la tierra, esa tierra roja de las calles pegada a mi rostro. Deseé el beneficio de un agua tibia por todo mi cuerpo y mandé que aprovecharan ese fuego para prepararme un baño.

Colocaron en mi habitación una tina grande y embalsamaron el ambiente con eucalipto.

Un esclavo me frotó la espalda con un trapo mojado. Después le ordené que se fuera.

Permanecí largo tiempo sentado en el agua, gozando de una paz sedante que llevó mi imaginación al lejano hogar y algo después a la posibilidad de un amor inmediato, el de Luciana u otra mujer agradable y sana, que necesitaba tanto como comer.

El baño me confortó, me puso rozagante y tan inconscientemente predispuesto a lo que iba a hacer que bastó, para decidirme, un menudo episodio. Al retirarme de la habitación a la calle, mi huésped, don Domingo, me dijo, entre paternal y complaciente: “Ya estoy yo también al tanto de la novedad: que ha habido baño de cuerpo entero”. Sin detenerme, mientras lo saludaba con una inclinación de cabeza, le sonreí, amistoso y ufano, muy satisfecho de que lo hubiera notado.

Yo era alguien merecedor de ser bien visto y recibido. Me lo decían los discretos cumplidos del caballero, mi huésped. Si un anciano como él se baña en tina, se piensa que es un viejecito aseado, nada más, y se procura que no se enferme con el agua. Pero el baño de un hombre de treinta y cinco años sugiere otros móviles.

Apetecía ya la aventura y hasta el riesgo, al punto de preferir que el oriental siguiera postrado. Apliqué el escrúpulo de pasar otra vez a enterarme de su estado. Era inquietante, pues le habían nacido unas terribles calenturas. Temí que fuese por mi culpa, a raíz de aquel mal deseo de más temprano.

Su situación, la intranquilidad de mi conciencia, frenaron mis ímpetus, solamente hasta notar que de la misma comida y de los mismos cólicos podía morir yo una semana adelante. Podía morir ascético con la sangre ardiente y la boca llena de quejas contra mí mismo, sin dejar mujer alguna dolida de haber pecado por Diego de Zama. Es que Diego de Zama, sin haber besado durante años otro cuerpo que el de su mujer, se conocía ajeno a la pureza de la fidelidad y precisaba también que alguien más participara de su confusión de deseos y mordientes reproches.

No; no iba yo, bajo aquel cielo borroso de atardecer, hacia un amor luminoso ni alegre. Con qué certeza lo sabía.

De que iba al amor no dudaba. Mi ánimo resuelto me hacía confundir la apetencia con una implícita combinación.

Me desengañé parcialmente cuando estuve frente a la casa y no tenía pensado aún el pretexto para presentarme.

Pedí hablar con la señora. Luciana bordaba en el salón y me recibió benévolamente, sin sorprenderse.

Fingimos los dos estar muy interesados en los asuntos del oriental. Ella deploraba la ausencia del marido. Comprometió promesa de enviar en la mañana siguiente un mensaje con el esclavo que había venido de la hacienda.

Se entregó a la confidencia:

–Mi marido sigue tan enamorado de mí como al comienzo de nuestro matrimonio. Cuando se ausenta me asedia con misivas cariñosas.

Tomé coraje:

–Señora, saber eso me causa daño.

–¿Por qué?

–Soy celoso.

Me atajó, vivamente:

–Nada os autoriza a serlo.

Sobrevino el silencio, pero yo estaba obstinado en mi propósito y no fui caballero, es decir, ni pedí disculpas ni me retiré.

Se amansó aunque tomando un aire compungido. Me dijo que muchas mujeres la aborrecían por su independencia y demasiados hombres se equivocaban respecto de su conducta porque ella pasaba largas temporadas sola, pues no compartía la afición de su marido a la hacienda y, por lo contrario, se ahogaba en su casa y también en el país. Poco podía juzgar de otros, porque vino de España en la adolescencia; pero calculaba que en ciudades mayores la gente vivía menos sola porque se conocía menos entre sí.

Yo no quería seguir sus reflexiones, atisbaba la palabra que me diese pie para una insinuación o avance. Mientras ella asumía más y más una actitud desolada, yo me sentía como dispuesto a asaltarla y la observaba rigurosamente, casi con despecho porque ella no correspondía con mayor ligereza a lo que ya me parecía inminente. En el análisis, su cráneo me pareció el reverso de la belleza y comparé su quijada con la de un caballo, por lo fuerte y prominente.

Cesó en un discurso de voz queda que yo no había atendido e ignoro si debí contestar, y me comunicó, como dolida de tener que hacerlo:

–Diego, viene la noche; es tarde. No seamos imprudentes.

Me nombraba, íntimamente, Diego; pedía prudencia y más bien parecía echar el nudo a una complicidad. Era mi triunfo, un triunfo repentino. Lo recibí con nervios, gusto y una tremenda vacilación, porque ignoraba cómo y cuándo podría consumarlo y si me correspondía la iniciativa.

Sólo supe decirle, codicioso, vehemente y enamorado –enamorado–, mientras le tomaba una mano:

–Luciana, Luciana mía.

Y ella asintió con un suspiro, sin decir palabra y con la mirada baja, en tanto sustraía su cálida prisionera de mis manos y con el saludo me ordenaba:

–Ahora, hasta mañana.

Todo resultó demasiado llano, demasiado fácil. Pero yo le temía a mi suerte.

Zama

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