Читать книгу Zama - Antonio Di Benedetto - Страница 8

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Puedo apiadarme de mí, sin la vanidad de la maceración, si el temor no es ya de avergonzarme ante los demás, sino de exceder la medida que sin avaricia me concedo. Si admito mi disposición pasional, en nada he de permitirme estímulos ideados o buscados. Ninguna disculpa cabe frente al instinto que nos previene y no respetamos.

Me empujó el sol que, desembarazado ya de las nubes de tantos días sin tormenta, se había encendido hasta el blanco y allí conjugaba su sin color y su tersura fija y ardiente con la arena limpia que da visiones. Pude ver un puma y creerlo estático e inofensivo como una decoración, muy liso, sin detalles, como si no tuviera garras ni dientes, como si las curvas de su cuerpo no denunciaran elasticidad para el salto, sino docilidad y blanda disposición para alguna mano cariñosa. Por este puma no visto medité en los juegos que fueron o pueden ser terribles, no en el momento en que se juegan, sino antes o después.

Busqué el reparo frondoso del arroyo y entre los primeros árboles debí quedarme, porque venían, libres y confiadas, voces de mujeres excitadas por el goce del agua.

No obstante, me adentré y, embozado por la vegetación, vi un instante, de frente, desnudos cuerpos, morenos y dorado-oscuros, y de costado, ocultas las facciones, pues sólo distinguía una nuca y pelo recogido arriba, otro que no supe si era blanco o mulato. No quise seguir mirando, porque me arrebataba y podía ser mulata y yo ni verlas debía, para no soñar con ellas, y predisponerme y venir en derrota.

Huí. Pero era evidente que me habían notado y al percibirlo no precisé si entre el alboroto que escuchaba a mi espalda escuchaba alborozo.

Mis piernas se volvieron firmes en la zancada porque algo me advertía que era perseguido. Hombre no podía ser, porque los hombres no cuidan el baño de las mujeres; india sí o mulata, por la rapidez con que andaba fuera del sendero, donde hay maleza y los troncos se ponen delante.

Ella casi me daba alcance y este afán me advirtió que buscaba ver mi rostro, conocerme, que tal debía de ser el mandato de su ama y, entonces, resultaba que ella era blanca. Renegué de mi retirada, de haberla entrevisto apenas privándome de saber quién era. Tenía que volver a enfrentar lo que fuere: descubrirla y descubrirme.

No era posible.

Únicamente podía descargar en la espía el ímpetu que alimentaba mi ánimo defraudado.

Con un súbito vuelco a izquierda penetré entre los árboles y ella, alelada de sorpresa, no atinó a fugarse. Así como estaba, en cueros, la tomé del cuello ahogándole el grito y la abofeteé hasta secar el sudor de mis manos. De un empujón di con su cuerpo en el suelo. Se acurrucó volviéndome la espalda. Le apliqué un puntapié en la nalga y partí.

Conmigo iba la furia atenuada, dando paso a un pensamiento severo contra mí mismo: ¡Carácter! ¡Mi carácter!... ¡Ja!

Mi mano puede dar en la mejilla de una mujer, pero el abofeteado seré yo, porque habré violentado mi dignidad.

Aunque esto no fuera, aunque sólo fuese en el empaque el desorden, me sabía sin justificación por entregarme a la ira y a la represión en el prójimo de lo que yo mismo había engendrado en él.

Zama

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