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¿Fue, realmente, Ventura Prieto?

Aquella noche me despreocupé del oriental. De mañana acudió a la gobernación un mandadero, con un recado del huésped de mi protegido. Me comunicaba que las dolencias de éste se habían agravado y ya resultaban alarmantes.

Como el mensajero era un criado de razón, empleó tanta ceremonia en los saludos previos y tanta minuciosa abundancia en el informe que quienes discurrían por el lugar –lo atendí en la galería– acortaban el paso para cazar al vuelo algunas palabras. Uno de ellos fue el oficial Bermúdez, que, autorizado aún más para la pregunta por mi semblante de fastidio, quiso saber si había recibido noticias infaustas de alguien querido.

Me habló delante de Ventura Prieto y no pude impedir que éste escuchase mi respuesta discretamente cortés e informativa, ni menos que diera rienda suelta a su habitual curiosidad y me interrogara –correctamente, eso sí– acerca de mi búsqueda de la mujer achacada por flujos de sangre.

Como en verdad Ventura Prieto estaba demasiado en el asunto, porque recurrí a él cuando no sabía a quién dirigirme, le contesté que no pude dar con la enferma, pero sí con la vieja médica que me indicó.

–¿Entonces vuesa merced vio a la mística del niño rubio?

Cuánto contenía para mí esa pregunta: Ventura Prieto estaba al tanto de que el niño rubio acompañaba a la médica y me mandó a buscarla. Era una burla y una afrenta. Eso pensé y por fin pude desahogar mi indignación.

Le apliqué dos recios bofetones, sin averiguar más, sin darle aviso ni respiro. Se tambaleó, asombrado. Reaccionó y me clavó una mirada de hierro. Encorvó lentamente el cuerpo y se me volcó encima tratando de asir mi cuello y voltearme. Conseguí parar el empellón y aunque él estaba prendido de mí, logré eludir la tenaza de las manos con enérgicos movimientos de cabeza y haciendo duro el cuello hasta sentir que casi me estallaban las venas. Para él sería como agarrar un tronco con vida. Sudábamos, prendidos cuerpo a cuerpo, pero yo me sentía más poderoso o más impulsivo y traté de sitiarlo contra una ventana. Paso a paso, cedió terreno hasta quedar adosado a los hierros. Entonces lo agarré de los pelos y di tres veces su cabeza contra las rejas. No quería destrozársela, ni tantas eran mis fuerzas. Pero lo azoncé y todavía enceguecido por saberme dominante, atiné a sacar el cuchillo del costado y le hice un tajo en la mejilla.

De un brinco me eché atrás y quedé a distancia, a la expectativa, cuchillo en mano, atisbando su reacción. Él quedaba desfallecido y jadeante y creo que ni siquiera deseaba ver su sangre.

En vista de que la lucha había concluido, algunos se acercaron a prodigarme afectos, felicitándome por mi destreza y mi victoria, lanzando denuestos contra Prieto y mostrando interés por ayudarme, si es que estaba herido o agotado.

Ventura Prieto fue puesto en prisión.

El gobernador me hizo llamar. Apenas entré, me declaró:

–Ya lo he destituido.

Me requirió un informe verbal del episodio, pero me adelantó su punto de vista:

–¡Dios nos asista! ¡Que estemos expuestos al asalto de cualquier insensato, nosotros, aquí, en la propia casa del rey!..

Entendí que la partida estaba ganada, aunque Prieto fuese español y yo americano. Operaba la solidaridad de estado.

Supe, pues, cómo organizar mi relato.

Zama

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