Читать книгу Zama - Antonio Di Benedetto - Страница 11

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Esta audiencia absorbente hizo acallar los estampidos que en mi corazón causaron los dos espaciados cañonazos anunciadores de la presencia de un barco.

El saco de correspondencia fue traído a la gobernación antes que yo pudiese salir, como otras veces, hasta el muelle, para acercarme más a las posibles novedades y al rostro de los marinos y contados viajeros de arribo.

El oficial mayor distribuyó concienzudamente sobre su mesa los envíos para cada cual, ninguno para don Diego de Zama, porque mis manos estaban destinadas a permanecer vacías otro largo tiempo.

Esta ausencia de noticias de Marta, de mis hijos y de mi madre me causó esa depresión que en más de una llegada de barco tuve que sufrir, pero que, al sumarse la cifra en el transcurso de los ya catorce meses de permanencia, me abatía aún más.

Al abandonar mi despacho, prescindí de ese espectáculo siempre deseable de otra embarcación grande y procelosamente viajera, en el puerto.

Me reduje a casa.

Pedí a una esclava una colación de huevos de gallina. Por desacostumbrado, ya que siempre comía fuera, esto atrajo la atención de las hijas de mi huésped, don Domingo Gallegos Moyano, y determinó que más tarde una de ellas se aproximara a mi aposento con oferta de mate, que acepté.

Consagré la segunda mitad del día a una epístola, detenida y quejosa, a Marta, para que el barco la llevase en su camino río abajo.

Desenvolvía despacio en mi mente el viaje de la carta, por agua hasta Buenos-Ayres, por tierra después centenares de leguas con su rumbo oeste, y me dolían los reproches, frescos aún en el papel que mi esposa, lejana y sin su hombre, habría de leer tres, cuatro meses más tarde, quizás en un día en que yo fuese feliz. Pero no modifiqué mi escrito.

En mi retiro, hacia el crepúsculo, tuve el anuncio de un visitante.

Como ignoraba cuál barco había arribado, asimismo desconocía que el capitán era mi amigo, el oficial Indalecio Zabaleta, a quien abracé con fuerza y cariño.

Entreví que, si me buscaba tan pronto, apartando los asuntos que normalmente ocupan a un capitán en su primer día de puerto, algo traía para mí. Pero alguien distinto capturó mi atención, antes de hacerle cualquier pregunta.

Más allá de la puerta, en la galería, estaba detenido –contenido, me pareció– un niño. Ciertamente, venía con Indalecio y podía ser hijo de éste. Sin embargo, no me importaba eso, sino sus facciones, noblemente agitadas, y los ojos, anunciadores de un desborde que, al volverse el capitán hacia él, se produjo sin aguardar otro estímulo.

Corrió y se volcó en mis brazos, estremecido por un sollozo que, se me ocurrió, era de gusto y entusiasmo.

Acertaba. Indalecio me lo explicó, impresionado, tal vez orgulloso, por el arrebato de su vástago.

–En el viaje le he dicho quién era el doctor don Diego de Zama.

El doctor Diego de Zama con el homenaje, imprevisible y tocante, de un mozuelo de doce años. Ese reconocimiento hacía contrapeso a tantos olvidos y disminuciones soportados en días y días hasta aquella tarde.

¡El doctor don Diego de Zama!... El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos. No era ése el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama el corregidor desconocía con presunción al Zama asesor letrado, mientras éste se esforzaba por mostrar, más que un parentesco, cierta absoluta identidad que aducía. Mostrábale al corregidor antiguo la asesoría, en rango segundo en toda la extensión de la provincia, exactamente luego de la gobernación. Pero, al hacerlo, Zama asesor sabía, sin que pudiera esconderlo, que en este país, más que en los otros del reino, los cargos no endiosan, ni se hace un héroe sin compromiso de la vida, aunque falte la justificación de una causa. Zama asesor debía reconocerse un Zama condicionado y sin oportunidades.

A esta altura del duelo, Zama el menguado podía sospechar que Zama el bravío no tuvo tanto de aguerrido y temible: un corregidor de espíritu justiciero puede seducir fácilmente la voluntad de esclavos estragados por meses de represión más que violenta, cruel.

Yo fui ese corregidor: un hombre de Derecho, un juez, y esas luces, en realidad, sin ser las de un héroe, no admitían ocultamiento ni desmentidos de su pureza y altura. Un hombre sin miedo, con una vocación y un poder para terminar, al menos, con los crímenes. Sin miedo.

“Le he dicho quién era Zama.” Un resplandor de mi otra vida, que no alcanzaba a compensar el deslucimiento de la que en ese tiempo vivía.

Zama había sido y no podía modificar lo que fue. Podía creerse que me determinaba un pasado exigente de mejor porvenir. Ese niño, el hijo de Indalecio, venía a reclamármelo con su emoción admirativa.

Sin embargo, yo veía el pasado como algo visceral, informe y, a la vez, perfectible. Por los elementos nobles no dejaba de reconocer algo –lo más– pringoso, desagradable y difícil de capturar como los intestinos de un animal recién abierto. No renegaba de eso; lo tomaba como una parte de mí, incluso imprescindible, aunque no hubiese intervenido en su elaboración. Más bien, yo esperaba ser yo en el futuro, mediante lo que pudiera ser en ese futuro.

Tal vez creía serlo ya y vivir en función de esa imagen que me aguardaba adelante. Tal vez ese Zama que pretendía parecerse al Zama venidero se asentaba en el Zama que fue, copiándolo, como si arriesgara, medroso, interrumpir algo.

Mediado el aguardiente, supe que Indalecio estuvo en Buenos-Ayres con mi cuñado, gestor ante el virrey del traslado que estrictamente me correspondía y precisaba tener.

Las promesas eran para un tiempo incierto, pero de signos positivos.

A cambio del anuncio, en el que confiaba, aunque a medias, ya que poseía algunos rasgos de reiteraciones fallidas, entregué al capitán una confesión de mis necesidades: no apetecía tanto un ascenso como la ubicación en Buenos-Ayres o en Santiago de Chile, porque mi carrera estaba estancada en un puesto que, se me insinuó con el nombramiento, implicaba apenas un fugaz interinato. Y esto más: entre mi mujer y yo mediaba la mitad de la longitud de dos países y todo lo ancho del segundo.

No obstante, quizá por la presencia de la criatura, me guardé la confesión total: hasta qué punto la distancia implicaba tortura, por la rigurosa lealtad guardada a Marta, aunque a mi conciencia no pudiera explicarle claramente por qué le era tan fiel.

Cenamos en la posada.

De regreso, tan tarde, pude maravillarme del señorío solitario de la Luna y, con el empuje del alcohol, sentirme predispuesto a igualarlo ante cualquier situación de prueba. Las calles solitarias, bordeadas de casonas y baldíos en sombras, el terreno accidentado en su depresión hacia el río, eran propicios a la sorpresa que mi estoque, ciertamente, sabría responder sin cortedad.

Me sentía valeroso e inmensamente dispuesto a amar, esa noche.

Tuve, como predestinado, la sorpresa y una mujer hermosa y fresca conmigo.

Como la hora era ya tan alta, entré a la casa por los fondos, utilizando la reservada portezuela del huerto, más allá del patio de los sirvientes.

Creo que mi presencia, inesperada en ese lugar y tan tarde, desbarajustó algo. Calculo que alguien pudo fugarse o esconderse demasiado bien antes que yo entrara.

Pero alguien más quedó sin poder disimularse bastante. Intentó un tardío escape al abrigo de los paredones y la distinguí mujer, sin identificarla. Con diez pasos largos muy tácticos, llegué adonde podía cortarle el paso; y ella, sin duda viéndose irremediablemente interceptada, no se detuvo.

Avanzaba directamente y esos instantes de espera quizá calaron más en mí que en ella, porque tuve el optimismo y la audacia de concebir rápidas esperanzas.

Era Rita, la menor de las hijas de don Domingo, mi huésped. Lo supe cuando aún nos separaban cuatro varas de distancia, pese a la mantilla que apenas limitaba la claridad de la Luna sobre su rostro. Mujer lunar, me dije, por conferirle embrujo al trance; pero otro era el estremecimiento que mandaba en mis sentidos.

No había dado dos pasos más y cayó al suelo. Había tropezado. Corrí a ayudarla, aunque ya medio se ponía de pie y evidentemente no precisaba socorro. Mas yo, descontrolado, para aprovechar, la tomé de atrás y terminé de alzarla mientras mis manos codiciosas hacían presión sobre sus pechos. Eran blandos, como muy tocados.

Me cobraba el silencio que guardaría sobre su escapada nocturna. Descubría intenciones sin el menor reparo. Ella las ignoró. Repuesta, suave, desentendida de mi abrazo, me miró con resolución a los ojos, me dijo unas quedas palabras de agradecimiento, como correspondiendo a un gran favor, y con dignidad y cautela se retiró hacia las habitaciones.

No podía imputarme atrevimiento ni abuso. Lo entendió muy pronto. A su vez, me hizo entender que no me temía.

Me demoré en la huerta. Un rato estuve vuelto hacia el sitio por donde ella había desaparecido. Supongo que debo de haber permanecido estúpidamente envarado y absorto.

Después, reaccionando, me recosté en un retazo de hierba fragante. Necesitaba que un rato más me asistiera el encanto de aventura a descubierto de esa noche. Porque se me había revelado una posibilidad, bajo mi propio techo. Blanca y española; muy joven. Mis manos sabían que no era pura.

Zama

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