Читать книгу La tierra de la traición - Arantxa Comes - Страница 10

4

Оглавление

Distrito El Foco. Vala, capital de Brisea

Existe, aunque, si no se mueve, si no la ven, si no la oyen, quizá se olviden de Myllena Lievori-Rois hasta que Myllena Lievori-Rois posea la autoridad que le corresponde por ley y, entonces, actúe. Quizá debería dedicarse a decorar su jaula hasta que las puertas se abran solas. Estar hasta poder ser.

Un bostezo poco satisfecho y la chica pestañea, se deshace de las últimas trazas de sueño. La noche comenzó bien, con una cabellera gris entre los dedos y sabiendo que hay una persona en este mundo capaz de hacerla sentir libre. Pero, con la salida del sol, sus deseos se han disipado para recordarle que hoy debe subirse a un caballo de metal, fingir una sonrisa y demostrar cuál es su posición ante los ciudadanos de Vala y de Brisea.

Myllena es la futura Experta Superior, se convertirá en la máxima dirigente y el mando de la política y, sobre todo, de las decisiones respecto a la argamea recaerán en sus manos. Unas manos que temen semejante responsabilidad. La imaginación, que ya estaba lejos de su dormitorio en la Casa Ilustre, regresa, de pronto, a la espalda desnuda de Duna, a la realidad.

«No es una mala realidad», piensa Myllena al recorrer con las yemas las marcas blancas en la piel morena de esa chica con la que todavía no puede ser feliz sin esconderse. No lo tienen permitido, porque, en su futuro cargo, relacionarse de tal manera es uno de los vetos principales.

—Myllena… —ronronea Duna, la cara vuelta hacia el lado contrario.

—Buenos días. Son… —Comprueba la hora en la mesita de noche—. ¡Por la argamea!, son las siete de la mañana. Será mejor que regreses a tu habitación, en nada…

Sin embargo, Duna se gira, esa precisión con la que siempre se mueve, esa velocidad imperceptible de tan rápida que es, entrenada para ser eficaz y decidida y mortífera. Myllena se queda sin respiración, una constante cuando está tan cerca de ella, ahora una tentación recortada por la luz del sol. Duna sonríe y el vitíligo alrededor de sus labios se expande, estrecha todavía más los párpados, un reto, como si volvieran a tener diez años y hubieran cometido una trastada.

—¿Tienes miedo de que tus madres descubran que estás liada con tu escolta?

—He roto todo protocolo.

—Qué mala. —La voz de Duna reverbera de nuevo en su garganta y Myllena se obliga a tragar saliva porque también la siente en la suya.

Se conocen desde que son pequeñas, pero Myllena aún tiene la sensación de que Duna es una incógnita armada con demasiada inteligencia, que solo permite ver de sí misma las partes por las que el misterio empieza y jamás da pistas. Jamás hay una fisura que quiebre el truco.

—Deja de pensar, Myllena, oigo cómo maquinas. —La escolta pasa el brazo por la cintura de la aprendiza.

—Algún día… podríamos…

—Tenemos algo en común, Lievori-Rois.

Una frase que repite una y otra vez, un acertijo del que Myllena apenas intuye que está veteado por algún tipo de dolor que ni siquiera su dueña, disciplinada y reservada, es capaz de ocultar. Un acertijo que a Duna siempre le sirve para escapar.

—Myllena…

—¿Señorita Lievori-Rois? —Desde fuera, la voz de Kenen, el ayudante de Myllena.

—¡Mierda!

Al instante, se levantan. Duna trajina con el complicado e idéntico uniforme que visten los escoltas de los expertos de la Arga, mientras que Myllena decide echar mano de su caos habitual, una silla sobre la que amontona ropa que nunca tiene tiempo de meter en el armario.

—¿Myllena? —Kenen olvida los formalismos y se oye el chasquido de la puerta.

Son veloces. Están acostumbradas. Son incontables las noches que se reencuentran a escondidas en esa enorme cama de sábanas doradas y se visten sin aliento por miedo a ser descubiertas. Porque la primera Experta Superior, Amalea Hurey, instauró que el máximo dirigente es el único de toda la Arga que no puede engendrar descendencia por motivos democráticos. Porque el penúltimo Experto Superior, Brogan Vyncis, añadió la prohibición de que tuvieran pareja. Al actual, Lewin Weiloch, le pesa haber roto ambas: porque mantuvo una relación en secreto y no ocultó el nacimiento de su hijo. A la futura, Myllena Lievori-Rois, le duele no poder decir libremente lo mucho que quiere a Duna.

—¡Kenen! —chilla Myllena, ambas se sitúan frente a la puerta, acaloradas.

—Puntual como siempre, Duna.

La escolta ni siquiera esboza una sonrisa, hace una leve inclinación de cabeza. No está en su papel ser amable o complaciente, solo proteger a la futura Experta Superior. El resto son detalles que le dan vida, pero a los que no tiene permitido acceder.

—Has llegado pronto.

—Ha llegado a la hora que le atañe, hija.

Evie Lievori aparece detrás de Kenen, el pelo pelirrojo recogido en un moño demasiado perfecto, demasiado tirante, y esa habitual sospecha desatando un mar de arrugas alrededor de sus ojos y labios.

—Duna, espera en el pasillo hasta que mi hija esté lista.

—Sí, señora Lievori.

—¿Y mamá? —Myllena se aparta un rizo que le cae sobre el rostro, la vista fija en la esbelta espalda de la escolta que sale de la estancia sin una palabra más.

—Rematando algunos preparativos. ¡Y menos preguntas! Al baño ahora mismo. No sé qué ocurre por las noches, pero siempre amaneces hecha una salvaje. Si tus rizos ya son complicados de peinar… ¿Y ese camisón?

Myllena y Kenen intercambian una mirada fugaz, y a ella le hubiera gustado que hubiese sido menos cómplice, una imprudencia que se reprende, aunque no hace falta ser muy agudo para descubrir lo evidente.

Ni le sienta bien el baño ni que su madre siga enjabonándole el pelo, ya no es una niña pequeña, puede alcanzar cada mechón rebelde sin ayuda. Aun así, la chica no protesta, porque prefiere tragarse la vergüenza que enfrentarse a Evie Lievori.

—¿Hoy voy a llevar el vestido plateado? —pregunta Myllena, distraída y por fin sentada ante el tocador, pelea con el cinturón del incómodo batín de raso que se le abre demasiado a la altura del pecho y su madre le obliga a vestir.

—¿El plateado? —Evie reprime un tono escandalizado, vendería hasta su última pertenencia por mantener las apariencias, sobre todo, en la Casa Ilustre. No lo logra—. ¿Hay alguien dentro de esa cabeza? ¿Buenos días? —Le da en el cogote suavemente con el puño, como si llamara a una puerta—. ¡Hoy es el día de la Conmemoración por el Hundimiento! ¡Sales en un desfile! ¡Mañana comienza el año 176 de la Era Argámica! Myllena Lievori-Rois, ¿con qué colores saldrás hoy?

—Dorado, azul y negro —murmura, los labios gruesos apenas entreabiertos.

—No te escucho.

—No soy una niña pequeña…

—¿Myllena?

—¡No soy una niña pequeña, mamá! ¡Es suficiente!

El grito congela las facciones de Evie y, en alto, el cepillo que Kenen estaba a punto de pasarle por el pelo húmedo. La chica se arrepiente de inmediato, la mujer no es estricta por gusto y el problema está en su interior, en querer luchar como aprendiza sin hacer mucho ruido, pues se ha convertido en el apetecible corral de los depredadores que la rodean. Con tan solo siete años, la eligieron para ser la futura Experta Superior y ella es consciente de que, a veces, sus madres lamentan haber tomado tal decisión, cuya obediencia, corrección y mutismo la encorsetan.

Porque se arrepiente y porque, de pronto, le entran unas ganas repentinas de llorar y salir por la ventana para que no la encuentren, Myllena permite que el ayudante la acicale hasta el final sin una queja más.

Ni siquiera se atreve a comprobar si los ojos de su madre se han velado como siempre ocurre cuando es incapaz de controlar una situación.

Ni siquiera pide encender la emisora, quizá algún dial está reproduciendo la música que cada mañana consigue que encare el resto del día con más ánimo.

Myllena observa en silencio cómo Kenen trenza con maestría su melena junto a unos hilos que está segura de que combinarán a la perfección con el atuendo. Luego la maquilla, le perfila los ojos de dorado y repasa con el mismo color los dos lunares casi simétricos que destacan en el centro de cada párpado inferior. Se desnuda sin pudor, aliviada por quitarse ese batín que ha encendido su impaciencia. Unos polvos le broncean la oscura piel en dorado, como si hubiera nacido con ese brillo especial. No soporta tanto maquillaje, ni parecer intocable.

Se siente un maniquí cuando entre Kenen y Evie la visten con un precioso vestido en el que predominan los colores del país, que comienza desde el pecho, se frunce en la cintura y luego cae vaporoso hasta ocultar los pies. Una capa de tul nace de unas hombreras que Myllena siente pegajosas contra la piel en cuanto Kenen las asegura para que no se despeguen. El conjunto lo completa el broche que solo puede llevar el candidato a Experto Superior atado al cuello: un lazo fino en cuyo centro resalta una perla que imita los colores irisados de la argamea, rodeada de un elemento de oro con la forma de las alas de un cuervo.

—¡Lista! ¡Eres una obra de arte!

—Por Karna… —Evie aprieta los labios al instante—. Lo siento, se me ha pegado de Vesna. —Trata de no darle importancia al hecho de haber nombrado a Nuestra Divinidad en la que pocos, como su esposa, creen ya—. Son más de las ocho, llegamos tarde.

Con la misma tensión y silencio, Myllena persigue a su madre y al ayudante con los dedos entrelazados tras la espalda. No quiere salir del dormitorio, no quiere enfrentarse a miles de rostros, a incontables expectativas.

Su pecado fue tener interés o, según otros, sobresalir en múltiples campos y habilidades.

Sin embargo, Myllena se siente demasiado vacía y no acepta cualquier elogio por muy cierto que sea. Tampoco se tranquiliza cuando Duna le dice con un gesto imperceptible que está preciosa. El trabajo de Kenen es impecable y la aprendiza lo valoraría y se sentiría más segura si no fuera una obligación.

Recorren el pasillo mientras Evie, que ha recuperado la compostura, repasa en voz alta la lista de actividades del día de la Conmemoración, empezando por la reunión de la Arga en el Despacho Dorado. Myllena se desespera al tener que encontrarse con expertos como el señor Kovatski, el financiero, o la señora Sige, la consejera, a quienes nunca les sobran opiniones respecto a los demás. Respecto a ella.

Si no nada a contracorriente otra vez, si no se mueve, quieta, más quieta, se la traga la marea.

Al menos, a Myllena le alivia saber que siempre puede contar con Frinn y la experta mecánica Lystou. Todavía recuerda lo complicado que le resultó aprenderse el nombre de cada cargo y de cada experto asociado a él. Vesna y Duna hicieron del estudio un juego de recompensas. Por cada acierto, una nueva golosina a probar: «¿Cuántos miembros forman la Arga actualmente? Ocho desde el año 159 de la Era Argámica»; «¿Cuántos cargos hay, por lo tanto? Ocho, siendo el Experto Superior el que dirige al Gobierno»; «¿Quién es Ecin Mandric? La experta ingeniera, se encarga de investigar las propiedades de la argamea y de colaborar con los mecánicos en futuros avances»; «¿Quién es la experta artífice? Istas Aerer, la más joven en adquirir tal puesto en la historia de la Arga»… Y así, hasta que consiguió no trabarse y que empezaran a considerarla alguien capaz de liderar a toda Brisea. De lograr que la argamea no se agote.

Una energía que ahora mismo vale más que las personas.

Evie Lievori se despide de su hija con un beso y Duna, con un recatado asentimiento. Entonces Myllena parpadea, han llegado frente al Despacho Dorado. A un lado, con las espaldas pegadas a la pared lisa, forman los otros siete escoltas a los que Duna se une enseguida; una fila homogénea de cabellos grises y chaquetas azul cobalto, casi idénticos, soldados sin identidad.

—¡Señorita Lievori-Rois, por fin! —celebra Kovatski, una fingida complacencia al verla entrar empujando ella misma las puertas. Si Istas Aerer fue la artífice más joven en convertirse en experta, Gery Kovatski fue el más joven en lograrlo de entre todos los cargos. Su fama la usa como una medalla—. La estábamos esperando.

—Siento el retraso —se disculpa Myllena, educada, busca a Frinn con la mirada.

—¡No se apure! Estoy segura de que ni siquiera ha desayunado —interviene Istas, su sonrisa teñida por el vino que bebe; todos saben que no es la primera copa.

—Puede acompañarme, señorita Lievori-Rois. —Por suerte, el experto industrial Frinn Derne llega en rescate de su amiga, una elegancia poco típica en un adolescente de dieciséis años. Corban, su primo mayor, tutor legal y encargado de su trabajo hasta que cumpla la mayoría de edad, los observa desde una distancia prudente.

—Solo espero que las pastas no estén crudas como la última vez —dice Myllena, tan ácida que cree que las palabras han envenenado cualquier futuro bocado.

—¡Señorita Lievori-Rois, siempre tan divertida! —exclama la experta historiadora Zanen, un tono igual de artificial que el de su fiel compañero Kovatski.

Frinn pone una mano sobre la muñeca de la chica, ella acepta el ofrecimiento y se acercan a la mesa repleta de comida que hay situada bajo uno de los ventanales alargados. Pero, antes de coger nada, Myllena recuerda que no ha saludado al Experto Superior Lewin Weiloch y hace resbalar las bailarinas sobre el suelo para dirigirse a él. Sin embargo, cuando se topa con la mirada azulada del hombre, este solo inclina un poco la cabeza con una sonrisa comedida. El vitíligo, que a él le afecta en menor medida que a Duna, le vetea la frente desde la ceja derecha hasta el inicio del cabello, empalidece todavía más su piel y decolora el vello y algunos mechones rubio oscuro.

¿Qué dirían nuestros antepasados de nosotros? —De pronto, la voz del Experto Superior en la sala, aunque no es él quien está hablando, sino su imagen en una proyección contra la pared del fondo—. Son treinta años que debemos seguir contando con tristeza e incomprensión hacia quienes fueron nuestros familiares, vecinos, compañeros y amigos. Con el hundimiento definitivo de la isla móvil, no solo se llevaron consigo ese pedazo de Brisea tan representativo, no solo se llevaron la argamea, también nuestro futuro…

Myllena está a punto de resoplar, pero Frinn le aprieta el brazo que todavía no ha soltado. La argamea no se expandía más allá de la Isla, una atmósfera inamovible, y ahora los suministros que Brisea Interior almacenó se están agotando. Es un rumor que se extiende por las calles. En cambio, es una certeza injusta que el gobierno de la Arga no se está aplicando los recortes de energía que sí ha hecho en el resto del país. Hace años que la red argámica no abastece a todo el mundo, solo a la Casa Ilustre y El Foco. Ya no es un bien ilimitado, por eso gran parte de la ciudadanía funciona con generadores y cargas autónomas que apenas duran y provocan el retroceso de un país que en el pasado brilló por su revolución industrial. Por su evolución.

Un bien que ha dejado de serlo.

Un privilegio.

Esta medianoche no habrá nada que celebrar, tal vez que avanzamos pese a la decisión de quienes hicieron desaparecer la Isla. —Un discurso que Myllena considera lleno de dobleces y que, ahora mismo, estará escuchando la ciudadanía en las emisoras o proyecciones públicas—. Sin embargo, estoy seguro de que los isleños que permanecisteis en tierra y sus descendientes renovaréis la argamea y nos daréis otra oportunidad.

Desde la pobreza.

Desde el abandono.

Desde la discriminación.

Myllena sacude la cabeza y dirige una mirada de desagrado al Experto Superior Weiloch, pero el volcán que estalla en su pecho no lo guía la rabia que había previsto, porque en el hombre no descubre la satisfacción y el orgullo de Sige, Zanen o Kovatski, sino ese velo de pesar que envuelve muchas veces la mirada de sus madres. Esa frustración derivada de que el cambio no se puede dar con facilidad. No llega a entreabrir los labios para intentar ofrecer una disculpa que Lewin Weiloch no entendería, pues un estruendo a lo lejos eclipsa la voz de la proyección y tiembla en los cristales del despacho.

La Arga grita y los escoltas y un grupo de jueces irrumpen enseguida en la sala. Evie también entra, algunos mechones se han escapado del moño pelirrojo. Myllena desliza la mano dentro de la de Frinn, entrelaza los dedos. Corban Derne se acerca a su primo pequeño y lo coge por los hombros, sin apartar la mirada de una ventana que no va a brindarle un escenario esperanzador.

—Los isleños se han atrevido. En el cementerio de Los Llanos del norte —asegura la Jueza Teniente Brihta. Al parecer, la manifestación que se esperaba por la decisión de ampliar la Zona Industrial ha provocado el caos.

—¿Y ahora qué? —pregunta la experta mecánica Bega Lystou, que a sus sesenta y un años no parece importarle un levantamiento violento, tal vez una advertencia, tal vez un ataque, y golpea el suelo con el bastón para que alguien reaccione.

—Permanecerán aquí con los escoltas y una partida de jueces —comunica la Jueza Teniente—. No salgan…

—¡Pero mi hijo está en la Universidad Central! —se desgañita Kovatski.

—Y Cassian.

Frinn aprieta la mano de Myllena, quien también está preocupada por el hijo de Lewin Weiloch, posiblemente, el único amigo que ambos comparten.

—Los pondremos a salvo junto a todos sus familiares. No se preocupen.

—El desfile debe realizarse. No podemos paralizar este día por una bomba —protesta la experta consejera Sige.

—La seguridad es lo más importante —determina el Experto Superior.

—Lo más importante es mandar un mensaje —insiste la mujer, su imagen no pierde esa constante exuberancia y perfección.

—Si morimos, no habrá mensaje que valga —interviene Myllena, cuya boca se ha desatado sola, y entiende que se ha equivocado en cuanto su madre le lanza una mirada tan frenética como late su corazón.

Se ha movido otra vez.

—Señorita Lievori-Rois, de momento, no es más que una aprendiza, así que le recomendaría que observara y acatara órdenes —la enfrenta Sarra Sige, esos ojos oscuros capaces de destriparla en un segundo—. Quizá todo esto tenga que ver con la nueva generación a la que usted pertenece.

—¿Me está culpando? —Myllena soporta un poco de vergüenza, pero su orgullo es intocable.

—Es imposible que nuestros detractores nos respeten, nos teman —nos teman—, con una futura Experta Superior que no se esfuerza por serlo, un experto industrial que todavía necesita de un adulto —señala a Corban Derne— para controlar su cargo y un hijo que no debería haber nacido.

Sarra Sige suena tan mordaz y directa que incluso Gery Kovatski se ha quedado mudo. Porque una cosa, aunque dolorosa, es que se recriminen entre los miembros del Gobierno cualquier actitud o decisión, y otra muy distinta es meterse con la familia del Experto Superior, por mucho que rompiera una norma. Nadie conoce a la mujer que lo concibió, pero Cassian Weiloch sí existe. Sí está.

—Será usted… —La palabrota ya resuena en la garganta de Myllena, sin embargo, el máximo dirigente levanta una mano para interrumpirla.

—Basta.

—Esto no habría sucedido con el antiguo Experto Superior Vyncis. La ley se cumple —prosigue la experta consejera, obviando la orden de su superior, en un tono tan destemplado como delator—. Y quien no la cumple termina al igual que Brisea Isla: en el fondo del mar.

La tierra de la traición

Подняться наверх