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Distrito Los Caminos. Vala, capital de Brisea

Mats Ehart se siente perdido, esa sensación siempre se acrecienta cuando se encuentra en un espacio cerrado. Las paredes de la habitación parecen estrecharse, le recuerdan que son una especie de celda: un castigo por su falta de control. Mats Ehart está perdido, aunque él no quiera reconocerlo. Por suerte, Aster permanece a su lado, una tumba de secretos, porque es la única que lo escucha escaparse por la ventana cada vez que se escabulle de sus padres, buscando un aliento que ni siquiera respira en los pequeños detalles.

La maqueta en miniatura de un caballo de metal lo mira desde el suelo. Está rodeado de un mar de piezas, tan diminutas, tan complejas en su composición, que hasta el relojero más hábil se habría puesto nervioso. Para Mats todo guarda sentido: una rueda dentada a la izquierda, el tornillo un poco más apretado de lo habitual y el hueco de la carga autónoma accesible pero invisible.

Le aburren los trabajos de clase, nunca pierde la oportunidad de evidenciarlo ante cualquiera. Sin embargo, Mats es consciente de que hay una razón de más por la que no soporta hacerlos: su destino marcado por las leyes de la Arga. No será un mal artífice cuando acabe la Escuela Argámica, de hecho, tercero tampoco le está sabiendo a mucho; pero que le hayan negado el saber si podría haberse dedicado a otro oficio…

Al hundirse la Isla, fuente principal y única de la argamea, la Arga decidió que los que tenían relación con ella y sus familias se encargarían de mantenerla. Serían los responsables de la posible ruina del país si no impedían que se extinguiera en un futuro. Los isleños se la habían llevado y a los que permanecieron en tierra les quedó una sola opción, un pago incuestionable por el supuesto delito de sus congéneres: trabajar y recuperar la argamea costara lo que costara. Incluso la libertad.

—Esto es increíble —dice Aster, asombrada, en cuanto entra en el dormitorio.

Mats se encorva más y frunce el ceño, aunque ese silencio forzado no logrará que su hermana se dé por vencida.

—¿Es una de las prácticas de Avances Mecánicos?

—Da muy mal rollo que conozcas tan bien mi horario.

—Esa asignatura la compartes con los de segundo, con Garnet, ¿recuerdas?

—Garnet… —Finge pensarlo. Sabe, sin duda, quién es.

—Garnet Ederle. Mecánica de segundo.

—¡Ah, sí! Un día le pedí dar una vuelta y casi me suelta un bofetón. —Mats suspira, teatral, mientras alza una pieza a contraluz—. Otro me habría dado la profesora Itimad. —Ella arquea una ceja—. La Escuela la trajo como profesora invitada, ya ni recuerdo de dónde venía… Un país muy lejos de Nimre. Esa mujer es más irónica que tu amiguita y tiene tanto carácter que todavía me sorprende haber sobrevivido para contarlo.

—Razones no les faltan, porque tú nunca sales «a dar una vuelta» con nadie.

—Bichejo, ¿por quién me tomas?

Aster no responde y Mats escucha el susurro de las ruedas de la silla, entiende por qué se ha acercado, pero se resiste a girarse. Ambos saben que él es bueno en lo suyo, en ser artífice, una ocupación que todos creen un trabajo demasiado delicado y técnico, en cambio, Mats lo ve absolutamente creativo, un espejo de quién es: sencillo equivocarse, complicado arreglarlo. ¿Se puede amar y odiar algo al mismo tiempo, con la misma intensidad?

Al final, el chico abandona la maqueta y se vuelve hacia Aster, que ahora está en un rincón de la habitación, un espacio caótico de figurillas artesanales, ropa tirada por el suelo, cama deshecha y libretas de páginas blancas o esbozadas repartidas por muebles y cajones medio abiertos. Su hermana observa el armazón del pecho de un caballo mecánico a tamaño real.

—¿Tu trabajo final de Avances Mecánicos es un nuevo modelo? —Aster no puede contener el orgullo—. ¿Un caballo de tiro?

—Por supuesto.

La conservación de la vida silvestre es uno de los pilares de la Arga, por lo que, desde hace mucho tiempo, está prohibido el uso de animales como fuerza de trabajo, siendo también muy regulado el consumo cárnico. De la misma manera, la escasez de argamea provocó que los autos y otros vehículos de motor argámico quedaran inutilizados, requerían mucha más cantidad de energía que esas nuevas máquinas con aspecto animal.

—¡Mats, eres un genio! Esto… ¡es increíble!

—No exageres… —El chico se rasca la nuca y, aunque está decidido a no echarle ni un vistazo al proyecto, no puede evitarlo.

—Es más ligero y aerodinámico. ¡La estructura ayudaría a que la carga autónoma no consumiera tan rápido la argamea! Así ahorraría y duraría más tiempo. ¡Es una pasada! Estás hecho para esto.

Está hecho para eso. A Mats se le escapa una risa incrédula entre dientes. Él no está hecho para nada, solo para hacer creer que tiene una voluntad de hierro y que lo que ocurre en el mundo le da rematadamente igual.

—Pero… ¿te puedo dar un consejo?

Mats enarca una ceja y se fija, Aster tiene una tirita sobre la nariz y algunos dedos vendados. Hace tres días que no asisten a la Escuela Argámica, desde que se decretó una semana de luto por el atentado en el cementerio de Los Llanos del norte. El chico todavía recuerda la explosión y la expresión en el rostro de Cassian Weiloch… Así que, si no ha trabajado en clase, no adivina qué ha podido causarle esas heridas. Tampoco pregunta.

—¿Mats?

—Sí, adelante.

—Cambia esta cinta. A altas revoluciones se desgasta rápido y puede entorpecer el movimiento del caballo.

—Cuando te gradúes, se van a pelear por tenerte. Que no te extrañe que acabes trabajando codo con codo junto a la experta ingeniera Mandric —dice él, a pesar de que ningún isleño tiene permitido ascender tanto, por eso añade con sorna—: A mí me encantaría estar cerca de Istas Aerer, nos pasaríamos todo el día dándole a la botella…

Sin embargo, Aster no reacciona, si bien un brillo en la mirada la delata ante Mats. Es una mezcla de compasión y tristeza, como si viera una grieta irreparable en algo muy preciado. Ella empuja las ruedas, las detiene justo en el límite entre el círculo de metal y él, extiende una mano y le coge los dedos con una caricia.

—¿Estás bien?

—Una semana sin clases que debo pasar castigado en casa. De lujo.

—Mats, no me refiero…

—Tu madre querrá trenzarte el pelo antes de que puedas salir.

—Mats —el tono de Aster se convierte en una advertencia—, no me hagas esto. No a mí.

—No vamos a discutir.

—No estás de suerte, que no te grite no significa que no me esté enfadando.

—Tú siempre me perdonas.

—En serio…

Pero el chico dibuja una sonrisa de soslayo que se le encrudece en el corazón, con una zancada esquiva el cerco y se deshace del contacto de su hermana para revolverle el pelo. Ella alza las manos otra vez, dispuesta a retenerlo, aunque no lo logra y él sale de la habitación.

Mats recorre el pasillo hasta la cocina, dejando que el sol ilumine sus pasos a medida que atraviesa la casa. Puede que el suyo sea uno de los pocos hogares con una sola planta en todo el distrito de Los Caminos, pero está seguro de que también es el más luminoso.

El primer «buenos días» lo recibe de las noticias de la emisora, del olor a café y del entrechocar de los platos que su padre está fregando. El segundo se lo da Kai, su madrastra, el pelo recogido, los ojos azules despiertos y una sonrisa natural entre un firmamento de pecas. El tercero es un único gesto: la mirada fruncida de Rhys Ehart.

—Has madrugado —comenta la mujer, bebe de una taza desportillada repleta de café humeante.

—Tengo que adelantar la maqueta de Avances Mecánicos.

—Claro, no estuviste en la Escuela para ello… —suspira su padre.

—¿Es necesario que me lo recuerdes?

—No es solo porque te saltases las clases por enésima vez. —Rhys hace una pausa mientras se seca las manos en el delantal—. Es por tu acto de bravuconería delante de mi alumnado para impresionar a Cassian Weiloch.

—Ligaré con quien quiera.

—Mats —lo advierte Kai, un tono semejante al de Aster.

—Hay más cosas en la vida, hijo. ¿En serio quieres centrarte en vivirla así, como si el resto del mundo no te importara? Pues, al menos, sé cauto. Con Weiloch no.

—Rhys. —Kai deja la taza sobre la mesa, ahora muy seria.

—¿Por qué te molesta?

—¡Es el hijo del Experto Superior! ¡No quiero que repitamos…!

—Rhys. —La mujer no alza la voz, aunque esta vez sí mira a su pareja con una nota de desaprobación—. Ya basta. Creo que deberíamos estar más preocupados por lo que ocurrió el día de la Conmemoración, sinceramente.

Ambos se sostienen la mirada. Mats no quiere parecerse a su padre, con esas gafas cuadradas que siempre le resbalan torpes por la nariz, la mirada teñida de un miedo constante e incomprensible y ese humor tan agrio. No lo admira, no lo entiende, no lo quie…

—Cielo, ve a tu habitación, yo te llevo el almuerzo —intercede Kai, más relajada.

—Gracias… —susurra el chico, aprieta los puños al marcharse de la cocina.

—Lo siento. —La disculpa de Rhys llega tarde, quizá ni siquiera le pertenezca a su hijo, quien, pegado a la pared del pasillo, escucha antes de alejarse del todo—: Aquello que decidimos… Quiero protegeros…

No entra enseguida en su habitación, Mats se detiene frente a la de Aster, quien está de espaldas a la entrada, una maleta a sus pies y una mochila colgando de la silla de ruedas. Debería pedirle perdón, porque su hermana ha intentado ayudarlo, pero el orgullo gana la batalla y se aleja más y más.

Está hecho para eso.

Con la puerta cerrada, el chico toma otra mala decisión, no la medita mientras se dirige a la ventana, no se arrepiente al abrirla. Entonces salta al otro lado y aterriza en el callejón sin mucho esfuerzo. Antes de cerrar la ventana desde fuera, coge un librito de tapas verdes y desgastadas que reposa sobre el escritorio.

La brisa abre una página al azar de La rebelión silenciosa, de Kremir. Un seudónimo y una figura sin rostro que escribió el único libro que Mats lee una y otra vez desde que lo descubrió en la diminuta biblioteca de sus padres.

Y, si fuera océano, no me gustarían las tormentas. Tampoco estar inundado de seres. Ser ellos, de alguna manera. Compartir mis secretos; una desnudez incómoda, casi peligrosa, totalmente devastadora. No somos espejos, y menos reflejos. No te gusta que naden en tus aguas, porque eres único. Sin embargo, no el único.

Mats recorre las calles de Los Caminos sin apartar la vista de las líneas de Kremir. Hay alguien en Brisea capaz de recordarle que está vivo, que vale la pena estarlo. Entiende al milímetro esa sensación de pérdida, de no ser suficiente, porque no puede elegir. Y, como no puede elegir, decide quemar todo lo demás.

Deja de leer para ayudar a la señora Poi a entrar unas cajas en su casa. Mats no acierta nunca con su edad, aunque sabe que es mayor, que, aun así, todavía la obligan a trabajar en la fábrica manufacturando piezas —tal vez sea necesario morir para librarse—, pues es de origen isleño. Él no conoce el sentimiento de estar lejos de su hogar, pero sí advierte un destello de su futuro en el cansancio de la anciana, en lo triste que debe ser vivir en esa fingida libertad.

La caja está a punto de resbalársele de los dedos cuando se da cuenta de que Kremir no tiene razón: sí son espejos y reflejos, forzados a compararse, a verse idénticos en sus iguales. Peones de una cadena de montaje con el estigma impuesto de provocar el retroceso de todo un país.

Los Caminos es un distrito sencillo, de calles amplias, rampas y apenas conexiones entre niveles superiores que necesiten de puentes o escaleras. Las manzanas siguen una estructura ordenada y, aunque es casi imposible perderse, es cierto que el barrio parece similar en cada esquina.

La calma le pide ir a Las Fuentes, en cambio, Mats termina atravesando el límite suroeste de El Horno. El bullicio que no poblaba su distrito, callado y respetuoso por los días de luto, campa desenfrenado en este. La calle por la que accede se estrecha y los primeros bares lo reciben con el jolgorio habitual. Es temprano, no para El Horno.

Algunos celebran que ya han entrado en el año 176, otros ahogan penas y desatan las risas, muchos trabajan en lo que pueden, legal o no. Las redadas de jueces son más habituales cada vez.

Cansado de dar vueltas sin sentido, Mats se detiene en la terraza de un bar, pide un café solo y abre de nuevo el libro. Lo único que desea es despejar la mente o llenarla de algo que sustituya el gesto decepcionado de su padre, la discusión con Aster, todo lo que no es y debería ser.

El tiempo transcurre perezoso, el hielo se derrite en el café tan veloz como un pestañeo. Mats se seca el sudor de la frente y el arrepentimiento, en vez de menguar, crece, se asienta en el estómago y expande sus raíces hacia el cuello. Se lleva una mano al pecho y se lo masajea, casi inconsciente. El ritmo de su respiración ni siquiera avisa cuando colapsa y luego se altera, tose y trata de secarse las lágrimas decididas a brotar. La situación empeora al levantarse de golpe y avanzar a trompicones para alejarse de la gente. Tropieza.

Por suerte, unos brazos lo recogen. Mats encandila con las palabras y, por mucho que parezca contradictorio, teme el contacto casual. Porque, si es voluntario, Mats se siente más valiente que nadie, pero, si es inesperado, se asusta. Y, pese a ello, se deja sostener unos segundos, un consuelo, antes de reincorporarse. Erguido, vulnerable, agotado, ambos se quedan helados.

Cassian Weiloch.

Arde donde se tocan.

Madre mía.

—Lo siento.

—¿Estás bien?

Mats titubea.

Cassian no oculta su sorpresa.

La presencia del hijo del Experto Superior en ese distrito da que hablar, sin embargo, Mats no se asombra por ello, sino porque siempre se han encontrado allí. Justo en esas calles tensas a pesar de la actividad que las inunda, se cruzaron por primera vez: uno salvó a otro de una paliza y luego se tomaron una cerveza que se calentó como el silencio entre ellos. Hubo más ocasiones, fortuitas, extrañas, aunque Ehart conociera el apellido de Weiloch y Weiloch no supiera el de Ehart y tampoco preguntara más de lo debido.

—Estoy bien.

Y Mats huye, no quiere comprobar si Cassian se queda mirando su espalda, o si tarda en bajar las manos que lo han sujetado con tanta firmeza. Huye, el dorso de la mano sobre la cicatriz de sus labios, porque le acobarda la casualidad traviesa que los une. Está acostumbrado a sonreír, a decir las palabras correctas, a conseguir lo que quiere.

Jamás con Weiloch, no hoy que es el día de las sorpresas.

Es una leyenda que, quien deambula por El Horno, siempre encuentra algo. O a alguien.

Y Mats no cree en ella, pero la gente en ese distrito no juega, por eso ni siquiera duda si sus ojos lo están engañando: Aster y Shay están hablando con un hombre. Muy quieto, observa la transacción. Shay le entrega un fajo de rurias y el otro le tiende dos entradas rojas a su hermana. No logra descubrir para qué son, si bien todo lo que se adquiere en El Horno guarda relación con su propio y particular caos.

Con aquello que se intercambia entre susurros y manos sucias.

La tierra de la traición

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