Читать книгу La tierra de la traición - Arantxa Comes - Страница 7

1

Оглавление

Honingal. Sureste de Brisea

A la familia Ederle siempre se la ha conocido por su curiosidad, excepto a Lior Ederle, quien, por primera vez en años, decide desenterrar ese impetuoso interés con el que halla la muerte.

Es un secreto sin fisuras que los miembros de esa familia han estado —o están— implicados en asuntos corruptos, tan turbios que, si fuera legal, los jueces habrían puesto un precio a sus cabezas. Por suerte para Lior, lo apartaron y él aceptó alejarse de la telaraña que podría enredarlo en un castigo con sabor a cenizas. A final.

Sobre su barca, cerca del puerto de Honingal, el chico permite que el sol le acaricie la piel morena y le seque los rizos que ni siquiera deshumedece en invierno, porque le gusta sentir cómo el agua recorre la piel de su cuello y le bordea la barbilla, lágrimas que nunca les brinda a aquellos que creyeron protegerlo si vivía en soledad.

La caña de pescar se tensa y se dobla, pero la mirada de Lior se ha perdido en el horizonte, clavada en el borrón gris que es la gigantesca y vieja estatua dedicada a Ithwel de la Valentía. Una de las cinco Nuestras Divinidades de la religión arastú a quienes ya nadie reza. Tal vez solo las familias que, tras siglos de devoción, todavía guardan la fe en unos seres que la Era Argámica desacreditó a golpe de ciencia.

Lior no piensa que ambas estén reñidas, si bien él dejó de creer en todo hace mucho tiempo. Incluso en sí mismo. Y debería haberse acogido a ese pensamiento con fuerza cuando, de pronto, el mar hace regresar sus ojos de miel a la marea, a ese incesante movimiento de espuma y sal que descubre una sombra.

—Estás viendo fantasmas, Lior. —Pese a que la caña insiste con otro tirón, es incapaz de apartar la mirada de eso que ha aparecido en la superficie del mar—. Da media vuelta… —masculla, la voz tan áspera que debe carraspear porque, de pronto, le duele la garganta.

Sin embargo, la irritación no la causan las palabras, sino esa sensación demasiado conocida: el peligro. Uno que no debería existir en Honingal, una ciudad pesquera que estrecha su tierra para convertirse en el cabo sureste del país de Brisea.

Eso se balancea al son de las olas y Lior siente tanta urgencia que corta el hilo de la caña con unas tijeras y la recoge. No debe acercarse a ese bulto. No debe hacer nada en unas aguas que muchos consideran malditas. Él pesca en ellas cada día, casi con una sonrisa de suficiencia por el temor de los ignorantes y crédulos, aunque hoy parecen aceptar su aterradora e impuesta fama.

No es un ser marino y al chico se le atraganta una suposición. Una que no desea averiguar si es veraz, por eso coge los remos y empuja en dirección contraria. A pesar de que el cielo está despejado, el agua se embravece y golpea las rocas de la costa acantilada como si avisara de que toda resistencia es inútil.

Lior intenta remar con más ímpetu, aun así, el mar se rebela de nuevo y lo impulsa hacia lo que ha emergido. Le gustaría ayudar, siempre lo hace, el vecindario lo considera una buena persona: colabora en la pesca, se ofrece en las labores del hogar y de construcción, jamás rechaza una cerveza… Pero Lior no es un héroe. Lior no es como su hermana, que enseguida se habría lanzado a las aguas mientras traza un plan que la conduciría, por enésima vez, al centro de unos problemas de los que luego le costaría caro escapar.

—¿Y si está vivo?

Si está vivo, la reticencia no podría excusarse con la venenosa curiosidad que casi parece un legado familiar, uno que vibra en las venas y trata de engañar a los pensamientos más sensatos. Y, si está muerto, entonces el mar engullirá una realidad que devastó al país hace ya treinta años. Al anochecer, de hecho, se conmemorará aquel incidente del año 146 de la Era Argámica, fatídico para unos y justo en silencio para otros.

—Es desgraciadamente irónico.

Irónico pero cierto. Y Lior acaba remando hacia al bulto. A medida que se acerca, la presión le tensa los músculos, el arrepentimiento crece. La intuición le suplica que dé media vuelta; la curiosidad, con la voz de su hermana, le grita que avance.

El pelo se le ha secado demasiado rápido, le pica la piel y el sudor viaja por su espalda, una advertencia amenazadora. Él no es así. Él es el vecino del que nadie se queja, porque, en realidad, nadie lo conoce. Ni siquiera su dichoso, condenado y verdadero apellido.

Lior Zadiz, el pescador. Lior Zadiz, el de la sonrisa tímida. Lior Zadiz, el que nunca se mete en problemas. Lior Zadiz, el que ha encontrado un cadáver flotando ahí donde, en el pasado, se alzaba una tierra por la que corrió la sangre.

—Por la argamea, Lior, no lo hagas.

Sin embargo, las manos reaccionan solas y se adentran en el agua salada. El escozor se intensifica, aunque él estira de la ropa; después, de un brazo. El miedo escarba en su cabeza y las lágrimas le irritan los ojos, gruñe cuando se echa hacia atrás y sube el bulto frío y blando a la pequeña barca que ha dejado de ser un lugar seguro.

—¡Oh, no! —Retrocede, observa la espalda del cuerpo que ha salvado de la inmensidad azul, una nueva maldición que no merece—. Oh, no…

El temor gobierna su pulso, se pasa las manos por los rizos y se tapa los ojos para que la oscuridad le refresque las ideas. Pero esa lucha interna ha terminado en cuanto ha tomado tal decisión.

Lior se arrima poco a poco. Con los pies, mueve el cuerpo para colocarlo bocarriba. En su fuero interno, confiaba en que se tratara de un maniquí o una broma; no lo es. Por eso, cuando descubre lo que hay más allá del primer vistazo, grita. El rugido de la marea sepulta tanto terror, no calma los improperios atropellados y el chico se muerde la lengua en más de una ocasión.

Lo que ha encontrado está muerto y debería aceptar que las olas se lo tragaran otra vez, si bien, en parte, es mentira, porque también está vivo. Es el aliento de los recuerdos de Brisea, un mensaje que ya nadie espera recibir.

El cadáver viste un traje ceñido de buzo y una escafandra que deja al descubierto parte de un rostro hinchado por el agua. Lior reconoce el estilo de la indumentaria, propio de los buceadores que antes investigaban esa zona y cuyo equipamiento ahora expone el museo de antigüedades de Honingal. También el sutil y permanente tono irisado en la piel, el bordado en la manga: un cuervo negro y una flecha que atraviesa el pecho emplumado. El símbolo de la antigua resistencia isleña.

Antigua, pues esa isla móvil ya no existe, se hundió definitivamente durante la medianoche del año 146. Así, se llevó consigo la energía más preciada del país, grabó una huella de dolor en quienes se quedaron en tierra, despertó la rabia de la Arga.

Aquellos isleños jamás regresarían a la superficie y, sin embargo, ahora Lior Ederle, por culpa de su curiosidad, tiene la prueba de que no se marcharon del todo, de que siempre estuvieron donde la Isla quiso: en el fondo del mar, invisibles, resistentes y reacios a volver a formar parte de Brisea.

Y ese cadáver podría ser la pieza de una futura revolución.

La tierra de la traición

Подняться наверх