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Distrito Los Caminos. Vala, capital de Brisea

Islas móviles hay muchas, repartidas por todo el mundo son pedazos de tierra que emergen y se sumergen cada cierto periodo de tiempo. En Brisea, país del pequeño continente de Nimre, no era diferente. Siete eran los años que la Isla permanecía en el exterior, encajada en el terreno como una pieza de puzle, y otros siete los que desaparecía con sus habitantes bajo el agua, como una dentellada del mar; un golfo con forma de luna menguante. Siempre puntual, en la medianoche de un año nuevo. Antes se celebraba el cambio de tiempo, pero ya no: ahora se conmemora la pérdida de esa isla móvil que, justo hoy, en la hora señalada, cumplirá treinta años de su completa desaparición.

—Bueno, niños, ¿qué energía permitía a Brisea Isla emerger y sumergirse?

—¡La argamea, profesora Remond!

Aster Regnar pone los ojos en blanco, aunque sigue escribiendo fórmulas matemáticas en la esquina del grueso libro de Ingeniería Ambiental de segundo. No solo tiene que soportar un día más de clase, el último del año 175, sino también la visita de un grupo de PRE —preludio— de un colegio de Los Llanos del sur. Niños de entre seis y diez años canturrean las respuestas a las preguntas de Ilbia Remond.

—¿Cuál es nuestro bien más preciado, entonces?

—¡La argamea, profesora Remond!

Aburrida, Aster observa cómo la tinta de su pluma se vuelve un borrón sobre la fórmula recién apuntada. Nunca fallan ese tipo de excursiones durante el último día del año, como un ritual, los niños que se dedicarán en un futuro a trabajar la argamea visitan la Escuela Argámica para hacerse a la idea de que no podrán elegir un oficio. Los isleños y sus descendientes solo tienen permitido dedicarse a unos pocos y en condiciones injustas.

—¿Alguien sabría decirme algo más sobre la argamea? —Remond se pasea por el aula.

—La utilizamos como energía renovable y es ingotable —responde una niña, cuyo orgullo infantil casi provoca que Aster se ría, sobre todo, porque se equivoca.

—Inagotable, así es —le concede la profesora, una sonrisa amable.

—Es duradera y tiene mucha potencia —continúa otro más pequeño, sin disimular unos aires de sabiondo.

—¡La tiene! Por eso sustituyó a otras energías como la eólica, la solar…

—La argamea solo existía en Brisea Isla —retoma la niña, satisfecha por retener tantos conocimientos.

—Y a día de hoy sí se está agotando —matiza Aster que, inmediatamente, repara en que lo ha dicho demasiado alto.

—Señorita Regnar. —La voz de la profesora Remond es una advertencia a espaldas de la chica, quien no se atreve a girarse.

Sin embargo, en Aster sigue bullendo la necesidad de añadir que por la argamea estalló una guerra civil, la Guerra de las Ruinas, entre las dos partes que antes formaban el país: Brisea Interior y Brisea Isla. Que Interior intentó monopolizar esa materia tan útil y limpia durante décadas y que, por ello, la Isla decidió esfumarse, si bien los libros de texto se empeñan en modificar la historia para victimizar a quienes se enfrentaron a tales desertores.

Corrupción.

Egoísmo.

Traición.

Son muchas las palabras que aún se usan para describir a los isleños del pasado, a los que ahora permanecen en tierra y a sus descendientes —como Aster—. Se dice que Brisea Isla le arrebató los derechos a Interior, una mentira más. Una que se sustenta demasiado bien, aunque tan podrida como otras con las que se escuda el gobierno de la Arga.

—¿Señorita Regnar?

De pronto, la profesora Remond es más que una sombra al fondo del aula, es una figura espigada, de mirada inquisitiva y un brillo peligroso en ella, que resiste frente a Aster a la espera de un gesto que la justifique. Sobre la pizarra, la bandera dorada de siete estrellas azules, una por cada experto, y el cuervo negro, representando al Experto Superior, reprende a la alumna por su comportamiento poco fervoroso.

Aun así, lo primero que hace Aster es cerrar el libro, asustada por si su tutora descubre las fórmulas matemáticas que ha ingeniado y ha escrito en un código propio, indescifrable. Y nadie puede descubrir lo que oculta, porque entonces… Entonces su padrastro no sabría cómo reaccionar, su madre la mataría y Garnet Ederle no iría a visitar su tumba. Puede que ni la tuviera, la Arga va a derribar el cementerio de Los Llanos para ampliar la Zona Industrial del norte.

—¡Regnar!

—Solo he dicho la verdad.

La clase contiene la respiración con un ruidito general, se escucha un sollozo proveniente de la primera fila, ocupada por el alumnado de PRE. La chica mete el libro en la mochila, porque ya siente palpitar la vena iracunda en el cuello de la profesora, casi se adelanta al grito que profiere Remond cuando pone las manos sobre los hierros de su silla de ruedas.

—¡Aguarde en el patio, señorita Regnar! Si esperaba saltarse la lección, la visita de los colegios y la asistencia obligatoria al desfile oficial de la Conmemoración por el Hundimiento, ¡se ha equivocado! La directora se hará cargo de usted y luego, sus padres. ¡Qué decepción!

El sollozo se intensifica y a Aster le gustaría acompañar tanto dramatismo con una sonrisa divertida; pero prefiere no incendiar más el carácter de Ilbia Remond. Ella es una alumna modelo, si bien no lo ha demostrado en esa primera hora de clase. Aunque es una imposición, ha aprendido a amar lo que estudia y a ver su futuro de ingeniera argámica como algo anhelado. Sin embargo, cuando Aster abandona la estancia entre murmullos y el siseo de las ruedas que empuja, no puede evitar sentirse lejos de la verdadera voluntad de Brisea, demasiado desgastada por los deseos viciados de la Arga.

Se pregunta qué habría pasado con su educación si su madre se hubiera quedado en Farnige, a donde se marchó siendo muy joven y donde Aster nació. Se cuenta mucho del país vecino de Brisea: los recursos energéticos se centran en el combustible fósil y su presidente roba más que ayuda, pero la enseñanza es pública y la procuran sin que apenas haya diferencias sociales. Nada comparable a Brisea, donde el destino para cualquier persona con sangre isleña es trabajar manufacturando en las fábricas de la Zona Industrial, o acabar en ellas después de especializarse en Ingeniería, Mecánica o Artífice. Siempre al servicio de la argamea, un pago porque sus congéneres se la llevaron definitivamente.

Aunque Aster admite que le apasiona, segundo de Ingeniería se le está haciendo eterno, así que, entusiasmada, desciende los dos pisos por las rampas situadas junto a las escaleras principales. Los mechones castaños se le arremolinan frente al rostro y se arrepiente por no haberse despertado puntual esa mañana. Le gusta recogerse el pelo de cualquier manera, muy parecido a la forma en que su madre se lo trenzaba de joven. Kai Regnar es su ejemplo y, a veces, a Aster le gusta contemplarla en las viejas fotografías, posibles futuros reflejos de sí misma.

La chica esquiva la entrada que conduce al patio en el que Remond la ha castigado a esperar. Por supuesto, ya que se ha metido en un lío, piensa enredarse en él hasta las últimas consecuencias. La puerta principal del edificio está abierta y la cruza con esa sonrisa que antes no se ha permitido ensanchar. Más lo hace en cuanto reconoce al chico que camina con pasos decididos hacia la calle perpendicular que conecta con la Plaza del Experto. Al parecer, a él también se le hace eterno el tercer curso de Artífice.

—¡Mats!

El hermanastro de Aster se gira, lleva la parte superior del uniforme de la Escuela atado a la cintura. Con el final de la primavera, vestir un mono negro de mangas, perneras y cuello largo empieza a resultar insoportable. De hecho, Aster se despasa la cremallera hasta la cadera antes de que él la alcance.

—¿¡No me fastidies que te han castigado!?

—¿Y por qué te fastidiaría eso, si puede saberse?

—Porque me acabo de escaquear de la clase de Aulyn…

—Mats —lo advierte—, papá se va a enfadar al final.

—Rhys aún tiene que tolerar mucho por nuestra parte.

A ambos les gusta llamarse «hermanos» en vez de «hermanastros», pero a ella le molesta que Mats se dirija a su propio padre por el nombre.

—No seas injusto.

—Bichejo —él se agacha y pone una mano sobre la cabeza de la chica—, sé que quieres acompañarme.

Que a Aster Regnar le basta con un reto para lanzarse al vacío y que Mats Ehart es la persona más sinvergüenza de toda Brisea es una certeza. Por eso, no es una sorpresa cuando comparten una carcajada y avanzan calle arriba, en dirección al centro de Vala. Se burlan de la poca suerte de Remond, de Aulyn, de la directora y de la Escuela Argámica entera por tener que soportarlos.

Ríen y se recrean en la última mañana del año 175, aunque los habitantes privilegiados de El Foco, calles amplias y una pulcritud inquietante, los observan con los labios arrugados y una nota de rechazo. Un odio irracional que no afecta ni a Mats ni a Aster, quienes se fijan en los bajos de los raíles del antiguo tranvía que, justo por esa zona, antes recorría el tramo desde las alturas. El entusiasmo se desvanece un poco a medida que llegan al centro de la capital y los bordillos y elevaciones entorpecen el camino, apagan a la chica y cabrean a su hermano:

—Me cago en la Arga. Destinan presupuestos a estupideces en los distritos más ricos y a los demás que nos…

—Seguiremos luchando. —Aster le dedica una sonrisa cansada y la rabia prende todavía más en Mats, capaz de plantarse en la Casa Ilustre y decirle al Gobierno cuatro cosas bien dichas—. Venga, tonto…

—Eres demasiado benévola. ¡Es que esto está muy alto, joder!

Maniobran para subir un bordillo más parecido a una muralla, a punto de entrar en la Avenida de los Ilustres, la espina dorsal que atraviesa por la mitad gran parte de Vala desde la Casa Ilustre, la sede oficial de la Arga. A sus puertas, nace ese amplio paseo flanqueado por jardines de colores vibrantes y las esculturas conmemorativas de quienes formaron parte del poder del país. En su corazón, la Plaza del Experto, donde se eleva hacia el cielo la poderosa imagen de piedra del Experto Superior.

—¿Os ayudo?

Mats sonríe y Aster siente que las mejillas se le incendian al reconocer esa voz, espera que su hermano no la descubra, aunque le parece una tarea imposible ocultar todo lo que siente cuando Shay enreda los dedos en su pelo deshecho.

—¡Shay! ¡Alabadas sean Nuestras Divinidades en las que nadie cree! —exclama Mats, una teatralidad que no aciertan de quién la ha heredado.

—Venga, Mats, que nos conocemos y sé para qué me quieres.

—Uy, uy, uy… —El chico finge vergüenza y Aster pone los ojos en blanco, porque su hermano continúa con uno de esos discursos melodramáticos sin percatarse de que ya no lo atienden.

—Oye, bichejo, ¿y este pelo? —Shay se inclina, su melena oscura acaricia la mejilla de la chica, que siente un cosquilleo irrefrenable—. ¿No te ha dado tiempo hoy? ¿Has dormido mal?

Aster se permite perderse dos segundos, contados y casi paladeados, en el rostro bronceado de Shay, en esos ojos delineados, los párpados un poco emborronados de negro. Como siempre, Aster se contiene, respira hondo e ignora que no le importa que Mats la llame «bichejo», pero sí que lo haga Shay. Hay demasiada fraternidad cuando ella desea otra cosa.

—¡Ten amistades para esto! —Mats no deja de gesticular.

—¿Me lo dices tú, que solo me necesitas para ligar? —Shay se yergue, evidencia el tono socarrón, y Aster echa de menos su cercanía al instante, aunque frunce el ceño—. Tu hermano va a intentarlo por fin —le explica.

—¿Con Weiloch, en-en serio? Papá te va a matar.

—Una razón más en su larga lista de castigos, hermanita. ¿Y qué prefieres?, ¿ver cómo le arrebato el aliento al chico más guapo de Brisea o ir al desfile de la Conmemoración?

—Por favor, no le hagas sentir como una conquista. Te quiero, Mats, pero a veces eres un idiota.

—¡Oye!

—Estoy con Aster —concluye Shay, una sonrisa aún burlona.

Y reemprenden la marcha hacia la Avenida de los Ilustres, teñida con los colores del país. Incluso el interior de las alas de algunas palomas que sobrevuelan el lugar muestran el mismo distintivo. Las banderolas, las banderas, la ropa de la gente… Nada está fuera de lugar en un día en que la perfección reviste la tragedia.

Las estatuas de los antiguos expertos los miran desde los pedestales, aguantan el calor del sol primaveral, tal vez juzgando. Porque Aster siempre se siente así al entrar en la zona de El Foco: enjuiciada por su vestuario, por su familia, por todo. Mats nunca parece dolido, atraviesa la vida como si fuera un juego en el que está gustoso de participar.

En cambio, Shay, que desciende de naturales de Interior, cuenta con cada privilegio. Su uniforme en sí mismo, el de la Universidad Central de Vala, es una brecha. La chaqueta-capa granate, en cuyo lado derecho destaca el escudo del país, la camisa blanca, la corbata desanudada graciosamente y los pantalones ceñidos se observan con orgullo frente al mono negro y desgastado de la Escuela Argámica. Aunque Shay no lo viste como un símbolo envidiable, no valen nada si traicionan a una parte del mundo.

Y, a pesar de que Brisea ahora solo es Brisea, las dos tierras que la conformaban, tan diferentes, tan enfrentadas, persisten más visibles que nunca.

—Bueno, me adelanto —anuncia Mats en cuanto avistan la Universidad Central, una enorme semicircunferencia que abraza un laberinto vegetal donde suelen descansar los universitarios.

—¿Te marchas? —se sorprende Aster.

Y Mats compone una sonrisa ávida de travesuras a la que ella se niega a responder, pues presagia qué clase de insinuaciones le esperarían después.

—Está bien, vete.

—¡Deseadme suerte!

Pero no llegan a contestar, porque Mats echa a correr y se convierte en una figura desdibujada en los jardines, la emoción martilleándole el pecho. El chico solo espera que le salga bien la jugada, si bien no puede evitar revolverse el pelo decolorado a un rubio demasiado pálido para alejar las dudas.

La Universidad Central lo recibe con toda su envergadura de piedra, ventanas que alternan cristales transparentes y tintados de color, y preciosas galerías externas. El laberinto se convierte en un suspiro tras él cuando accede a uno de los vestíbulos, antesala de unas escaleras suntuosas que conducen a cientos de habitaciones.

Solo un aula le interesa, conoce de memoria qué pasillos debe recorrer y cómo luce la puerta, prácticamente idéntica a las demás.

De camino, el chico roba la chaqueta de un uniforme, piensa que la toma prestada, pero hasta su parte razonable, diminuta en comparación a la impulsiva, es consciente de que luego la abandonará sin preocuparse por el dueño. Mats se la coloca sobre los hombros para dejar ver sus encantos, a pesar del propio uniforme y de que él mismo considera que no destaca mucho por el físico.

La cicatriz en la comisura izquierda de sus labios deforma un poco la sonrisa que amplía antes de entrar en el aula cuatro del tercer piso. En la pared, al lado de la puerta, una plaquita reza el nombre de la asignatura —Historia Universal—, del curso —tercero— y del profesor al cargo —no lo lee—. Mats hace caso omiso a todas las advertencias, tiene un objetivo más importante, alguien que está sentado en la quinta fila con cara de pocos amigos.

Los cuchicheos despiertan a su paso, la confusión, pues nadie lo reconoce y descubren el mono oscuro más allá de la chaqueta de la Universidad. Pero, una vez más, a Mats le importa poco lo que opinen de él. Es arrollador, una tempestad imparable que lo arrasa todo, y así se sienta junto al chico que todavía no le ha dedicado ni una sola mirada.

—Cassian Weiloch.

—No.

Mats frunce el ceño, aunque su sonrisa no pierde viveza, y analiza el terreno: los libros abiertos, dos plumas sin capuchón, la tinta que mancha esos dedos, el azul salpica esa mirada… Unos ojos de hielo que Mats siente ardiendo.

—Yo…

De repente, el alumnado se recoloca en los asientos, acallan los rumores. Cassian no se inmuta y Mats sigue prendado de él, ajeno al ambiente tenso y al hombre que acaba de aparecer por la puerta, el pelo castaño revuelto y el enfado cincelando las arrugas que surcan su frente.

—Señorito Ehart, ¿sería tan amable de abandonar mi clase? —dice el profesor, más una amenaza que una petición.

Entonces sí, Cassian se gira hacia el chico como si hasta ese momento no hubiera permanecido a su lado. Mats descompone un gesto amable para llamar a la picardía, totalmente motivado por la atención de Cassian, y reclina la cabeza hacia el estrado, hacia el hombre que todavía sostiene el material de su asignatura con fuerza, un ancla de paciencia.

—Profesor Ehart.

—Mats.

—Es su hijo… —se escucha en un murmullo.

Sin embargo, esa voz apenas audible enmudece del todo por la sorpresa y el retumbar de una explosión. A Mats le hubiera gustado bromear sobre el impacto de su presencia, pero se asusta de la misma manera que el resto al advertir, más allá del ventanal, del horizonte de cúspides y puentes, una bocanada de humo tan negra como la noche y tan roja como el fuego.

La tierra de la traición

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