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Distrito El Foco. Vala, capital de Brisea

Tocar el piano no es un bálsamo, más bien un arma invisible con la que Cassian Weiloch dispara. Cada tecla, una detonación. No tiene por qué ser contra alguien, de hecho, suele hacerlo contra él mismo. Contra el pasado, las emociones y todo lo relacionado con el brillo dorado que lo envuelve. Contra los cuervos de picos afilados que le recuerdan que no es digno de su propia vida, un derecho que debe ganarse.

Por eso Cassian Weiloch piensa que no sirve para nada.

Ni siquiera para ser la marioneta o el paripé de la Arga.

En dos días se reanudarán las clases, pero él se siente incapaz de volver a la Universidad Central. Está harto de verse rodeado de gente que lo rechaza o no se inmiscuye porque, al fin y al cabo, su padre sigue siendo el Experto Superior. Porque es el producto de una norma rota, que no debería estar vivo, que no hay opción, solo ese privilegio marchito adornado de mentiras. Porque es fruto de la desobediencia hacia la Arga: el único que no puede tener descendencia es el Experto Superior. Los siete restantes sí, pues sus cargos son hereditarios, de modo que también están obligados a procrear.

El piano soporta la rabia del chico, los toques que son golpes. Una gota de sudor se desprende de su barbilla, impacta contra una tecla y uno de los dedos resbala, rompe la sonata, hace añicos la única forma de sentirse completo, aunque sea en medio del fuego cruzado en que siempre se convierte su música.

Cassian se detiene del todo cuando llaman a la puerta de la sala. Claudicante y seco, baja la tapa del piano, entreabre los labios, pero el corazón habla antes y deja que insistan para darse tiempo. Porque, al menos, tiempo tiene.

—Adelante.

Un movimiento decidido, también suave. Podría ser Myllena Lievori-Rois, siempre un azote, al final, inmóvil. Es Lewin Weiloch. Su hijo se incorpora, un salto mortal como el que da su corazón.

—Papá.

—Buenos días. —No miran alrededor, más allá de las ventanas, no se esconden, nunca lo hacen, se abrazan—. He pasado por casa y, al no encontrarte, he supuesto que estarías aquí. He comprado algunas cosas, la nevera estaba muy vacía. Pan, café…

—Ya sabes que no me gusta el café.

—A mí sí.

Lewin Weiloch no vive en esa casa, aunque habla como si así fuera. El chico no tiene permitido residir en la Casa Ilustre, la obligación de cualquier miembro de la Arga y sus familiares. Pero el hombre siempre se refiere a esas cuatro paredes que Cassian no decora, tan frías y solitarias, como «su casa». Al fin y al cabo, allí vive su hijo, él es el hogar.

—Cuando creo que es imposible mejorar más al piano, entonces me sorprendes —comenta Lewin, que se arrima al instrumento, ni siquiera lo roza—. Siento haberte interrumpido, ¿por qué no tocas otra pieza?

Las mejillas de Cassian se arrebolan un poco, vida en ellas, vida que la música le ofrece y le arrebata, depende de cómo toque, para quién. No duda en sentarse en la banqueta, en mirar a su padre con una pequeña sonrisa y expresarse una vez más. Ahora no hay guerras en sus dedos, tal vez un duelo que no se hunde en el corazón, sino que intercambia emociones intensas, colores en el aire, luciérnagas que alzan el vuelo y no se pueden atrapar sin red.

—Es impresionante. —Con el final, Lewin posa las manos sobre el instrumento. En sus ojos azules, una nota larga que se vuelve inarmónica. Parpadea y, tras las pestañas, camufla los sentimientos—. Eres… eres impresionante, hijo.

—¿Estás bien, papá?

—Por supuesto. —El hombre se yergue, siempre vestido de negro a veces recuerda al cuervo que representa, a veces parece la sombra que anhela desaparecer—. Algún día conseguiré que te escuche toda Brisea, solo espera. —Una sonrisa de las buenas, de las sinceras.

—Papá —ríe Cassian, no es el gran sonido de su música, aunque es—, hay cosas más importantes, ¿no crees?

Es un chiste, aun así, la sonrisa cae. Una disculpa a medias, Lewin se aparta dos pasos del piano, como si ardiera, como si la pintura, el cristal y la madera de la estancia se desmoronaran sobre él. Ese piano no solo hace música, ese lugar cobija más que muebles y recuerdos tenues.

—Debo irme, seguro que la experta consejera Sige me está buscando.

—No, papá, puedes…

—Está bien, e irá a mejor.

Padre e hijo se vuelven a estrechar, ojalá entre sus brazos murieran todos los males. Cassian observa cómo el hombre se marcha, ese último vistazo cálido que el chico atesora para enfrentarse a los peores momentos. Lewin Weiloch no es una mala persona, pero es el Experto Superior.

De nuevo, Cassian se pierde en ese instrumento infinito, le dedica cada tecla a su pequeña familia, un mundo donde no duele vivir, donde no preguntan el apellido para entrar en él. Alguien llama otra vez, no a la puerta de la música, sino a la de la sala.

—Adelante —repite.

Esta vez la puerta se abre despacio, tímida. Cassian suspira, lo reconoce antes de que se asome, solo hay una persona que se mueve por la Casa Ilustre con la cautela de un cautivo. Por el resquicio, entonces, interrumpiendo la trayectoria de los inmaculados rayos matutinos, aparece una cabeza de pelo castaño revuelto y ojos muy verdes.

—¿Cassian? —pregunta Frinn Derne, como si no supiera que está ahí dentro. En su rostro, esa expresión fingida, también chivata, que confiesa que los lamentos del piano han alcanzado incluso el piso inferior—. Perdona que te moleste, pero he encontrado a Purr merodeando por las cocinas y ya sabes la gracia que le hace al chef Rajú.

—Ninguna, sí. —Cassian sonríe levemente, con Frinn se permite bajar la guardia.

El chico entra y cierra la puerta mientras intenta que Purr, el gato negro de Cassian, no se le resbale de entre los brazos. Su pelaje es tan oscuro como el cabello de su dueño, y los ojos, azules, aunque de un tono más claro. Frinn siempre bromea con que Purr sería la perfecta reencarnación de su amigo. Igual de solitarios, igual de ariscos.

El gato se retuerce y salta, se pasea por la sala entre las estanterías, la zona de los sofás, se frota el cuerpo con las pesadas cortinas de los amplios ventanales. Y quizá, solo después de su ritual, si le apetece, se acerque al piano en el que Cassian lo espera.

—Está así de raro desde esta mañana —resopla Cassian enarcando una ceja—. ¿Cómo estás tú? Espero que mejor que mi gato. —Cruza las piernas al tiempo que se gira en la banqueta y apoya un codo en el instrumento para poder descansar la mejilla sobre la mano.

—Una semana de reclusión obligatoria por el atentado en Los Llanos y mi primo ha aprovechado para aumentar mis horas de estudio. Qué ganas tengo de cumplir diecinueve y ser un experto de verdad.

Frinn resopla y se sienta en el suelo, justo donde la luz incide más. Tiende a rehuir los asientos y a acomodarse en cualquier parte, y, si el sol puede calentarle las mejillas, mucho mejor. A Cassian no le importan las formalidades, aunque Corban Derne, como tutor y responsable del cargo de Frinn hasta que este cumpla la mayoría de edad, se pondría hecho una furia si viera cómo su primo pequeño se desabrocha el primer botón y se quita la cadena dorada, enganchada en cada pico del cuello de su camisa con la forma de dos soles: el distintivo del experto industrial y su familia.

—He perdido mi broche —musita Cassian. Una cadena también dorada, pero rematada con dos cuervos; una concesión recelosa, más que un compromiso real, por ser un hijo prohibido.

—¿En serio?

—Sí… No lo encuentro en mi casa. He venido porque creía que lo habría perdido aquí cuando los jueces me trajeron por lo del cementerio.

—Tampoco es un problema, te darán otro y ya está. —Frinn se encoge de hombros y Cassian se muerde el labio inferior, porque sí es un problema. Siempre que llama la atención, sea como sea, lo es.

Purr se acerca con un ronroneo hasta el chico, que no insiste, y Cassian los observa en silencio. Solo tiene ganas de abandonarse otra vez a los deseos del piano, pese a que las armas, aunque tengan piel de música, no son las que piden ser disparadas.

—Sabes que puedes contar conmigo, ¿no?

—¿A qué viene eso, Frinn?

—A que te estás cerrando de nuevo en ti mismo.

—Venga, que solo tienes dieciséis años. No hables como…

—Cassian.

Frinn se levanta con los puños tensos e incluso a Purr se le eriza el lomo al notar que el ambiente se ha enrarecido. Sin embargo, sus miradas no llegan siquiera a hacer contacto, porque la puerta vuelve a resonar con dos toques contundentes.

—¿Sí?

—Señorito Weiloch… —Un sirviente abre la puerta—. Oh, señorito Derne, buenas tardes. Ha llegado una carta para usted, señorito Weiloch. —Sujeta una pequeña bandeja de plata en la que descansa un sobre.

—¿Para mí? —Entonces sí, Cassian frunce el ceño y le dedica un gesto interrogante a su amigo, quien contesta con una negación apenas perceptible—. Déjela en la mesa, por favor. Gracias.

Un tanto inquietos, contemplan cómo el hombre avanza lo justo para posar la bandeja sobre una mesita cercana al piano, sin provocar el más mínimo ruido. Se despide, adecuado en el tono, educado en las formas, sepulcral en su posible curiosidad, y el silencio, de nuevo, ata en corto la tensión dentro de la estancia.

Cassian se incorpora, no sabe quién puede haberle enviado una carta. Tal vez sea de la Universidad Central, pero le extraña, porque no vive en la Casa Ilustre y en el sobre tampoco está escrito su nombre. Está a punto de cogerla cuando Frinn lo detiene por la muñeca, cierra los dedos con fuerza y le increpa:

—¿Estás loco?

—¿Y ahora qué pasa?

—Hace menos de una semana que pusieron una bomba en el cementerio.

—¿Estás insinuando algo? Aquello no fue un atentado directo contra nosotros, Derne.

—La semana de luto ha sido decretada más por nuestra protección que por las víctimas. No creo que fuera un simple enfrentamiento entre los manifestantes y los jueces. No en el trigésimo aniversario del hundimiento de Brisea Isla. Hay que tomar precauciones.

—¿Eso te lo ha dicho tu primo Corban?

—No ha hecho falta. Dame un segundo.

Frinn lo suelta con delicadeza, se lleva la mano al bolsillo y saca un mechero negro en cuya superficie están grabadas las iniciales «B. L.». Lo destapa, desliza el dedo por la rueda dentada y acerca la llama a una de las esquinas del sobre, pero entonces Cassian se interpone.

—Eh, eh, para. ¿De dónde has sacado ese mechero?

—Es de la vieja Lystou.

—Si quieres conservar tu vida, nunca vuelvas a llamar «vieja» a la experta mecánica Bega Lystou —lo advierte Cassian intentando distraerlo, sin embargo, Frinn no cede.

—Confía en mí. —No aparta la vista del fuego y el papel.

Cassian suspira y Purr resopla —la coincidencia, que en otras circunstancias habría provocado sus risas, esta vez no lo consigue—, luego se aleja poco a poco. Con temor y mucho escepticismo, observa cómo Frinn arrima el mechero otra vez. Con asombro y la incredulidad diluyendo cualquier reticencia, descubre que el papel no prende. El fuego solo lo lame, una fuerza impermeable protege un sobre que ya debería ser pura ceniza.

—Por la Arga…

—Veneno.

—¿Cómo que veneno?

—No uno cualquiera. Bega es una apasionada de la botánica y le encanta hablarme de ello durante nuestras meriendas. Tampoco es la primera vez que envenenan a un miembro de la Arga, siempre hay que tener mucho cuidado porque algunas sustancias se absorben a través de la piel, y esta… Los antecedentes son escasos, pero hace tiempo existía una sustancia dificilísima de detectar por su rápida acción. Peculiar por muchas y variadas propiedades, como ser ignífuga. Se sintetiza de una planta autóctona de la isla móvil.

—La Isla ya no está.

—Alguien tuvo que conservarla, por si acaso…

—Eso es mucho suponer.

—Y, aun así, te han intentado asesinar con un veneno.

Ambos miran la carta como si esta, de pronto, pudiera abrir una solapa y enseñar sus mortíferas fauces. De nuevo, Frinn evidencia ser más intrépido —o imprudente— cuando esconde las manos dentro de las mangas de la camisa y maniobra para descubrir el interior. Es torpe, y Cassian se demuestra a sí mismo que su paciencia no es infinita al sentirse tentado de ayudarlo con las manos desnudas.

Por fin, cuidadoso, Frinn saca un folio y lo despliega con dos sacudidas. Cassian se asoma por encima de su hombro, aunque le saca más de una cabeza. Solo son unas líneas, si bien las amenazas no necesitan de muchas palabras para surtir efecto.

Eliminar a los impuros y hacer renacer el verdadero derecho de la única Brisea. No hay cabida para los errores… y tú eres uno de ellos. Se te arrebatará todo, empezando por la identidad que no te pertenece.

—¿La identidad que no te pertenece? —relee Frinn, confuso.

—Se refiere a mi broche. Me lo han robado. Me están mandando una señal… —A Cassian se le quiebra la voz, retrocede unos pasos.

—No lo entiendo.

—¿No? ¿En serio, Frinn? Me quieren muerto porque no debería haber nacido. Soy una mancha en la historia de la Era Argámica. —Cassian comienza a andar en círculos y gesticula, pues no sabe qué hacer con las manos, pues no sabe cómo parar de hablar—. La propia Amalea Hurey, la primera Experta Superior, lo decretó así cuando la Arga aún la formaban trece expertos: su cargo era el único que no se sucedería de manera hereditaria para preservar la democracia en la elección de un líder. —Doce familias, ahora siete, dispuestas a recabar y proteger información sobre la argamea a través del tiempo, siempre vigiladas por alguien sin ataduras personales ni juicios que pudiera legar—. Myllena Lievori-Rois fue escogida con tan solo siete años y relevará a mi padre cuando ya no pueda ejercer o muera. Es la ley, pero entonces, ¿qué pasa conmigo? ¿Dónde encajo yo en todo ese plan?

—¡Cassian!

Cassian Weiloch nunca pierde los papeles, aunque nadie lo había intentado asesinar antes, y regresa a la realidad con su nombre, una sacudida, un disparo, sintiendo que los pulmones le van a estallar y se desinflará hasta convertirse en un amasijo de carne y huesos en el suelo. Por suerte, es Frinn quien lo rescata, quien lo sujeta para que no se derrumbe.

—¿Qué hacemos? ¿Avisamos a mi padre?

—¿Seguro?

Cassian entreabre los labios. Es su padre. El Experto Superior Lewin Weiloch es su padre.

—Vamos a investigar.

Frinn asiente y enciende de nuevo el mechero. El papel tarda en prenderse, se resiste a eliminar la amenaza, pero, al final, lo hace y se consume con lentitud. El crepitar parece un grito de venganza, el eco permanece en sus oídos. Cuando en la bandeja solo quedan restos ennegrecidos e insalvables, ambos salen de la sala con Purr pisándoles los talones.

—¿Por dónde deberíamos empezar? —pregunta Frinn bajando las primeras escaleras.

La Casa Ilustre por dentro es tan inmensa como se intuye desde fuera. Las cúpulas refulgentes abovedan el techo en alturas apenas alcanzables a la vista, los gruesos muros dividen estancias capaces de albergar un país entero en sus entrañas, pasillos de mármol, frescos y poco silenciosos, cuyas paredes esconden más pasillos invisibles. Todo iluminado por preciosas lámparas colgantes y la luz que entra por las ventanas rectangulares, algunas besan el suelo liso, las molduras de otras pretenden rozar los cielos acristalados o sobriamente artesonados.

—En el mensaje no estaba escrito ni mi nombre. Y si con «identidad» se refiere al broche…

—¿Alguien de la Casa Ilustre?

—Podrían ser los isleños.

—Ya te he dicho que la bomba en el cementerio no me parecía un hecho aislado…

En silencio, encaran el pasillo principal del primer piso. Ayudantes, sirvientes y jueces recorren la Casa Ilustre, con bandejas, armas o documentos entre los brazos, cada uno decidido a hacer su labor como la Arga demanda. Solo interrumpen su rigidez y dirección cuando se cruzan con Cassian y Frinn: ofrecen una sutil reverencia y prosiguen. El hijo prohibido del Experto Superior y el experto industrial de dieciséis años, que de forma abrupta heredó el puesto por la muerte de su padre, no sienten que merezcan tanta consideración.

Otras escaleras conducen al vestíbulo, una planta circular rodeada de gruesas columnas entorchadas que ascienden hasta el techo, donde el ajetreo es mayor y los ojos indiscretos podrían preguntarse por sus prisas, por esas expresiones de desasosiego e incertidumbre. Desde luego, una desventaja a todas luces para una persona que acaba de ser amenazada y otra que trata de ayudarla a encontrar al culpable. Por eso, se obligan a reducir el ritmo y Cassian coge a Purr en brazos.

—No entiendo por qué querrían intimidarte a estas alturas.

—A lo mejor han necesitado veintiún años para armar este plan o lo que sea —gruñe Cassian, que recupera un poco de su natural recelo—. Creo que deberíamos interrogar al sirviente que me ha traído la carta…

—Espera.

Se esconden tras una de las columnas y Purr maúlla, quejica e irritado, cuando su dueño lo aprieta contra el pecho. Frinn balbucea algo, pero Cassian no consigue entenderlo y le pide que lo repita. El chico solo consigue alzar un dedo.

—¿Ese no es tu broche?

Alguien atraviesa el vestíbulo con zancadas tan largas como sus piernas, en la mano sujeta una cadena dorada cuyos enganches son dos cuervos. Solo un par de personas en Brisea pueden poseer ese distintivo y, aunque Cassian no suele darles demasiado crédito a las casualidades, no retiene su pregunta:

—¿Qué hace Myllena Lievori-Rois marchándose tan deprisa de la Casa Ilustre con mi broche?

Ella, al fin y al cabo, es la elegida para tomar el poder de Lewin Weiloch en un futuro.

Quizá no quiera cabos sueltos.

Quizá, para que no los haya, deba eliminar el único que hay.

La tierra de la traición

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