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Distrito Las Cortes. Vala, capital de Brisea

La Conmemoración por el Hundimiento ya ha empezado. La medianoche inició un día en el que Brisea se ha engalanado, más que nunca, con los colores del país: dorado, azul y negro. Con su símbolo: el cuervo que, bordado o dibujado, como juguete o escultura, vigila desde las cúspides, las fachadas y el suelo cada movimiento de Eileen Cohan, su corazón como un cohete a punto de estallar. De hacerse ver.

No han escogido una fecha cualquiera, tampoco les queda mucho tiempo. Pero, en cuanto los relojes marquen el último segundo del año 175 de la Era Argámica, Eileen sabe que no solo se habrán cumplido treinta años exactos de la desaparición de la isla móvil, sino que también —o eso desea— habrá dado comienzo una nueva rebelión.

Es incapaz de contener una sonrisa triunfal, tal vez demasiado prematura, mientras estudia las sombras en el distrito de Las Cortes. Eileen no es amiga de la capital del país y, pese a que la clase media de ese barrio no le asusta, se siente una intrusa en él. No cree que lo sea para todos, aunque sí para un número suficiente dispuesto a denunciarla a los jueces.

—¡Mamá, quiero un cuervo nuevo! ¡Quiero un cuervo nuevo!

Eileen retiene el aire en los pulmones, pega la espalda contra la pared más próxima y se ciñe los guantes negros que pertenecieron a su madre. Con los ojos castaños fijos en la pequeña familia, que ha salido a la calle con sus mejores galas, intenta ser tan invisible como los fantasmas que moran en Brisea, en los acantilados de fría piedra y en el inmenso mar de su golfo eterno.

—¡Mamá, hazme caso! —La niña tira de la falda de la mujer, pero esta concentra toda su atención en un hilo suelto de la cinturilla bordada en ocre, el color de moda.

Un peso en el corazón y el recuerdo de un gesto cansado obligan a Eileen a volver a sonreír, a no deshacer los pasos hasta Honingal y asegurarse de que todavía le late el corazón a su madre. Actúa por ella, no puede olvidarlo, y por los que están a punto de sufrir una injusticia más.

Eileen estira los dedos dentro de esos peculiares guantes, desnudos los dedos índice y corazón, vira en la siguiente esquina y se interna en Los Llanos del norte. El cambio apenas es perceptible para quienes piensan que el gobierno de la Arga ayuda por igual a cualquier ciudadano. El cambio es brutal para quienes viven a pie de calle y comprenden lo que se cuece en el interior de los hogares, en los callejones, en lo más hondo del corazón de sus habitantes.

Porque, aunque Vala se erija como una ciudad de arquitectura imposible y distritos orgullosamente diversos, las grietas que los diferencian necesitan más que ladrillo y pintura. Las Cortes presume de su entramado ordenado; de los pulcros puentes que sobrevuelan las calles y conectan edificios, muchos de carácter público; de los balcones suntuosos de piedra tallada y cristal, desde los que crece la madreselva con una dulce fragancia. En cambio, Los Llanos trata de imitar a sus vecinos sin éxito aparente. La piedra limpia y el cristal se extinguen, sustituidos por construcciones más toscas, y los puentes se transforman en escaleras de hierro que solo unen unos pocos edificios.

La vida en Los Llanos no la dan los detalles inanimados en las fachadas y las farolas, sino quienes hacen de la misma vida algo lo suficientemente valioso como para sacrificarla. Por eso, Eileen no puede esconder su emoción, la esperanza embriagándola, mientras saluda a algunas personas. No puede, porque comienza a ver las pancartas que, en breve, contrastarán con las banderas de fondo dorado y siete estrellas azul cobalto en torno a un cuervo negro.

«Nos arrebatáis el derecho a la vida y a la muerte» o «Es nuestra familia la que está enterrada bajo vuestros pies» son las consignas más suaves que han escrito los manifestantes. «Brisea Isla se hartó de vosotros» o «Los descendientes de la isla móvil no descansarán ni en tierra ni bajo ella» suben el tono de las reclamaciones. A medida que se acercan al cementerio de Los Llanos del norte, las pancartas empiezan a denotar más que el enfado, una ira desmedida: «Arderá la Arga como nuestros muertos» o «Flechas para el Cuervo Superior», entre dibujos desagradables y fotografías del Experto Superior garabateadas con desprecio.

—Es increíble que la Arga incinerara dos tercios de los fallecidos para destruir ahora nuestro cementerio y ampliar la Zona Industrial —dice una anciana, apoyada en el brazo de un joven—. Prometen igualdad, pero estoy segura de que sus difuntos descansan tranquilos en ese precioso cementerio de El Foco.

—¡Porque tú eres isleña, tía! ¡Y yo, un descendiente!

—¡Exacto! —brama un hombre al pasar junto a ellos—. Esos desgraciados nos lo quieren arrebatar todo. ¿Qué harán con nuestros familiares enterrados cuando no haya más que fábricas?

—¡Prenderles fuego al igual que a nosotros!

—¡Un país que se viste de democracia y, tras tanta apariencia, solo quedan huesos!

—El Experto Superior Weiloch puede ir preparándose… —Otra eleva una pancarta, más groserías que mensajes certeros—. ¡Hoy Vala será de los muertos!

—¡Hoy Vala pertenecerá a la Isla!

Eileen quiere unirse con idéntica cólera, pero no es lo que le enseñó su madre, quien siempre le ha repetido que el odio la convirtió en un monstruo. Sin embargo, no puede ver en Kenna Cohan a un ser sin corazón, no en una mujer que casi dio la vida para que ella naciera.

Entonces alguien aferra los hombros de la chica y esta levanta los puños, decidida a demostrar cómo se las gasta a pesar de sus brazos delgaduchos. Por suerte, los ojos brillantes de Adel Dawing la interrumpen.

—Espero que fueses a darme un abrazo.

—Uno muy intenso.

—Leen, venga ya. ¡Leen!

Eileen ha reemprendido la marcha, los dedos aún apretados. De pronto, una amenaza, escondida entre los manifestantes de los que ella forma parte, sacude sus nervios y susurra presentimientos que sabe perfectamente que no son presagios. Es el calor que se fragua junto a la humedad del final de la primavera. Es la desobediencia y la mentira que han teñido el triste salón de su casa en Honingal esa misma mañana.

—Sé que no te gustan las sorpresas, Leen…

—¿Y se te ha olvidado?

—Todo saldrá bien.

—Hay algo diferente, Dawing. Ojalá esta manifestación no destruya años y años de trabajo.

—¿Qué quieres decir?

La respuesta es el silencio y los edificios escasean, pues están llegando al cementerio destinado tanto a los isleños que se quedaron en tierra después del hundimiento como a sus descendientes.

—¿Leen?

—Seamos precavidos.

Adel frunce el ceño y se pasa una mano por la cabeza rapada. Como viste el uniforme de la Escuela Argámica, la chica intuye que se ha escabullido antes de la salida programada por el centro para asistir al desfile de la Conmemoración.

En el cementerio abierto de Los Llanos no abundan la vegetación, ni los nichos, ni las lápidas cuidadas. Se evidencia el desinterés de la Arga, que abandona a un sector de sus ciudadanos, que jamás destina ayudas para conservar ese terreno yermo y deteriorado. Los isleños y descendientes no solo deben asegurar sus vidas, sino también el destino que les depara tras ellas.

Las voces se alzan con más energía, los gritos abrazan el cementerio a la vez que la manifestación se disgrega: se sitúan al lado de las sepulturas o permanecen en el camino de piedra que bordea ese lugar sin límites. No hay un bonito cercado ni una entrada que invite a visitar a quienes ya no están. Eileen y Adel se detienen en primera línea, en la frontera entre los vivos y los muertos.

—¡Si ellos no os pertenecen, nosotros decidimos!

Ambos amigos corean el lema.

—¡La memoria no se toca!

A Eileen le empieza a doler la garganta.

—La Arga, ¿¡dónde está tu alma!?

En ella se desvisten los fantasmas y la mentira que le ha contado a su madre. ¿Qué le ha advertido Kenna Cohan? Que hoy no es buen día para manifestarse, porque se cumplen treinta años del mayor acto de traición considerado por gran parte de Brisea. Que hoy no es un buen día para manifestarse, porque algunos no solo querrán hacer estallar su voz.

—Adel, creo…

—Lo estamos consiguiendo, Leen —dice él con orgullo, la mirada reluciente y jovial en un punto concreto.

Un grupo de jueces, encabezado por el Juez General Redo Cotme, ha aparecido y está formando. Un muro de color negro por el vestuario y los cascos que ocultan cada rostro a excepción del de su superior. El sol reverbera en las armas y Eileen nota que el sudor no solo le baña la espalda, también la frente. Pueden convertirse en el alimento de esos cuervos irreconocibles que aguardan con ansias.

—Mierda…

—No es inusual. —Adel sonríe y repite otra consigna que la chica ya ni siquiera entiende.

—Lo es…

«Es la hora», se escucha. «Decidles que se separen o saldremos malparados».

Eileen detesta las sorpresas y la rebelión que esperaba, de pronto, se deforma. Siempre hay alguien que destroza el mobiliario público, que se enfrenta a los jueces y termina en los calabozos de la Jefatura Judicial. Y, con la violencia, los nichos aumentan, sea en una zona cubierta de flores o en el mismísimo olvido de Los Llanos.

Los jueces no son compasivos. La Arga sabía que esto iba a suceder.

Eileen detesta las sorpresas y casi puede captar el tictac de una demasiado grande. Devastadora.

Adel coge la mano de su amiga para envalentonarla. A ella se le atascan las palabras, se le atasca la voluntad, no como la bala que abandona el arma de un manifestante y derriba a un juez cualquiera de ese muro destinado a reducirlos. Tampoco como la que contraataca, una venganza que atraviesa limpiamente el ojo derecho de Adel.

El cuerpo cae contra el suelo, un peso muerto, carne de esa tierra que han intentado proteger.

El tictac truena ahora.

La mentira de Eileen marchita incluso las lágrimas, cree oír a su madre, pero está en Honingal. A salvo. Los dedos fríos de Adel y el olor a pólvora le recuerdan que ella no.

La tierra de la traición

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