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Tawic. Sur de Brisea

La brisa es un soplo de tierra húmeda y sal que busca arremolinarse en la habitación que Micah Ederle y Raz Koch le reservan a su sobrino Lior cuando les hace alguna visita. No suelen ser muchas ni tampoco largas, por desgracia para los únicos que quedan vivos de una familia que decidió por ellos su destino y la forma en la que tendrían que vivir. Micah no se perdona seguir las normas de los muertos y Lior no perdona que, por azar, fuera elegido para sobrevivir lejos de todo. Los Ederle solo son ellos mismos en su pequeño rincón del mundo, pese a que Lior debe usar un apellido distinto capaz de cambiarle hasta el rostro. Existe, pero como una farsa. Como si solo valiera el peso de un legado manchado de sangre y lágrimas.

Aun así, a Lior le gusta su dormitorio en Tawic, rozando el Bosque de los Engaños, muy cerca del mar, aunque ahora este ya no le devuelva la imagen de la libertad al pescar en él, sino la sombra de un cadáver, medio humano, medio cuervo, que cada noche parece despertar y arrastrarse por el suelo con plumas líquidas como la brea y dedos nacarados arañando la madera.

Dos pisos más abajo, el cadáver del isleño sigue conservado dentro de un congelador, cuya carga argámica perdura más que las que se comercian legalmente en Brisea por el componente especial con el que está fabricada. Lior cree que es lo único bueno que le ha deparado formar parte de la familia Ederle: un material excepcional que potencia la argamea y la conserva, estable, incluso en pequeños aparatos.

—Buenos días, Lior —se hace oír Micah al otro lado de la puerta—. Tu hermana me está poniendo de los nervios, lleva dos horas entrenando y no quiere desayunar. Raz me ha dicho que intercambia unas tostadas de queso y tomate especiado contigo, si consigues que Garnet se relaje.

—Ya salgo, tío Micah.

—Gracias, pececito.

Micah es demasiado cariñoso para lo frío que es Lior con él, y el chico sabe que es injusto a la vez que triste no poder demostrarle a su propio tío lo mucho que le agradece, como a Raz, tanta entrega y paciencia. Sale de la habitación, no por las tostadas prometidas —un poco sí—, vestido con un pantalón ceñido a la altura de su estrecha cintura, una amplia camiseta llena de manchas viejas y descalzo. Palpa las pulseras de hilo que nunca se quita, una segunda piel anudada a la muñeca. No son sus mejores pintas, pero ni él suele lucir diferente ni Garnet es una persona que se deje guiar por ello. Al fin y al cabo, a los peces y a su hermana lo que les importa de verdad es atesorar su libertad.

Una pena que Lior no tenga opción a ella.

Baja los escalones con pasos perezosos, casi peligrosos por la poca atención que pone en cada uno. En cuanto pisa el suelo de la cocina, el olor a huevos revueltos, queso fundido, pan tostado y zumo recién exprimido despierta un apetito siempre comedido en Lior, que apenas se cuida en Honingal.

—Buenos días, sobrino mío. —Raz es de otra calaña, más inquieto y desvergonzado que su pareja—. Veo que has accedido al trato de Micah.

—Nadie supera tu cocina, tío Raz.

—Y un día de estos podrás disfrutarla todo lo que quieras.

—Cuando la Arga nos descubra y me confine en una celda.

Entonces Micah aparece en la estancia veteada de oro por la límpida luz matutina, en su sonrisa se empaña la mañana. Lior agacha un poco la barbilla, arrepentido, el hiriente sarcasmo derretido sobre la lengua con sabor a hiel, y musita:

—Lo siento, tío Micah. Me lleve la Isla con ella.

—Siempre tan oportuno, mi anciano hermano. —Sin necesidad de tratos o intervenciones, Garnet irrumpe por la sencilla puerta de la cocina que da al exterior, el sudor brillando en los desarrollados músculos, las vendas de las manos manchadas de tierra.

Lior pone los ojos en blanco, cansado de las bromas de su melliza. Vive en una ciudad envejecida, arrugas en los rostros y los corazones, donde los dichos adoquinan las calles y los pescadores ahogan su día a día en las tabernas o en el mar. Él ni siquiera puede asistir a la Escuela Argámica, en cambio, ella sí gracias a un permiso ilícito.

—¿No deberías estar en clase?

—¡Garnet! —la reprende Micah.

—Voy muy adelantada y hay que planear el último golpe.

—No lo llames así. Además, no tientes a la suerte, sabes perfectamente que no puedes llamar la atención. Lo que tienes es un privilegio, así que sé responsable con todas tus labores… —Pero Raz no puede acabar, porque, si alguien lo iguala en descaro, esa es Garnet.

—Sean legales o no.

—¡Garnet Ederle! Es suficiente —se harta Micah, a su vez incapaz de intensificar el enfado.

Raz termina de repartir el desayuno que ha preparado y, pese a que el silencio domina los primeros sorbos y mordiscos, es complicado que la tristeza devore a Garnet, por lo que bastan unas cuantas anécdotas para que las voces y las risas tintineen, agradables, como una campana de viento.

La mirada de Lior vagabundea por la cocina e imagina los días en que su madre se paseaba por allí cargando herramientas, quizá también algún libro, un pañuelo cubriéndole el pelo aderezado con las cuentas de colores que ahora Garnet luce entre las trenzas, orgullosa. A veces, cuando Lior manosea sus pulseras, otra parte de la herencia, siente que vivió junto a su madre durante mucho tiempo, que la conoció y solo la ha olvidado. Elode Ederle estaba destinada a grandes cosas, pero el destino posee rostros, rostros humanos, conscientes de la vida que arrebataron, conscientes de cómo pervive aún su legado en esta tierra: dos mellizos que no pueden decir que lo son.

—¿Kai Regnar todavía os ayuda? —pregunta Lior al no reconocer, cerca del pasillo, una maleta y una mochila de la que sobresalen latas de conserva y alguna que otra prenda de verano.

—No queremos pedir nada a nuestros vecinos —responde Micah—, y puesto que no podemos trabajar…

Porque, si los descubren y atan cabos, entrarían en la Prisión de Brisea, de donde no se escapan ni las pesadillas.

—Kai es de gran ayuda, y Aster —asiente Raz—, hace mucho que no conozco a una chavala con más ingenio y arrojo que ella.

Lior está seguro de que toda esa familia, los Ehart y las Regnar, también está maldita, de diferente manera a los Ederle, pero lo está.

—¿¡Tío!? —se indigna Garnet, la boca salpicada de migas de pan y las palabras teñidas con fingida ofensa.

—Bueno, después de ti, Garnet. Eso sí, eres inteligente, aunque muy muy temeraria.

Las carcajadas de la chica son tan exageradas como el drama silencioso lo es para Lior. Él quiere a su hermana, sin embargo, a estas alturas, ni sabe cómo expresárselo ni si Garnet aceptaría lo que el tiempo ha ido enterrando bajo una dañina costumbre.

A Lior no le gusta recrearse en los detalles de Tawic, porque todo es dolorosamente hogareño y cálido, muy distinto a su casa en Honingal. Aun así, no puede evitar observar a sus tíos y sonreír cuando ambos comienzan a fregar los platos y Raz acaricia la ensortijada melena de Micah. El cabello indomable de los Ederle es otra herencia —al parecer, solo Garnet ha conseguido domarlo a base de trenzas, coletas, rapados y peinados intrincados— y Lior se ve en el hermano pequeño de su madre.

Y es irremediable, cae en la trampa de Tawic al sumirse en las pequeñas cosas, por eso tarda en notar que Garnet le ha puesto una mano sobre el brazo. El chico se gira hacia ella poco a poco, los ojos entornados, como recién salido de un sueño increíble, y, por un momento, piensa que sigue dormido, pues su melliza le sonríe con una tranquilidad siempre ilusoria para él.

—Tenemos que hacer algo con… Ya sabes.

—Nuestro inquilino del sótano.

—Muy sutil —responde ella, un gesto maliciosamente divertido.

—No sé por qué lo recogí…

—A lo mejor le podemos dar uso. —Garnet alza las cejas, restándole importancia.

—¿A un cadáver? —Lior se encoge sobre sí mismo cuando Raz les echa un vistazo sobre el hombro—. Valiente quien desee frenarte, Garnet.

—Tus palabrejas y tú otra vez.

—Estoy agotado.

Y lo siente hasta en los huesos. Lior se levanta arrastrando la silla, no tiene ánimo de detenerse al intuir la disculpa que aflora en la mirada y los labios de su melliza. Conservan el cadáver de un isleño, uno que pertenece a la isla móvil que se sumergió para siempre hace treinta años, uno que viste el símbolo de la resistencia contra la Arga, dentro de un congelador. Sus tíos no saben nada, tampoco que Garnet arregló ese aparato que llevaba averiado muchos años y lo adecuó para que funcionara con esa carga argámica especial, duradera, potente, secreta.

Sin embargo, ni Garnet tiene tiempo de pedir perdón, ni Lior de huir, ni sus tíos de intervenir, porque la puerta principal, al otro lado de la casa, resuena con dos golpes secos.

—Voy yo —dice Micah, una advertencia suave pero incuestionable hacia los mellizos.

Nadie puede verlos juntos. Garnet se siente culpable; Lior, menos que un fantasma.

—Qué sorpresa —escuchan al hombre en cuanto abre la puerta.

—Necesitamos ayuda, Micah. —La voz de una mujer suena estrangulada y ambos hermanos dirigen sendas miradas a su tío Raz, en quien descubren un reconocimiento bañado de angustia.

—Si no fuera preciso, no te lo pediría —ruega otra, esta con más determinación.

—¿Qué ha ocurrido?

—El atentado en el cementerio de Los Llanos del norte… Eileen estuvo allí y la persiguieron.

—¿La persiguieron?

—Varios jueces.

Y Lior se yergue ante esas dos últimas palabras. No atiende a nada más, ni siquiera a la petición de Raz cuando avanza hacia la entrada. De pronto, Lior tiene un problema mayor, uno que tal vez se solucionaría si se escondiera. Se le da bien, lo ha hecho siempre: no sobresalir, no aparecer, no ser. Existir con tanta levedad que parezca muerto.

En el ardor de sus conclusiones, Lior no ha pensado que quizá no sea ella. Entonces la ve, es ella. También ha olvidado que la chica que espera bajo el dintel de la puerta entre una mujer sentada en una silla de ruedas, de aspecto enfermizo, y otra de pie, destacando por la opulencia de su vestuario, se escondió junto al cadáver del isleño en el carro y luego decidió desaparecer sin despedirse, a medio camino de Tawic.

Él sabe de ella lo que ya no es un secreto.

En cambio, ella…

—Lior Zadiz, el asesi…

—¡Una fugitiva! —la interrumpe Lior al igual que haría su hermana.

De hecho, provoca que Garnet y Raz se asomen, alarmados por tal alarido. Eileen está a punto de acusar a Lior de nuevo, pero la mujer de rasgos tan delicados como las costuras que entretejen sus ropas se impone sin necesidad de gritar ni de un tono extremadamente grave, si bien es tan sedosa que se filtra entre ellos hasta enmudecerlos:

—Disculpad las molestias. Lior, no tienes por qué asustarte, conocemos vuestra situación. Me presento, soy Vesna Rois.

Una de las madres de Myllena Lievori-Rois, la futura Experta Superior.

—Y estas son Kenna Cohan y su hija Eileen, han tenido que huir de Honingal. —Entonces Vesna Rois se dirige a Micah y Raz—. Por favor, no puedo esconderlas en Vala, sería imprudente. Hicimos… una promesa.

Los tíos de los mellizos comparten una mirada eterna y, aunque Lior quisiera indagar en ella tanto como las otras dos mujeres, llamado por esa promesa que parece unirlos, prefiere aprovechar el instante para pedirle a Eileen que espere, que el cadáver tiene una explicación, con un solo gesto.

Sin embargo, ella se cruza de brazos y se equivoca al no ceder, porque Garnet ha estado atenta y conoce a su hermano de una forma que nadie cree que lo haga. Por ello, niega con la cabeza una vez. Invade la distancia con ese movimiento, implacable incluso en el más absoluto silencio, un cuadrilátero invisible donde también sabe pelear.

Eileen aprieta los labios.

Garnet insiste una segunda vez. Nunca ha tenido que negar una tercera y se tranquiliza cuando Micah accede a protegerlas e Eileen entiende que todos pueden perder tanto que permanecer callada un poco más no hará daño.

Al fin y al cabo, ese isleño ya está muerto.

La tierra de la traición

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