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Distrito El Horno. Vala, capital de Brisea

Tras cada intercambio, hay un negocio criminal. Ese es el prejuicio que también se comercia en El Horno. Al fin y al cabo, Aster Regnar y Shay Hoffa acaban de comprar dos entradas para asistir a un torneo ilegal de boxeo por cincuenta rurias. Un timo. Sin embargo, hace tiempo que dejaron de poder opinar sobre las actividades que se desarrollan en ese distrito, porque lo frecuentan más de lo que preferirían.

Lo único que tranquiliza a Aster es que su madre y la abuela de Shay saben dónde se encuentran. No le gusta tener que ocultárselo a su padrastro y a Mats, pero, según la propia Kai Regnar, no lo entenderían. Y, después de la discusión que ha escuchado en casa, Aster está más convencida de que tiene razón: Rhys es extremadamente precavido por razones que solo su pareja conoce y Mats la regañaría si supiera que se pone en peligro cada semana.

—Ederle podría haberte regalado unos pases, ¿no? —dice Shay, empuja con más fuerza la silla y esquiva a un vendedor de pieles al que Aster le dedica una mirada de desagrado.

Si usar animales para el trabajo o el entretenimiento está prohibido, todavía lo está más comerciar con sus vidas o sus restos, como si valieran menos que un par de billetes.

—Ha faltado a la Escuela Argámica durante dos semanas y me ha llamado de repente. Además, me ha llegado una carta de Lior que va dirigida a ella…

—Te juro que no los entiendo.

—Ha debido pasar algo, Shay, porque la ha enviado desde Tawic, no desde Honingal.

—¿Lior está en casa de sus tíos?

—Eso parece… ¡Ay! —se queja al tropezar con una mujer que profiere varios insultos a los que ella no responde.

—Todo está cada vez más tenso —murmura Shay, que se detiene, rodea la silla para colocarse frente a Aster y posa ambas manos sobre las mejillas de su amiga, presiona un poco—. ¿Estás bien?

Por respuesta, la chica traga saliva y aprovecha disimuladamente esos escasos segundos que siempre suelen durar en contacto. Y tal vez porque lleva años disfrutando de esos instantes que dilata en la imaginación, Aster siente que el corazón le atraviesa el pecho cuando Shay le pasa el pulgar por el pómulo, rozando la tirita sobre su nariz y algunas pestañas inferiores. Tenue, pero con mucha lentitud.

—Tu hermano me matará si se entera de esto.

—¿Es… to?

—Ya sabes —Shay se aparta—, El Horno, los Ederle…

—Oh, sí, claro, claro. —Incinera cada emoción, el calor le sube hasta el rostro como un fogonazo desde el estómago—. Quedan pocas horas para el combate, será mejor que sigamos.

Avergonzada, Aster agacha la cabeza, Shay busca su mirada con el ceño fruncido, y esquiva otro posible contacto, aunque terminan jugando a intentar encontrarse y las risas no se hacen esperar. Ella apaga la hoguera en su interior y la carrera vuelve a ganarla la amistad que comparten; el resto son detalles, intensos e importantes, si bien no están por encima de los sentimientos de Shay.

—¿Si te invito a una cerveza antes del combate, cambiarás esa expresión de Mats Ehart?

—¿Expresión de Mats Ehart? —La chica casi no puede resistirse a una nueva carcajada.

—Esa que dice: «Me hago el duro, pero soy más blando que un bizcocho poco horneado».

Entonces sí, Aster se ríe hasta que le tironean las mejillas.

—Si hay algo que quieras decirme, solo hazlo, Aster —resuelve Shay, una seriedad inesperada.

Decirle. Aster aprieta los labios, una excusa, una vía de escape, solo necesita eso. Y sabe que se va a marcar un Mats Ehart y que se lo llevará a la tumba, pues es el típico comportamiento ininteligible que ella rechaza y con el que su hermano suele vencer en cada discusión.

—Has pagado quince rurias más por esas entradas. Invito yo.

Sin embargo, Shay nunca desiste fácilmente.

—Averiguaré qué te ocurre, Aster Regnar.

—Es una promesa.

Enganchan los meñiques y Shay le guiña un ojo.

Se entretienen en un bar y se beben una cerveza fría que le da sentido al final de la primavera, hablan sobre el interés de Mats por Cassian Weiloch, de lo nuevo que está escribiendo Aster, aunque ahora no pueda dedicarle mucho tiempo a causa de los trabajos de clase. Se ríen y se olvidan de sus problemas, de los que atraviesa Brisea y de esa presión que amenaza con estallar desde que alguien pusiera una bomba en la manifestación de Los Llanos.

Se hace la hora, el sol está en lo más alto y, cuando salgan del torneo, seguirá brillando con intensidad, pero, al menos, el calor será menos sofocante.

A medida que se acercan a la planta industrial abandonada que va a albergar los combates de boxeo en los que Garnet Ederle nunca se cansa de participar, la multitud aumenta. Aster no puede evitar sentir miedo por un momento, ¿y si usan esa aglomeración para llevar a cabo otro atentado? Se obliga a no imaginar y se centra en lo que hay delante, porque en El Horno no escasean los embaucadores, ladrones y toda clase de maleantes capaces de convencer a cualquiera de vender su alma por cuatro rurias.

La gente se dispersa para entrar en el gigantesco edificio por lugares diferentes, de tal manera que no llaman la atención y aseguran las salidas de emergencia en caso de alguna redada judicial. Los pases no indican por dónde deben acceder: un papel rojo cuñado con el dibujo de una calavera. Muy sutil. Con el temor palpitando en las venas, se deciden por una de las puertas menos concurridas.

—¿Contraseña?

Shay y Aster balbucean mientras extienden las manos para entregarle sendas entradas a la vigilante de brazos fornidos y ceño sin vello. Sin embargo, la mujer se limita a cuadrarse frente a la entrada y observar sin tocarlas. Más malhumorada, insiste:

—¿Contraseña?

—Es que nos han vendido estos pases…

—¡Sin contraseña no podéis entrar!

—Sefira, déjalos pasar.

Detrás de ella, Nodin Montberg, la Realeza permanece en pie con una sonrisa de lobo astuto. Una capa azul turquesa cubre parte de un traje imposible, confeccionado con distintos tipos de tela, algunas brillan por sí mismas y otras, porque están decoradas con lentejuelas. El maquillaje acompaña a su vestuario y realza el color ambarino de las lentillas que lleva puestas.

El señor Montberg es tan extravagante como poderoso. El mafioso más peligroso, respetado y adinerado de toda Brisea. No saber sobre su persona es una condena, y Shay no puede creer que acabe de interceder para que puedan pasar.

—Regnar, no te esperaba hoy.

—Ha habido un cambio de planes.

Shay contiene el aliento cuando Aster empuja la silla con la barbilla bien alzada ante la vigilante, a quien solo le ha faltado sacar el arma y cumplir su amenaza. Aun así, no tarda en seguir a su amiga, incapaz de no alternar la mirada entre ella y la Realeza.

—¡Cierto! —exclama Montberg—. La señorita Ederle. Toda una fiera.

La planta industrial no tiene nada de peculiar, enorme, gris y coronada por decenas de focos deslumbrantes. Sin duda, un residuo de la Zona Industrial del sur que colinda con este distrito. El eco se esparce, intenso, guía a los espectadores hacia delante, donde no parece haber más: ni un cuadrilátero, ni combatientes.

—Si pudiera verla antes del combate, tengo un recado… —dice Aster.

—Oh, no, Regnar. Ahora gozáis de mi invitación personal y os quedáis hasta el final. —Es sabido que Nodin Montberg tiene un gusto especial por los riesgos y la autoridad—. Aunque no podéis acceder a mi palco, os asignaré un lugar excelente. ¡Y varias copas gratis!

—Muchas gracias, la Realeza. No sé cómo recompensar…

Entonces el hombre se detiene y se gira hacia Aster, esa sonrisa que no augura nada bueno, que reclama sangre como el líder de una manada famélica. Shay se estruja las manos con nerviosismo, pero la chica asiente con una expresión complaciente que solo entienden los implicados.

Y la planta industrial resulta ser la tapadera del verdadero lugar en el que se va a realizar el torneo. Atraviesan unas puertas anchas y rectangulares hasta una sala enorme modificada para convertirse en un graderío que desciende hacia el centro, donde se alza un cuadrilátero perfectamente iluminado. El resto se disfraza con la penumbra.

—Seguidme, por favor.

Jamás habrían imaginado que El Horno pudiera albergar un sitio cubierto tan descomunal. Montberg dirige muchos negocios, entre ellos, un hipódromo en el que organiza carreras ilegales de caballos de metal, pero Aster y Shay desconocían este.

Bajan varias rampas y se sitúan en un espacio despejado, parecido a los dos palcos que destacan en medio de las gradas, aunque sin butacas acolchadas, vistas privilegiadas y un servicio dedicado a proporcionar bebidas, tabaco y cada capricho que se les antoje a quienes han podido pagar por semejante posición.

—Disfruta del combate, querida. —Nodin le da un beso a Aster en la mano—. Y, por favor —esta vez se dirige también a Shay—, no volváis a caer en la artimaña de un ratero cualquiera. Hay muy poca clase en este distrito. —Y, con otro beso, este al aire, la Realeza se marcha.

Shay espera a que esté lo suficientemente lejos para preguntarle a Aster:

—¿De qué conoces a Nodin Montberg?

—No es nada… —murmura, los ojos azules fijos en el cuadrilátero.

—¿No es nada? Oye —Shay la mira de frente—, no tener «nada» con la Realeza es imposible. ¿Qué estáis haciendo Garnet y tú? Y no me mientas, Aster Regnar.

Ella, por su parte, aprieta los labios y sostiene esa mirada. No puede confesar la verdad, porque un día los problemas llamarán a todas las puertas, exigentes, y Shay no merecerá estar hasta el cuello de barro por implicarse demasiado.

—Olvídalo.

—No. Si te pasara algo, no me lo perdonaría.

—Lo mismo puedo decir, Shay —susurra Aster, harta del miedo dominante que ya no puede derrotar.

De pronto, los gritos y los silbidos exaltados devoran el eco en la gigantesca planta y se separan, descubren a la vez cómo las boxeadoras entran en la plataforma. Otra cosa buena de esa amistad es que los enfados se suelen diluir muy rápido, por eso sus manos se buscan hasta enredarse en un fuerte apretón.

Garnet Ederle, sobre el cuadrilátero, no parece asustada; Shay y Aster lo están por ella. La chica se recoge ese peinado imposible en un moño alto, en parte ondulado, trenzado, enredado entre cintas y decorado con algunos abalorios. Luego alguien le coloca los guantes que ella misma se asegura estirando varias tiras con los dientes.

Los asistentes que se congregan alrededor y jalean como si les fuera la vida en ello son de lo más variopintos: no solo destacan los colores llamativos y cortes asimétricos que suele vestir la clase baja, sino también los ocres, blancos, dorados, negros y plateados de la clase alta. Filigranas, delicadeza y telas carísimas que en los estratos favorecidos se premian por su elegancia.

—De todo hay… —murmura Aster.

—De todo hay cuando te lo puedes permitir —matiza Shay—. ¿Cómo lo hará Montberg para tener una iluminación de máxima potencia? Tanta energía precisa una alta concentración de argamea en una carga autónoma, pero eso la volvería inestable. Así que, o le han hecho un puente a la red argámica de la Casa Ilustre y El Foco, o cualquier variación en las cargas desestabilizará la argamea y nos hará volar por los aires.

Shay respira hondo y se gira con la voluntad de marcharse de inmediato. Sin embargo, no llega a decir nada, porque las luces se centran en el cuadrilátero con un chasquido y porque la mirada de Aster está impregnada de una culpabilidad que duele en el corazón.

El combate empieza casi sin avisar. La contrincante de Garnet le saca una cabeza y diez kilos, si bien esta consigue mantenerla a raya los primeros minutos. Aster se lleva las manos a la boca, alarmada, mientras se fija en cómo se tensan los perfilados músculos de su amiga, en el hilillo de sangre que le bordea la barbilla desde los labios después de recibir un contundente puñetazo. El resto disfruta entre risas y gritos.

Los golpes cortan el aire, un gancho de Garnet acierta en la barbilla de la otra, aunque no consigue tumbarla, y retrasa unos pasos para no quedar atrapada en las ofensivas que su contrincante ensambla de manera incansable.

Aster y Shay no aciertan cuántas veces suena la campana. Cuántas veces las separan y estas se vuelven a enzarzar sin medida. Y Aster no sabe mucho sobre boxeo, o de combates ilegales, pero no cree que Garnet esté ganando. La otra boxeadora tampoco parece muy compuesta, aun así, no es su sangre y sudor lo que, en mayoría, ensucian la plataforma y crean un camino de huellas cada vez que retroceden o caen.

Algunos espectadores se enfadan, tal vez porque han apostado por Ederle, que se cuelga de las cuerdas y se apoya en los postes con la respiración profunda y las heridas abiertas.

—Que se acabe ya, por favor —pide Aster, aferra más fuerte la mano de Shay.

Y, como un rezo, una petición con mucho poder, la adversaria de Garnet la golpea en pleno pómulo y la derriba. Todos cantan la cuenta regresiva, Garnet solo tiembla, un amasijo de restos y cansancio.

—Ha perdido —musita Aster, sorprendida, al fin y al cabo, sabe que su amiga es una buena luchadora.

—¿Qué hacemos?

—¿Puedes pedirle que se acerque?

—¿Estás bien?

—No me gusta que participe en combates ilegales.

—Ya estáis metidas de todas maneras, ¿no?

—¿Shay?

Pero la chica se queda sin respuesta, con el corazón golpeándole el pecho como esa boxeadora experta ha embestido contra el rostro de Garnet. Paciente y desde lejos, con las manos agarrando firmemente los reposabrazos de su silla, Aster es más que una espectadora al observar cómo la chica se levanta a duras penas, cómo Shay la ayuda a limpiarse, a beber agua. Comentan algo. Miran en dirección a los palcos. Aster admira a Garnet, pues, a pesar de que tiene la cara hecha un desastre y debe dolerle muchísimo, compone una sonrisa genuina que provoca otra en ella —aunque mucho más triste, más pesada—.

—¡Amiga! —grita Garnet, poco afectada por la derrota.

—Siento mucho… esto.

Ambas se estrechan en un abrazo que no duele por mucho que aprieten.

—No te preocupes.

—¿Y la Realeza? —interviene Shay, también se angustia.

—Yo me encargo —resuelve Garnet irguiéndose—. He ganado la mayoría de los combates.

—¿No te basta con practicar en el gimnasio?

—Te empiezas a parecer a mi hermano, Regnar. Y os quiero mucho, pero ya lo tengo a él y a mis tíos para poner límites. —Las palabras se convierten en una carcajada, porque la severidad nunca ha sido un rasgo en ella—. Bueno, ¿a qué debo este honor?

—Me llamaste tú.

—¡Ay, cierto! —Garnet se rasca la nuca y uno de los cortes en su rostro se abre, a la altura de la frente. Aster engancha los dedos en el top de su amiga y la obliga a agacharse para poder limpiarle la sangre con la manga de la camiseta.

—Me alegra que hayas sobrevivido un día más.

—Siempre fuerte —asiente Garnet, que agarra uno de sus atléticos bíceps.

—De todas maneras, no solo vengo por lo que tú sabes.

—Muy discreta —bromea Shay, se cruza de brazos y se aleja de las chicas.

—¿Cuánto hace que no pisas Tawic, Garnet?

—Solo unos cuantos días. Iba a regresar mañana después del torneo, pero como he perdido…

—Ha llegado a mi casa una carta de tu hermano. —Aster saca un sobre blanco manchado de tierra del bolsillo trasero de su peto.

Garnet mantiene el ceño fruncido mientras rompe el papel y lee el mensaje. Los mellizos Ederle se quieren, aunque no lo demuestren. No parecen llevarse muy bien, o mejor dicho, no se llevan. Son demasiado diferentes. Al menos, esa es la excusa, lo que los aleja es mucho más complicado. Algo que viene de familia.

—¿Qué locura es esta? No tiene sentido.

La expresión de Garnet no para de mutar entre el asombro, la confusión y una pizca de terror.

—Lior dice que ha escondido un cadáver en casa de mis tíos.

La tierra de la traición

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