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Las ciudadan í as alternativas como ontolog í a pol í tica
ОглавлениеPensamientos, como vimos de Balibar y Derrida, a los que agregamos los de Agamben, Rancière y Chatterjee, no permiten advertir que la ciudadanía es una categoría restrictiva, excluyente y paradójica. Plantean una oposición constitutiva entre los ciudadanos y los no ciudadano, por lo que definir la ciudadanía a partir de un concepto universal, que opera mediante un patrón de inclusión/exclusión, de integración o asimilación/diferenciación, es una tarea que encierra en sí misma una paradoja.
Como se sostuvo líneas arriba en la ciudadanía moderna se verifica el postulado de igualdad de derechos y el de libertad o autonomía política expresado en el concepto de soberanía popular, a un lado de la concepción homogénea de nación. El proyecto ilustrado colocó al pueblo como locus original de la soberanía y, por lo tanto, de la ciudadanía. Sin embargo, al igual que ésta, la noción de Pueblo se vuelve particularmente ambigua cuando se trata de nombrar lo que queda dentro o fuera de dicha categoría política.
Tal como lo evidencia Agamben (2001), en las lenguas europeas y modernas “[u]n mismo término designa, pues, tanto al sujeto político constitutivo como a la clase que, de hecho y sino de derecho, está excluida de la política” (p. 31). Esto da cuenta, para el autor, que la constitución de un cuerpo político se realiza mediante una escisión fundamental que plantea parejas categoriales aporéticas que son evocadas y puestas en juego cada vez que se piensa, tematiza o discute en torno a la relación y la escena política. Desde la Revolución Francesa, con la equiparación de los derechos del hombre y los del ciudadano, el pueblo se torna una presencia embarazosa e intolerable. De ahí que el proyecto democrático–capitalista pretenda poner fin a esta escisión por medio del desarrollo, lo que ha finalmente transformado en pueblo a todas las poblaciones del tercer mundo.
En este mismo sentido Chatterjee (2011) distingue dos líneas de conceptualización y abordaje empírico. Una es la línea que conecta a la sociedad civil con el estado-nación, basada en la soberanía popular y en la concesión de igualdad de derechos para los ciudadanos. El otro conjunto es la línea que conecta a las poblaciones con agencias gubernamentales que persiguen múltiples políticas de seguridad y bienestar. La primera línea apunta hacia el dominio de la política democrática de los últimos dos siglos. La segunda, a un dominio diferente de la política que se distingue de las formas clásicas de asociación de la sociedad civil, al que Chatterjee denomina sociedad política.
Lo interesante del planteo de este autor radica en la posibilidad de pensar las formas de subjetivación política de las poblaciones; categoría en la que se incluyen la mayoría de los habitantes de los países del tercer mundo que pueden ser considerados “solo tenuemente, e incluso, ambigua y contextualmente, portadores de derechos ciudadanos en el sentido imaginado por la Constitución” (Chatterjee, 2011: 216). Este marco de análisis proporciona un conjunto de conceptos alternativos a las categorías modernas de nación, sociedad civil y ciudadanía, que sólo se aplican a la historia de las sociedades de los países centrales. En los países periféricos, no es el ciudadano liberal y moderno el centro de la política, lo son las poblaciones heterogéneas, comunidades, colectivos que reclaman por servicios y asistencia, por derechos por fuera del Derecho.
En su concepción de la sociedad política, Chatterjee reconoce que los pobres y desfavorecidos despliegan un conjunto de acciones, a las que podemos entender como nuevas estrategias que configuran ciudadanías alternativas. Muchas veces estas acciones llevan a forzar o eludir las reglamentaciones ya que los procedimientos existentes implican su exclusión y marginación.
Los pobres y marginados no se movilizan como miembros de la sociedad civil porque en ella son vistos como subalternos, es decir, sin capacidad para gobernar, como gobernados. La posibilidad de acción política se abre paso en la sociedad política, cuando asistimos a movilizaciones exitosas que aseguran los beneficios de los programas gubernamentales para grupos de población sin ningún privilegio.
[.] [C]uando los pobres, conformados como sociedad política, consiguen influir en su favor en la implementación de políticas públicas, podemos (y debemos) decir que han expandido sus libertades por caminos que no estaban disponibles para ellos en la sociedad civil (Ibíd.: 143).
Si bien los sectores subalternos han perdido su capacidad para gobernar, al ser excluidos de la sociedad civil, han ganado espacio para definir la forma en que quieren ser gobernados, al obligar a las instancias de poder a atender sus demandas, aún por fuera de las instituciones y de las leyes.
El análisis de Chatterjee nos sitúa en un escenario que tensiona fuertemente la noción moderna de ciudadanía basada en los derechos y la soberanía. En la sociedad política, individuos y colectivos, sin derechos y sin reconocimiento de su soberanía, entablan con el Estado una relación política y despliegan prácticas políticas disruptivas en relación con el paradigma normativo vigente de ciudadanía. Como veíamos en los planteos de Balibar y Derrida, líneas arriba. Estas relaciones y prácticas, sin embargo, dan cuenta de subjetivaciones políticas y formas de entender lo político y la política alternativos que pueden ser pensados no como clausuras sino como instituyentes de nuevos sentidos y racionalidades.
De hecho, para Rancière (1996) la categoría ciudadanía no es adecuada para comprender el carácter político de las prácticas y acciones individuales y sociales ya que la misma es identificada “[…] como propiedad de los individuos, definible en una relación de mayor o menor proximidad entre su lugar y el del poder público, [y] es propia de la policía” (p. 47).
La policía es, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes. Pero para definir esto hace falta en primer lugar definir la configuración de lo sensible en que se inscriben unas y otras. De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. La policía no es tanto un “disciplinamiento” de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen.
En contraposición, Rancière propone reservar el nombre de política a una actividad bien determinada y antagónica de la primera: la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella, la de una parte de los que no tienen parte. Esta ruptura se manifiesta por una serie de actos que vuelven a representar el espacio donde se definían las partes, sus partes y las ausencias de partes. La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido.
Por ello Rancière (2006) afirma que:
[.] una lógica de subjetivación política es una heterología, una lógica del otro [.] nunca es la simple afirmación de una identidad, es siempre al mismo tiempo, negación de una identidad impuesta por otro, fijada por la lógica policial. La policía quiere efectivamente nombres “exactos”, que marquen la asignación de la gente en su lugar y en su trabajo. La política, ella, es asunto de nombres “impropios”, de misnomers que articula una falla y manifiestan un daño (p. 23).
Los sujetos políticos pueden ser pensados desde este marco como los “incontados”, quienes se meten en los intersticios, o producen ellos mismos la grieta. Son los que escapan a la lógica policial que siempre busca nombrar e identificar para controlar, para que no haya lugar para la política, para eliminar toda posibilidad de disrupción. Por esto, quizás lo que habría que revisar de la categoría ciudadanía es su perspectiva fundacionalista que la vincula a fundamentos fuertes y universales que incluyen a algunos, excluyendo a otros. Repensarla desde la contingencia, desde los quiebres, desde los desacuerdos, desde lo disruptivo, permitiría lecturas alternativas que comprendan otras dinámicas, otras racionalidades y otras relaciones más aproximadas a los territorios y espacios en los que se da la disputa entre la política y la policía.
Uno de estos territorios es, sin dudas, el de América Latina, ya que en ella la “diferencia colonial”, la marca de la colonia (que es un trazo histórico de racialización, subordinación lingüística y subordinación superpuesta en el caso del género) (Rufer, 2012: 61) se superpuso y reafirmó la delimitación política impuesta por la ciudadanía. En este sentido se hace necesario reconocer los escenarios y las prácticas que en nuestra región impulsan la construcción de una nueva cultura política, nuevas instituciones y nuevos procesos de apropiación de lo público, no reconocidos o autorizados por las concepciones hegemónicas de la ciudadanía.
A América Latina le urge pensarse desde otros lenguajes, desde otros contextos. Hay que pensarla como continente que puede tener contenidos significantes abiertos a la multiplicidad, como horizonte posible para un nuevo movimiento gnoseológico, que reflexione en sí mismo, en un pensar no paramétrico (Pinto, 2007: 188).
Nos resulta desafiante pensar la cuestión de la ciudadanía, la no ciudadanía y las ciudadanías alternativas desde la perspectiva de la ontología política. Lo que nos llevaría a pensarlas en ausencia de fundamentos fuertes y absolutos, abriéndolas a significados que exceden aquellos que han sido sedimentados históricamente. Apropiándonos de las palabras de Biset (2014: 151) podríamos concluir que un tratamiento ontológico político de la ciudadanía resulta fructífero porque la “[…] aborda como una multiplicidad discontinua que se juega en una dinámica entre lo constituido y lo constituyente; de otro lado, romper con la forma del juicio como figura de pensamiento disloca la posibilidad de establecer a priori la “orientación” […]” de la misma, considerando que sus significados y sentidos “[…] surge[n] de la contaminación con los procesos políticos existentes, donde la apuesta pasa por abrir allí posibilidades (o potencialidades) no preexistentes.”