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Ciudadan í as alternativas, hacia una democracia m á s all á de la soberan í a
ОглавлениеEl ejercicio de la ciudadanía se dirime, siempre y continuamente, entre la puesta en práctica de la democracia y la imposición del poder soberano. En ese (sin-)sitio se sitúa el ciudadano que puede ejercer su ciudadanía de forma pasiva o activa, en tanto sea incluido con ciudadanía “plena” o “parcial”, pero ser considerado como un “ciudadano pleno” no lleva a que la puesta en acción de su ciudadanía sea escuchada, como así también, no implica que ejercite activamente su ciudadanía. Por otro lado, no lleva la posesión de una “ciudadanía parcial” que no pueda ejercer activamente la misma o de forma pasiva por algún tipo de temor por la consideración que tendrán los otros ciudadanos. Allí, se abren toda una serie de complejidades donde el Estado soberano es quien otorga la ciudadanía, pero no es necesariamente en una ciudadanía activa que estaría pensando, ya que ésta le traería incomodidades. Pero ese otorgamiento, se produce dentro de sus límites equiparando ciudadanía con nacionalidad (Balibar, 1994: 37-38) lo que pondría en cuestión y entraría en conflicto con el proceso de mundialización.
Es así, que los ciudadanos necesitarían de la soberanía del Estado-nación para ser sujetos de derechos, pero al mismo tiempo, la soberanía limita el ejercicio de la ciudadanía. En ese dilema se situarían las ciudadanías alternativas que requieren del Estado, pero necesitan excederlo por intermedio de la democracia.
Refiriéndose a la politeía aristotélica, Balibar (2013: 20) plantea la cuestión paradojal que la democracia exigiría una participación ciudadana, pero al mismo tiempo fortalecería los límites y fronteras, es decir, se piensa en hacerla expansiva o extensiva, pero se reduce a las fronteras en las que se puede realizar, lo que se puede apreciar en los procesos de globalización. La ciudadanía es fundamental para la democracia y ésta para aquella, pero la ciudadanía tiene sus fronteras en las que se puede ejercer, por lo que la democracia quedaría también limitada en su ejercicio. El cuestionamiento de Balibar va hacia la transnacionalización de la ciudadanía (Balibar, 1994: 24; 2012: 10; 2004), por exigencia de la democracia, pero el impedimento sería la soberanía nacional en la que se sigue sustentando la ciudadanía (1994: 33). Cuestión esta que Derrida (2005) en Canallas deconstruirá con su Democracia por venir como,
[.] una extensión de lo democrático más allá de la soberanía del Estado-nación, más allá de la ciudadanía, con la creación de un espacio jurídico-político internacional que, sin abolir toda referencia a la soberanía, no dejase de innovar, de inventar nuevas particiones y nuevas divisibilidades de la soberanía […] (p. 111).
Siguiendo la deconstrucción de la soberanía del Estado-nación y la tensión entre Democracia y ciudadanía, en Espectros de Marx sostendrá que el “[.] derecho internacional y pretendidamente universal sigue estando ampliamente dominado, en su aplicación, por Estados-nación particulares” (1995: 97). Por lo que su propuesta de una Nueva Internacional hace referencia a
[.] un lazo intempestivo y sin estatuto, sin título y sin nombre, apenas público aunque sin ser clandestino, sin contrato, out of joint, sin coordinación, sin partido, sin patria, sin comunidad nacional (Internacional antes, a través de y más allá de toda determinación nacional), sin co-ciudadanía, sin pertenencia común a una clase (1995: 100).
Más allá de las discusiones sobre la lectura derridiana sobre la teoría de Marx, o mejor dicho, de los marxistas, y las críticas que se derivaron de ella (de Peretti, 2003; Sprinker, 2002), Derrida señala una cuestión que nos resulta imprescindible a la hora de abordar el tema de la ciudadanía, que veíamos que Balibar también la analiza, y es la vinculación-tensión entre ciudadanía y soberanía. Es decir, la soberanía del Estado-Nación sobre la ciudadanía que se le exige poseer a los sujetos que quieren ser parte de ese Estado. Por otro lado, señala que la ciudadanía universal no existe, ya que sólo es la ciudadanía entendida al interior de un Estado. Entonces, ¿cómo construir una ciudadanía más allá de un Estado particular? ¿Y cómo una ciudadanía podría ejercerse más allá de los límites que supone la asignación por parte del Estado de determinadas funciones como ciudadanos? Hacia allí van las lecturas que realizan Balibar y Derrida, y como veremos más adelante Rancière, Agamben y Chatterjee, que ponen en cuestión la ciudadanía o lo que se entiende por ella, para poder aspirar a una construcción de lo que llamamos ciudadanías alternativas. Alternativas al rol en el que se las quiere encerrar, a los lugares a donde se le concede injerencia, a los tiempos en los que pueden manifestarse y por cuánto tiempo pueden hacerlo, a las formas y modos de ponerla en práctica. Una ciudadanía alternativa a la ciudadanía.
Ciudadanías alternativas que rompan con la soberanía, pero con soberanía para imponerse. Por lo que no serán ajenas al conflicto, sino que se desarrollarán en él, porque es la manera, quizás no la única, de romper con la imposición del poder que un Estado otorga limitando la manifestación del ejercicio ciudadano.
Balibar (2013: 28), analizando la postura de Aristóteles, habla sobre lo real o virtual de la “soberanía democrática” (Derrida (2005) podría encontrar problemática la utilización conjunta de esos dos “conceptos”) preguntándose por la posibilidad real o, meramente, simbólica de ejercer una participación democrática. “[…] [E]sta concepción de la igual-libertad como reciprocidad de los poderes y de las obligaciones se acompaña inmediatamente de una limitación radical de la ciudadanía” (Balibar, 2013: 29). Aquí, se aprecia la tensión entre el universalismo y el ámbito nacional o entre lo virtual y real de la ciudadanía, y que por medio de la lucha puedan ser reconocidos como ciudadanos reales, pero al mismo tiempo trae aparejado que
[.] los excluidos de la ciudadanía [.] sean representados y por así decirlo “producidos” por medio de toda suerte de mecanismos institucionales y disciplinarios, como seres humanos imperfectos, “anormales” o monstruos situados en las márgenes de la humanidad (p. 30).
Sobran ejemplos, pero por mencionar sólo uno, los migrantes se verían en ese penoso lugar. La ciudadanía funcionaría, y funciona, como dadora de humanidad y no es ésta de la cual se derivaría aquella. Y aquí, una cuestión fundamental que sería la imposición de la soberanía ciudadana por sobre la humana, si se quiere. El Estado-Nación se presenta como el soberano que otorga humanidad, por medio de la ciudadanía, a todos los que reconoce como ciudadanos.
Esto, por un lado, daría un control sobre los excluidos, justamente al mantenerlos al margen; y, por otro lado, “acallaría” esas voces que no son tomadas en consideración, o no plenamente, al interior de la ciudadanía.
Se produciría un cálculo de soberanías, donde el Estado busca imponer su soberanía y los ciudadanos harían lo mismo. En esa medición de fuerzas es donde se pueden ver que afloran determinadas protestas, movimientos, asociaciones, etc., es allí donde la política y la democracia se expresan en su plena magnitud. Pero Balibar, sostiene que “[…] es necesario decir que quizás hay otra manera de concebir la cuestión de las reglas y de las garantías a las que la soberanía del pueblo debe someterse, en una suerte de autolimitación de su poder, que es la condición de su racionalidad […]” (p. 34).
En esa tensión permanente a la que conducen las luchas por las soberanías es desde donde podríamos pensar el ejercicio de la ciudadanía.
La reivindicación activa de la ciudadanía traducía la permanencia del conflicto al seno de la esfera estatal formalizada. Es esto lo que podría ayudarnos a decir, en última instancia, que en la configuración estatal de lo político no hay democracia en el sentido puro o ideal del término, pero siempre puede haber en ella procesos de democratización, lo que en realidad puede ser aún más importante (Balibar, 2013: 42).
Balibar se cuestiona hasta qué punto se puede hablar de estos procesos de democratización, y sostiene que hay un salto, casi insalvable o hasta el momento no se produce, entre el ámbito nacional e internacional que impide que se rompa con esa ciudadanía asignada por el Estado e imposibilita, por un lado, la ampliación hacia una ciudadanía internacional, y por otro, el efecto inverso de una reavivación de un “nacionalismo exacerbado”. Aquí, la propuesta derridiana de la Democracia por venir intentaría salvar esa distancia a la que está atento Balibar. Pero la “presión de igual-libertad” o la demanda de la Democracia por venir, sin ser idénticas, exigen una lucha por democratizar, continuamente, el ejercicio ciudadano, por extraerlo de la soberanía o por lo menos, en alejarlo de decisiones soberanas que se reduzcan, exclusivamente, a ellas. A partir de allí, se podría empezar a pensar en una internacionalización del rol ciudadano más allá de las fronteras soberanas de un Estado-nación. Por lo que Balibar va a hablar de una “politeía más allá del Estado” (2013: 48).
En otros términos, esto presupone que las organizaciones internacionales obtienen una autoridad cosmopolítica independiente de la autoridad de los Estados, y por ello enraizada en prácticas y procedimientos de intervención, modalidades de cooperación, de participación, de delegación del poder y de representación que atraviesan el nivel estatal, volviendo a descender por debajo de él para reencontrarse con las propias comunidades de ciudadanos y recibir de ellas una parte de su impulso, en el momento justo cuando, jurídicamente, se instalan por sobre dicho nivel (pp. 49-50).
Para Balibar habría una recuperación del impulso de los ciudadanos para la organización trans-estatal, ya que atraviesan el nivel estatal para constituirse. Aquí, se señala esa cuestión que Derrida identifica también, pero podríamos marcar que la aporía que plantea no recupera, como lo hace Balibar, ese impulso ciudadano. En este sentido, Balibar otorgaría una vuelta al ciudadano que en los términos derridianos, en especial en Canallas, queda en cierta medida ausente o de una implicación tácita. La tensión aporética de Derrida se movería entre los Estados y los organismos internacionales o trans-estatales, pero no centrándose en la fuerza ciudadana.
Esta vuelta a la politeía como constitución ciudadana exige un replanteamiento de los términos en los que se la comprende o desde el Estado al que se la quiere reducir. Por lo que el camino, para Balibar, es el de la igual-libertad que no es una disposición originaria, sino que se debe conquistar, ya que los que ejercen el poder no desean tomar en cuenta (Rancière, 1996: 171) a los otros que exigen ser considerados. Los conciudadanos de la igual-libertad no son amigos ni enemigos, sino que se mantienen en una relación agonística, como lo sostiene Mouffe (1999; 2003; 2007; 2014; 2018). Bien, pero esa relación-tensión no siempre es percibida como tal y se tiende a tomarla como lucha contra enemigos y en las manifestaciones mencionadas arriba se las ve como un atentado a la ciudadanía, pero obviamente entendida desde el rol acotado que otorga el Estado, por lo que se convierten esos procesos conflictivos en luchas por la defensa de la “ciudadanía estatal”, de un lado, y por otro, de la ciudadanía entendida como defensa de lo que se considera propio o desde la igual-libertad o la construcción del por venir de la democracia.
Esta última ciudadanía es la que se debe construir en comunidad, con los otros co-ciudadanos, reinventándose a cada paso, pensándose en el por venir, pero no aspirando a decisiones homogéneas que digan representar a “todos” eludiendo lo conflictual.
La ciudadanía no sólo debe ser atravesada por crisis y tensiones periódicas, sino que es intrínsecamente frágil o vulnerable: es por esta razón que a lo largo de su historia ha sido destruida y reconstruida en varias ocasiones, en un marco institucional nuevo (Balibar, 2013: 63).
Esa fragilidad es la que “coloca” a la ciudadanía en un lugar de constante blanco de ataques, pero al mismo tiempo le posibilita estar en continua apertura y reinventándose sin que ninguna institución la pueda contener. Pero es necesario señalar que no hay ciudadanía sin institución. Por lo que una democracia sustentada en la igual-libertad debe siempre tender a la desdemocratización de la constitución democrática de la ciudadanía, para poder ampliar sus bases y poder tornarse, cada vez, más abierta y más democrática.
Pero la cuestión está lejos de ser sencilla, porque hay múltiples movimientos al interior, como son las “inclusiones”(-exclusivas) que ingresan al sistema a los excluidos pero en tantos permanezcan en su condición de tal. Es decir, el capitalismo ha posibilitado que puedan ingresar en su sistema productivo, de explotación, pero sin que pudieran obtener derechos como ciudadanos, podríamos hablar de una “ciudadanía económica” que no incluye otros derechos y eso permite que se los incorpore porque no pueden reclamar por derechos que nunca se les han otorgado. La contradicción inmanente de una ciudadanía universal y exclusiones internas a cada Estado.
Esas “inclusiones” llevan a Balibar (2013) a realizar una distinción entre resistencia y exclusión para poder comprender los límites, muchas veces difusos, de la ciudadanía.
Si precisamente no hubiera resistencia, en sus diversas formas (no necesariamente violentas), dichos grupos podrían encontrarse excluidos por completo, desplazados fuera de los territorios donde adquirieron derechos formales, protecciones jurídicas […] (p. 109).
Esta aclaración es clave para poder adentrarnos en las discusiones sobre la ciudadanía y sobre la complejidad que se presenta al interior de la misma, donde no es una mera oposición y una abierta exclusión, sino que podríamos decir que se producen micro-exclusiones que dan lugar a la resistencia, pero que ser reconocidos legal y jurídicamente por un Estado, no siempre otorga los mismos derechos a todos, como se puede comprobar en la práctica.
Esas micro-exclusiones otorgan siempre la posibilidad de una inclusión-excluyente donde se puede tomar como argumento en contra de aquellos que rompen o intentan romper con el lugar concedido por un Estado y del cual no se deben apartar, incluso, no deberían hacer uso del derecho a la resistencia, ya que eso podría ser usado como justificación para ir contra ellos. En muchos casos, la ciudadanía no otorga el poder del ejercicio de la misma, por paradójico que resulte.
En este sentido, podríamos plantearnos la pregunta por si las protestas que mencionábamos al inicio, son de resistencia o una búsqueda por ser incluidos, las respuestas no son tan simples, sino que en esa delgada línea se mueven, algunos casos, donde no se puede realizar una identificación a priori, y demandan observar cada uno de los casos con sus particularidades. Pero sea de resistencia o en contra de la exclusión se puede ver el uso de la ciudadanía y, como ello genera resistencia desde el Estado, y no sólo desde él, recurriendo a formas de explicita violencia que intentan mantener a esos ciudadanos excluidos en la exclusión, aunque esas manifestaciones consigan algunos logros. Estos logros podrían verse como conquistas de derechos o concesiones para el mantenimiento en la exclusión.
Aquí, se abre otra cuestión inmensa y compleja, que la utilización de la ciudadanía de los que se consideran a sí mismos como ciudadanos con plenos derechos y alejan con micro-exclusiones a los ciudadanos que no alcanzarían esa categoría (extranjeros, ciudadanos no nativos, personas que perciben un plan (1), etc.). Estas disputas se producen al interior del Estado, pero no son contra él, sino que son entre los ciudadanos por el derecho a la ciudadanía, por quienes pueden obtenerlo y quienes no, quienes lo obtienen, pero no en plenitud (no nos referimos a las categorías que se enumeran en al Art. N° 20 de la ley de migraciones 25.871 de la Argentina como: “residentes permanentes”, “residentes temporarios”, “residentes transitorios” y “residentes precarios”). En estas “concesiones” está presente el factor tiempo, que es determinado por lo que se tolera al otro, ya sea por una necesidad, que haga el trabajo que uno no quiere realizar; que estudie o trabaje pero que luego se marche. Aquí, funcionan y se muestran en toda su ferocidad las micro-exclusiones de las que hablábamos, porque el Estado puede conceder la ciudadanía, pero será “revalidada” por los conciudadanos y llevará implícita una mirada controladora y de sospecha por cualquier puesta en práctica de esos derechos otorgados como ciudadano. “[.] Podría plantearse que la ciudadanía es una regulación política de esta violencia, que le concede un mayor o menor espacio, pero que nunca la suprime del todo.” (Balibar: 2013: 121)
La inclusión en la ciudadanía, nunca es una y simple, sino que exige múltiples inclusiones y siempre abierta a “revisión” por parte del Estado, pero más incisivamente, por parte de los “ciudadanos plenos”. Allí, va implícita una exigencia de aceptación de las condiciones que se le presentan para ser ciudadanos a las que se deben adaptar, muchas veces, olvidando lo que son para ser considerados como ciudadanos, y siempre “bajo sospecha”.
Balibar (2013) lo expresa claramente: “[…] son siempre ciudadanos, que se “se saben” y “se imaginan” como tales, quienes excluyen de la ciudadanía y quienes, así, “producen” no ciudadanos de manera que puedan representase su propia ciudadanía como una pertenencia “común”.” (p. 126) Sin embargo, agregaríamos que es el Estado o las políticas estatales que se expresan en normas y leyes las que colocan una primera barrera de exclusión-inclusión, que no es ajena a lo que sostiene Balibar sobre los ciudadanos que se saben como tales los que muchas veces son representados en esas leyes, pero no siempre. Este es el caso del DNU 70/2017 donde se erigió, sin discusión ni atravesar los poderes para plasmarse. Por lo que allí, funciona la exclusión del Estado, que puede o no manifestar la de los ciudadanos, pero no siempre son correlativas. Por otro lado, esto tiene su contraparte en la exigencia que se le puede realizar al Estado de salvaguardar los beneficios propios de los “nativos” en contraposición a los inmigrantes, por ejemplo, pero no sólo de ellos, sino que puede ser una exigencia de un grupo que no concibe perder su statu quo a manos de personas que antes se consideraban en una “clase” inferior a la de ellos. Allí, se espera que sea el Estado quien tome las decisiones para que nada cambie. “[.] [L]a exclusión es indirectamente reclamada al Estado representativo por una cuasi comunidad de semiciudadanos, o de ciudadanos inseguros de sus derechos y su reconocimiento.” (Balibar, 2013: 128).
Balibar realiza una “sugerencia” que podría existir una tendecia, es muy cuidadoso en colocar los recaudos necesarios, que las exclusiones se podrían dar en la superposición de niveles de exclusión, donde se podría ver que algunas personas están predestinadas a la ciudadanía por contraposición a aquellas que desde lo “material” no podría ya acceder a ella. Habría constituciones fisiológicas y psicológicas que le imposibilitarían un acceso a la ciudadanía y constituciones ideales que a otros les harían acreedores de la misma.
Esto nos lleva a sugerir que puede haber una tendencia a la superposición de los modelos de exclusión que se justifican en términos idealistas, apelando a una definición del hombre que lo predestina a la ciudadanía, y de los modelos que se justifican en términos materialistas y positivistas, identificando características fisiológicas o psicológicas que marcarían la inferioridad de las capacidades de determinados humanos (según la época que se trate: mujeres, trabajadores manuales, anormales, extranjeros y colonizados o inmigrantes.) (Balibar, 2013: 134).
Balibar (2013) analizando la constitución de la ciudadanía en la modernidad a partir de los Derechos del hombre y el ciudadano sostiene que: “[y]a que los individuos o los grupos no pueden ser excluidos de la ciudadanía en razón de su estatus o de su origen social, estos deben ser excluidos precisamente en cuanto hombres: tipos humanos diferentes de otros.” (p. 131). Es decir, que apelarían a una diferencia antropológica exclusiva para mantenerse incluidos.
Una forma de eludir esos usos de la ciudadanía y esas categorizaciones antropológicas es por medio de la democracia que “[…] es el “régimen” que hace que el conflicto sea legítimo [.]” (Balibar, 2013: 143), para luego agregar que es una institución que transforma los conflictos que tenderían a la destrucción para tornarlos en constructivos (p. 144). En ese sentido se puede leer la propuesta política derridiana y la centralidad que en sus últimas investigaciones (2005; 2010; 2011) cobró la cuestión de la democracia y la soberanía, y cómo aquella se mueve en la posibilidad incesante de la crítica y el conflicto, y la adopción de estos como punta de lanza para avanzar hacia una “perfectibilidad” y de allí, su “constitución” endeble y al mismo tiempo su fortaleza.
Ahora bien, más allá de esta crítica activa e interminable, la expresión “democracia por venir” tiene en cuenta la historicidad absoluta e intrínseca del único sistema que acoge dentro de sí, en su concepto, esa fórmula de auto-inmunidad que se denomina el derecho a la autocrítica y a la perfectibilidad. La democracia es el único sistema, el único paradigma constitucional en el que, en principio, se tiene o se arroga uno el derecho a criticarlo todo públicamente, incluida la idea de la democracia, su concepto, su historia y su nombre. Incluidas la idea del paradigma constitucional y la autoridad absoluta del derecho. Es, por lo tanto, el único que es universalizable, y de ahí derivan su oportunidad y su fragilidad (Derrida, 2005: 111).
Y prosigue, pero no Derrida, sino Balibar (2013), aunque se podrían leer estas citas como una sola, donde se aprecian una continuidad y cercanía, al menos en este punto.
[.] [L]os actores históricos son aquellos que cambian la relación de lo social con lo político, imponen el reconocimiento de intereses y de necesidades no sólo como “intereses particulares”, sino como intereses generales de la sociedad, potencialmente universalizables, y de ese modo transforman los procedimientos de establecimiento del consenso, los criterios de racionalidad política, es decir, la función misma del Estado (p. 152).
Para Balibar, siguiendo a Weber, la democracia implicaría siempre ese lugar límite donde se sostiene ella y el ejercicio de la ciudadanía, rechazarlo o tender a obliterarlo como una posibilidad cierta de su práctica sería ir en contra de ambos. “Lo que equivale, de manera riesgosa, a introducir en la idea misma de democracia un elemento de ciudadanía “anárquica” que sería, sin embargo, la condición de posibilidad de su institución.” (p. 157). Ciertamente, que a partir de aquí se puede hablar de ciudadanías alternativas que van en contra de lo establecido, pero sustentándose en la legitimidad de la institución de la que parten. Esta co(i)mplicación de la lucha y la ciudadanía es lo que se busca desunir para que la ciudanía no refiera a la lucha, sino que se conforme con acatar las normas, pero ese exceso es lo que hace que la ciudadanía sea entendida como ejercicio ciudadano y la democracia como una lucha por democratizarla constantemente (Balibar, 2012: 15).
Para la “democracia conflictiva” el conflicto es inmanente a la ciudadanía, no se pueden dar de forma separadas, pero al mismo tiempo este conflicto implica una institucionalidad. “La imposibilidad de la institución del conflicto como “solución” del problema de la ciudadanía democrática no impide, al contrario, que la historia de la ciudadanía no esté hecha del conflicto de las instituciones [.]” (Balibar, 2013: 164). La búsqueda de eliminación del conflicto, trae aparejada la desaparición de la ciudadanía activa, lo que muchas veces se busca desde un Estado que procura la hegemonía.
Balibar (2013) concluye en la última página de su libro Ciudadanías con la séptima y última proposición a propósito de democratizar la democracia y la importancia de la ciudadanía para sostener esa democratización, lo citamos in extenso:
[l]a insurrección, en sus diferentes formas, es la modalidad activa de la ciudadanía: aquella que la inscribe en actos. Entonces podemos decir que el “resultado final” es de hecho una función del “movimiento”, que es la verdadera modalidad de existencia de la política. Pero no podemos creer que hay un “justo medio” entre la insurrección y la desdemocratización, o la degeneración de la política. La insurrección se llama “conquista de la democracia” o “derecho a tener derechos”, pero siempre tiene por contenido la búsqueda (y el riesgo) de la emancipación colectiva y de la potencia que les confiere a sus participantes, en contra del orden establecido que tiende a reprimir esta potencia. El momento actual de la historia de las instituciones de la ciudadanía ilustra con elocuencia la radicalidad de esta alternativa y la incertidumbre que conlleva (p. 215).
Esa ciudadanía activa que se plasma en la insurrección (Balibar, 2012: 17) es lo que nos gusta llamar ciudadanías alternativas, en tanto que: a. se abren a lo otro; b. reconocen a los otros; c. son otras modalidades de expresión ciudadana; d. son alternativas creativas por contraposición a la mera resistencia, aunque no desconocen esta última; d. no se cierran a una sola y única forma de entender la ciudadanía; e. no se conforman con lo constituido, sino que lo constituyente está siempre presente en un continuo proceso.
Ciudadanías alternativas indispensables para exigir constantemente a la democracia, para, cada vez más, tornarla más democrática.
Ciudadanías alternativas que se abren como ontología política, como lo veremos en el siguiente apartado, en tanto procesos de diferenciación y configuración de lo dado (Biset, 2011: 34, 40) permitiendo el cuestionamiento de lo constituido, pero al mismo tiempo de lo constituyente.