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La mujer les miró a uno y luego al otro, sonrió débilmente y les invitó a entrar. Elínborg fue por delante y Erlendur cerró la puerta tras ellos. Habían llamado antes y la mujer tenía la mesa preparada con pastelitos y bizcochos. La cocina olía a café recién hecho. Era un adosado en el barrio de Breidholt. Elínborg había hablado con ella por teléfono. Se había vuelto a casar. Su hijo del primer matrimonio estaba estudiando medicina en Estados Unidos. Con su segundo marido había tenido dos hijos. Se llevó una tremenda sorpresa con la llamada de Elínborg y se tomó la tarde libre para reunirse con ella y Erlendur en su casa.

—¿Es él? —preguntó la mujer cuando les invitó a tomar asiento.

Se llamaba Kristín, pasaba de los sesenta y había engordado con la edad. Había visto las noticias sobre el esqueleto de Kleifarvatn.

—No lo sabemos —respondió Erlendur—. Sabemos que es un hombre, pero estamos a la espera de una determinación más precisa de su edad.

Habían pasado unos pocos días desde el hallazgo del esqueleto. Parte de los huesos había sido enviada para su determinación por el método del carbono 14, pero la forense utilizaba también otro procedimiento que pensaba que podría acelerar la obtención de resultados. Elínborg había estado en contacto con ella.

—¿Acelerar la obtención de resultados? —le había preguntado Erlendur.

—Utilizan la fundición de aluminio de Straumsvík —respondió Elínborg.

—¿La fundición de aluminio?

—Están estudiando los datos históricos de contaminación de la fundición. Se trata de dióxido de azufre y fluoruros y otras sustancias por el estilo. ¿No has oído nada?

—No.

—El fluoruro pasa al aire en cierta proporción y se deposita en el agua y en la tierra y se encuentra, por ejemplo, en los lagos próximos a la fundición, como es el caso del Kleifarvatn. Las cantidades han disminuido gracias a la mejora de las medidas antipolución. Me dijeron que lo había encontrado en los huesos en determinada cantidad, y en una estimación apresurada creen que el cuerpo habría sido arrojado al agua antes de 1970.

—¿Con qué margen de error?

—Cinco años más o menos —dijo Elínborg.

La investigación sobre el esqueleto del lago Kleifarvatn se centraba en aquellos momentos en varones desaparecidos entre 1960 y 1975. Eran ocho en todo el país. Cinco vivían en la región de la capital. El primer marido de Kristín era uno de ellos. Habían leído los informes. Había sido ella quien había denunciado su desaparición. Un día no regresó a casa después del trabajo. Lo estaba esperando con la comida preparada. Su hijo estaba jugando en el suelo. Pasó la tarde. Bañó al niño y lo durmió, y se fue a la cocina. Se sentó a esperar. Se habría puesto a ver la televisión de no haber sido jueves, pues en aquellos tiempos no había emisiones ese día.

Era otoño de 1969. Vivían en un pequeño apartamento que habían comprado hacía poco. Él era jefe de ventas en una inmobiliaria y había conseguido el piso en muy buenas condiciones. Ella acababa de terminar sus estudios en la Escuela de Comercio cuando se conocieron. Un año más tarde se casaron con gran pompa, y un año después de la boda nació su hijo, al que el marido adoraba.

—Por eso no consigo comprenderlo —dijo Kristín mirando a los dos policías alternativamente.

Erlendur tuvo la sensación de que aquella mujer seguía esperando al hombre que había desaparecido de su vida de forma tan repentina e incomprensible. La imaginó esperando ella sola en la oscuridad del otoño. La vio llamar a las personas que le conocían y a sus amigos, y a la familia, que se congregó pocos días después en el apartamento para darle ánimos y consolarla en su pena.

—Éramos felices —dijo—. El pequeño Benni era nuestro ojito derecho, yo acababa de conseguir un empleo en la Asociación de Comerciantes y, por lo que sé, a él le iba bien en su trabajo. Era una inmobiliaria bastante grande y él era un buen vendedor. No le había ido especialmente bien en el colegio, dejó el instituto al cabo de tres años, pero era muy trabajador y yo estaba convencida de que se sentía satisfecho con su vida. Nunca me dio a entender otra cosa. —Les llenó las tazas de café—. No noté nada extraño el día anterior —dijo, alargándoles un plato con pastelitos—. Se despidió de mí por la mañana, telefoneó a mediodía simplemente para oír mi voz, y luego otra vez para decirme que se retrasaría un poco. Desde entonces no he vuelto a saber nada de él.

—Pero ¿no es posible que le fuera mal en el trabajo y no te contara nada? —preguntó Elínborg—. Leímos los informes y...

—Iban a despedir a alguien. Me lo había comentado hacía unos días, pero no sabía a quién. Luego le llamaron al despacho del jefe ese día y le dijeron que ya no le necesitaban. El dueño me lo contó después. Me dijo que mi marido no dijo ni una palabra cuando le despidieron, ni protestó ni pidió explicaciones, simplemente volvió a su despacho y se sentó a su mesa. Sin mostrar ninguna reacción.

—¿No te llamó para contártelo? —preguntó Elínborg.

—No —dijo la mujer, y Erlendur notó que la pena la envolvía—. Como os he dicho, llamó, pero no me dijo ni una sola palabra del despido.

—¿Por qué le despidieron? —preguntó Erlendur.

—Nunca conseguí una explicación satisfactoria. Creo que el dueño quiso ser piadoso al hablar conmigo. Dijo que habían tenido que reducir personal por el descenso en las ventas, pero luego oí decir que les daba la sensación de que Ragnar había perdido interés por el trabajo. Que perdió el interés por lo que hacía. A raíz de la reunión de sus antiguos compañeros de clase del instituto, empezó a decir que estaba pensando en retomar los estudios. Le habían invitado aunque había abandonado los estudios sin terminar y sus viejos compañeros estaban todos estudiando para médicos, abogados o ingenieros. Eso dijo. Como si se arrepintiera de haber dejado el instituto.

—¿Relacionas eso de alguna forma con su desaparición? —preguntó Erlendur.

—No, creo que no —respondió Kristín—. Sí que la puedo relacionar con una pequeña pelea que tuvimos el día anterior. O a que nuestro hijo nos daba malas noches. O a que no tenía dinero para cambiar de coche. En realidad, no sé qué pensar.

—¿Estaba deprimido? —preguntó Elínborg, que se dio cuenta de que la mujer le hablaba como si aquello hubiera sucedido ayer mismo.

—Como lo estamos casi todos los islandeses. Desapareció en otoño, si eso significa algo.

—En su momento dijiste que estaba excluido que se tratara de un crimen —dijo Erlendur.

—Sí —respondió la mujer—. No puedo ni imaginármelo. No andaba en asuntos turbios. Habría tenido que ser pura casualidad que se encontrara a alguien que le matara. Nunca he pensado que haya sucedido nada por el estilo y la policía tampoco. Vosotros nunca visteis su desaparición como un caso de asesinato. Se quedó sentado después del trabajo, cuando todos los demás se habían marchado ya, y ésa fue la última vez que le vieron.

—¿Nunca se investigó como caso de asesinato? —preguntó Elínborg.

—No —respondió Kristín.

—Dime otra cosa, ¿tu marido era radioaficionado? —preguntó Elínborg.

—¿Radioaficionado? ¿Qué es eso?

—En realidad, yo tampoco lo tengo muy claro —dijo Erlendur, y miró a Elínborg en busca de ayuda. Ella siguió sentada en silencio—. Son hombres que se mantienen en comunicación por radio con otras personas de todo el mundo —continuó Erlendur—. Hace falta, o la hacía, tener una emisora de radio suficientemente potente para llegar a todos los rincones del mundo. ¿Tenía él un aparato de ésos?

—No —respondió la mujer—. ¿Radioaficionado?

—¿Le interesaban las telecomunicaciones? —preguntó Elínborg—. ¿Tenía una emisora, o...?

Kristín la miró.

—¿Qué es lo que habéis encontrado en Kleifarvatn? —preguntó con un gesto de extrañeza—. Nunca tuvo ninguna emisora de radio. ¿Qué clase de emisora?

—¿Iba a pescar al Kleifarvatn? —preguntó Elínborg, sin responder a su pregunta—. ¿O le gustaba ir al lago?

—No, nunca. No tenía ningún interés por la pesca. Mi hermano es un gran pescador de salmones e intentaba llevárselo consigo, pero él nunca quiso. En ese aspecto era igual que yo. Coincidíamos en eso. No queríamos matar a ningún animal sin necesidad ni por diversión. Nunca fuimos a Kleifarvatn.

La mirada de Erlendur se dirigió involuntariamente hacia una fotografía en un bonito marco que había en una estantería del salón. Era de Kristín con un niño que se imaginó que sería su hijo sin padre, y se puso a pensar en su propio hijo, Sindri. Al principio no comprendía por qué había ido a visitarle. Sindri siempre le había evitado, a diferencia de Eva Lind, que quería pedirle responsabilidades por no haberse ocupado de ellos cuando eran unos niños. Erlendur se había divorciado de la madre de los pequeños tras un matrimonio bastante breve, y cuanto más tiempo pasaba, más se arrepentía de no haber tenido nunca relación alguna con sus hijos.

Se saludaron en el rellano con un apretón de manos, incómodos, como si fueran dos desconocidos. Después, Erlendur invitó a Sindri a pasar y le ofreció un café. Sindri le explicó que estaba buscando un apartamento o una habitación donde vivir. Erlendur le dijo que no tenía ni idea de dónde podía encontrar alguno, pero le prometió que le avisaría si se enteraba de algo.

—Entretanto, quizá podría quedarme aquí —dijo Sindri, que hasta ese momento había tenido los ojos clavados en la estantería del salón.

—¿Aquí? —preguntó Erlendur desde la puerta de la cocina.

Empezó a comprender a qué se debía la visita de Sindri.

—Eva dijo que tenías una habitación libre, que sólo la usabas para guardar unos cuantos trastos.

Erlendur miró a su hijo. Tenía una habitación de más en el apartamento. Los trastos de que hablaba Eva eran objetos que pertenecieron a sus padres y que él guardaba porque no era capaz ni de imaginar desprenderse de ellos. Eran objetos procedentes del hogar de su infancia. Una caja con cartas de sus padres y sus abuelos, una estantería tallada, montones de periódicos, libros, cañas de pescar, una vieja escopeta pesadísima, inservible, que había pertenecido a su abuelo.

—Y tu madre —dijo Erlendur—, ¿no puedes ir a su casa?

—Sí, claro —respondió Sindri—. Claro que puedo.

Callaron.

—No, en ese cuarto no hay apenas espacio —dijo Erlendur—. Así que... no sé...

—Eva ha dormido aquí —afirmó Sindri.

Sus palabras fueron seguidas por un espeso silencio.

—Dijo que habías cambiado —dijo Sindri, finalmente.

—¿Y tú? —preguntó Erlendur—. ¿Has cambiado, tú?

—Hace muchos meses que no lo pruebo —aseguró Sindri—. Si te refieres a eso.

Erlendur volvió en sí y tomó un sorbo de café. Apartó la mirada de la foto del estante y miró a Kristín. Le apetecía un cigarrillo.

—Entonces, el chico nunca conoció a su padre —dijo.

Vio de refilón que Elínborg clavaba sus ojos en él, pero fingió no darse cuenta. Sabía perfectamente que estaba inmiscuyéndose en un asunto privado de aquella mujer que había perdido a su marido de forma misteriosa hacía más de treinta años y que nunca había obtenido una respuesta satisfactoria. La pregunta de Erlendur no tenía el menor interés para la investigación policial.

—Su padrastro siempre fue muy bueno con él, y hay una buena relación entre todos los hermanos —respondió la mujer—. No sé si eso tiene algo que ver con la desaparición de mi marido.

—No, perdona —se disculpó Erlendur.

—Pues eso era todo, me parece —dijo Elínborg.

—¿Pensáis que pueda tratarse de él? —preguntó Kristín, poniéndose en pie.

—Creo que no es muy probable —dijo Elínborg—. Pero tenemos que estudiar mejor el asunto.

Estuvieron un momento sin moverse, como si aún no se hubiera dicho todo. Como si en el aire estuviera flotando algo que necesitaba ser expresado en palabras antes de concluir la reunión.

—Un año después de su desaparición —dijo Kristín— apareció en la costa Snæfellsnes un cuerpo arrastrado por la corriente. Se creyó que podría ser él, pero luego resultó que no era así.

Juntó las manos.

—A veces, todavía hoy, creo que puede estar vivo. Que no ha muerto. A veces pienso que nos dejó y se fue a algún otro sitio, o que se marchó del país sin decirnos nada, y fundó otra familia. A veces incluso me parece verle aquí, en Reikiavik. Hará unos cinco años me pareció verle. Como una tonta, seguí a aquel hombre. Era en el centro comercial Kringla. Estuve espiándole hasta que vi que no era él, claro. —Miró a Erlendur—. Desapareció y, sin embargo... nunca desapareció —añadió, y una sonrisa llena de tristeza se dibujó en sus labios.

—Lo sé —dijo Erlendur—. Sé lo que quieres decir.

Cuando se sentaron en el coche, Elínborg le reprochó la falta de tacto al preguntarle por su hijo. Erlendur le pidió que no fuera tan tiquismiquis.

Sonó su teléfono móvil. Era Valgerdur. Erlendur estaba esperando que le llamara. Se habían conocido la Navidad anterior, cuando Erlendur investigaba un crimen en un hotel de Reikiavik. Era bióloga y desde entonces mantenían una relación llena de interrupciones. Valgerdur estaba casada. Su marido reconocía haberla engañado con otra mujer, pero no quería romper el matrimonio, se puso de lo más tierno, pidió perdón y prometió mejorar su comportamiento. Ella le dijo que le iba a dejar, pero aún no lo había hecho.

—¿Qué tal tu hija? —preguntó Valgerdur, y Erlendur le contó en breves palabras la visita a Eva Lind.

—¿Pero no crees que el tratamiento puede ayudarla? —preguntó Valgerdur.

—En eso confío, pero no sé muy bien qué es lo que puede ayudarla —dijo Erlendur—. Está prácticamente igual que antes de perder el niño.

—¿Intentamos vernos mañana? —preguntó Valgerdur.

—Sí, nos vemos mañana —respondió él, y se despidieron.

—¿Era ella? —preguntó Elínborg, que sabía que Erlendur mantenía una especie de relación con una mujer.

—Sí te refieres a Valgerdur, sí, era ella —respondió Erlendur.

—¿Está preocupada por Eva Lind?

—¿Qué te dijeron del aparato en la Científica? —preguntó Erlendur para cambiar de tema.

—No saben mucho —dijo Elínborg—. Pero creen que es ruso. Alguien borró la marca y el número de serie, pero dicen que por lo que se puede distinguir de las letras, son del alfabeto cirílico.

—¿Ruso?

—Sí, ruso.

En el extremo sur del lago Kleifarvatn había unas cuantas casas, y Erlendur y Sigurdur Óli recogieron información sobre sus propietarios. Les llamaron e hicieron preguntas de carácter general sobre desaparición de personas que pudieran tener relación con el lago. No hubo ningún resultado.

Sigurdur Óli mencionó a Elínborg, que estaba inmersa en los preparativos de la presentación de su libro de cocina.

—Creo que piensa que se hará famosa con el libro —dijo Sigurdur Óli.

—¿Quiere ser famosa? —preguntó Erlendur.

—¿No quiere todo el mundo ser famoso? —dijo Sigurdur Óli.

—Vanidad —espetó Erlendur.

El hombre del lago

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