Читать книгу El hombre del lago - Arnaldur Indridason - Страница 11

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Sigurdur Óli leyó la carta, las últimas palabras de un joven que se fue de su casa un día de 1970 y no volvió nunca más.

Los padres del joven tenían ambos la misma edad, setenta y ocho años, y los dos gozaban de buena salud. Tenían otros dos hijos, más jóvenes, que andaban por los cincuenta. Sabían que su hijo mayor se había suicidado. Creían lo que decía la carta. No sabían cómo lo había hecho, y tampoco sabían dónde estaban sus restos. Sigurdur Óli les había informado sobre el hallazgo en el lago Kleifarvatn, la emisora de radio y el agujero en el cráneo, pero ellos no comprendieron qué relación podía existir con aquello. Su hijo nunca se había peleado con nadie y no tenía enemigos, eso quedaba excluido.

—Es absurdo pensar que lo asesinaran —dijo la mujer mirando a su marido, aún horrorizado por el fatal destino de su hijo, desaparecido tantos años atrás.

—Lo puedes ver en la carta —dijo el hombre—. Está muy claro lo que pensaba hacer.

Sigurdur Óli volvió a leer la nota.

Queridos papá y mamá, perdonadme, pero no puedo hacer otra cosa, esto es insoportable y no puedo imaginarme seguir vivo, no puedo, no quiero y no puedo.

La carta estaba firmada «Jakob».

—Fue culpa de esa chica —aseguró la mujer.

—Eso no lo sabemos —repuso el hombre.

—Se marchó con un amigo de mi hijo —dijo la mujer—. Nuestro hijo no pudo soportarlo.

—¿Pensáis que pueda tratarse de él, de nuestro hijo? —preguntó el hombre.

Estaban sentados en el sofá delante de Sigurdur Óli, esperando respuestas a las preguntas que les acosaban desde la desaparición de su hijo. Sabían que no les podría responder a la más difícil, con la que habían bregado todos esos años y que indagaba sobre los actos y la responsabilidad de los padres, pero al menos podría decirles si lo habían encontrado. En las noticias sólo habían dicho que en Kleifarvatn había aparecido el esqueleto de un hombre. Nada sobre la emisora ni el cráneo perforado. No comprendían por qué les preguntaba sobre esos detalles. Ellos sólo querían saber si era él.

—Me temo que no hay demasiadas probabilidades de que se trate de él —respondió Sigurdur Óli.

Les miró. Una desaparición incomprensible y la muerte de una persona muy querida habían dejado huella en la vida de ambos. El caso nunca se había cerrado. Su hijo seguía sin volver a casa, no había regresado en todos esos años. No sabían dónde estaba ni qué había sido de él, y la incertidumbre les llenaba de desesperanza y tristeza.

—Creemos que se tiró al mar —dijo la mujer—. Era buen nadador. Yo siempre he dicho que se fue nadando mar adentro hasta que supo que estaba ya demasiado lejos, o hasta que el frío pudo con él.

—La policía nos dijo entonces que, como el cuerpo no había aparecido en ningún sitio, lo más probable era que se hubiera arrojado al mar —explicó el marido.

—Por esa mujer —dijo la esposa.

—No le podemos echar la culpa a ella —repuso el marido.

Sigurdur Óli se dio cuenta de que habían reanudado una discusión ya antigua. Se puso en pie para despedirse.

—A veces me pongo tan furiosa con él... —dijo la mujer, y Sigurdur Óli no supo si se refería a su esposo o a su hijo.

Valgerdur estaba esperando a Erlendur en el restaurante. Llevaba la misma chaqueta larga de cuero que se había puesto en su primera cita. Se habían conocido por casualidad y, en un extraño ataque de locura, Erlendur la había invitado a cenar. No sabía si estaba casada y tenía familia, y resultó que sí lo estaba, tenía dos hijos que ya se habían emancipado, y el matrimonio había empezado a resquebrajarse.

En su siguiente cita, Valgerdur confesó a Erlendur que había tenido la intención de utilizarlo para vengarse de su esposo.

Llamó a Erlendur poco después y desde entonces quedaron varias veces. En una ocasión, Valgerdur fue a casa de Erlendur, que hizo todo lo posible por ponerla en orden, fregando, tirando periódicos, ordenando los libros en los estantes. Rara vez recibía visitas, y durante bastante tiempo no se mostró demasiado dispuesto a dejar que Valgerdur le visitara. Ella no quiso ceder, e insistió en que quería ver cómo vivía. Eva Lind decía que su apartamento era un agujero en el que se metía para esconderse.

—Qué montón de libros —dijo Valgerdur en cuanto entró en el salón de su casa—. ¿Los has leído todos?

—La mayoría —dijo Erlendur—. ¿Quieres un café? He comprado bollos.

Valgerdur fue hacia la estantería y pasó el dedo por los lomos, hojeó un par de ellos y sacó uno de la estantería.

—¿Todos estos libros tratan de personas desaparecidas en montes y páramos? —preguntó.

Se había dado cuenta muy pronto de que Erlendur tenía especial interés por las desapariciones de personas y que leía montones de libros sobre el tema, y sobre personas perdidas que fallecían víctimas de la dureza del clima islandés. Le contó lo que ya le había explicado a Eva Lind pero a nadie más, que su hermano había desaparecido a los ocho años de edad en los páramos de los fiordos del este a comienzos de un invierno, cuando Erlendur tenía diez años. Iban los dos con su padre. Erlendur y su padre consiguieron volver ilesos a la granja, pero su hermano desapareció y su cuerpo nunca fue encontrado.

—Una vez me dijiste que había un relato sobre ti y tu hermano en uno de estos libros —dijo Valgerdur.

—Sí, es cierto —dijo Erlendur.

—¿Me lo enseñas?

—Sí, lo haré —respondió Erlendur, vacilante—. Más tarde. Ahora no. Te lo enseñaré en otro momento.

Valgerdur se levantó cuando él entró en el restaurante y, como siempre, se dieron la mano. Erlendur no sabía qué clase de relación era la suya, pero estaba contento con ella. No se habían acostado aunque llevaban ya casi seis meses viéndose con regularidad. Al menos, la relación no era una simple cuestión sexual. Se sentaban a hablar de cosas relacionadas con la vida de cada uno.

—¿Por qué no le has dejado? —preguntó Erlendur cuando acabaron de comer y tomar café y licor y charlar un rato de Eva Lind y Sindri y los hijos de Valgerdur y el trabajo de ambos.

Ella preguntó toda clase de cosas sobre el esqueleto de Kleifarvatn, pero él no le pudo contar mucho. Sólo que la policía estaba hablando con las personas que tenían algún ser querido que hubiera desaparecido en cierto período de años en torno a 1970.

Poco antes de las Navidades, Valgerdur se había enterado de que su marido llevaba dos años engañándola. Sabía que lo había hecho otra vez, pero el caso no había sido tan «serio», como gustaba de expresarlo él mismo. Le había dicho que pensaba dejarle. Pero él puso fin a su relación adúltera y a partir ese momento no hicieron nada.

—¿Valgerdur...? —empezó Erlendur.

—Fuiste a ver a Eva Lind a la clínica —se apresuró a decir ella, como sabiendo lo que vendría a continuación.

—Sí, fui a verla.

—¿Recordaba algo de la detención?

—No, no creo que recuerde la detención. No hablamos de eso.

—Pobre chica.

—¿Piensas seguir con él? —preguntó Erlendur.

Valgerdur tomó un sorbo de licor.

—Es tan difícil —dijo.

—¿De verdad?

—No estoy preparada para romper con él —afirmó, mirando a Erlendur a los ojos—. Pero tampoco quiero dejarte a ti.

Cuando Erlendur llegó a casa esa noche, Sindri Snær estaba acostado en el sofá, fumando y viendo la televisión. Saludó a su padre con un gesto de cabeza y siguió enfrascado en la tele. Erlendur tuvo la impresión de que estaba viendo dibujos animados. Le había dejado a su hijo la llave del apartamento y esperaba que apareciese en cualquier momento, aunque no le había autorizado a quedarse a vivir con él.

—¿No piensas apagar eso? —dijo, al quitarse el abrigo.

Sindri se levantó y apagó el televisor.

—No encontré el mando a distancia —dijo—. ¿Tan viejísimo es este televisor?

—Qué va, sólo veinte años —dijo Erlendur—. No lo uso mucho.

—Eva me llamó hoy —dijo Sindri, apagando el cigarrillo—. ¿Fue algún amigo tuyo quien la detuvo?

—Sigurdur Óli. Eva le pegó con un martillo. Pretendía dejarle sin sentido con un golpe en la cabeza, pero le acertó en el hombro. El chico estuvo a punto de acusarla de agresión y de entorpecer el trabajo de la policía.

—Pero tú conseguiste que en vez de eso la mandaran a rehabilitación.

—Nunca quiso ir a tratamiento. Sigurdur Óli me hizo el favor de no denunciarla.

Un traficante de nombre Eddi había aparecido involucrado en un caso de tráfico de drogas, y Sigurdur Óli y otros dos detectives descubrieron que vivía en un cuchitril cerca de Hlemmur, no muy lejos de la comisaría de Hverfisgata. Alguien que conocía a Eddi había llamado a la policía. La única resistencia que encontraron fue la de Eva Lind. Estaba completamente colocada. Eddi estaba tumbado en el sofá, medio desnudo, y no se movió. Otra chica, más joven que Eva Lind, yacía desnuda a su lado. Eva se puso furiosa al ver a los policías. Conocía a Sigurdur Óli. Sabía que trabajaba con su padre. Agarró un martillo que había en el suelo e intentó golpearlo en la cabeza para quitarlo de en medio. No acertó pero le rompió la clavícula. El dolor fue tan terrible que Sigurdur cayó de rodillas. Eva se preparó para asestarle otro golpe, pero los policías se lanzaron sobre ella y la tiraron al suelo.

Sigurdur Óli no contó nada, pero Erlendur se enteró por los otros policías de que, al ver a Eva Lind arrojarse sobre él, había vacilado. Era la hija de Erlendur y no quiso hacerle daño. Por eso consiguió Eva golpearle.

—Pensé que se cuidaría después de perder al niño —dijo Erlendur—. Pero está aún más difícil que antes. Ahora es como si ya nada le importara.

—Me gustaría ir a verla —dijo Sindri—. Pero no permiten visitas.

—Hablaré con ellos.

Sonó el teléfono y Erlendur alargó el brazo para cogerlo.

—¿Erlendur? —dijo una débil voz al otro lado de la línea.

Erlendur reconoció la voz al momento.

—¿Marion?

—¿Qué habéis encontrado en Kleifarvatn? —preguntó Marion Briem.

—Huesos —contestó Erlendur—. Nada de lo que debas preocuparte.

—Bueno, bueno —dijo Marion, que se había jubilado pero no conseguía dejar de entrometerse en los interesantes casos que le tocaba investigar a Erlendur.

Se produjo un largo silencio en el teléfono.

—¿Llamabas por algo en especial? —preguntó Erlendur.

—Quizá deberías inspeccionar mejor el Kleifarvatn —respondió Marion—, pero no pretendo molestarte. Ni por asomo. No quiero andar molestando a un viejo colega que ya tiene suficiente con lo suyo.

—¿Qué pasa con Kleifarvatn? ¿Qué intentas decirme?

—Nada. Hasta luego —dijo Marion, y colgó.

El hombre del lago

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