Читать книгу El hombre del lago - Arnaldur Indridason - Страница 7
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ОглавлениеLos policías informaron a su jefe en Hafnarfjördur sobre el esqueleto hallado en el lago, y necesitaron cierto tiempo para explicarle cómo era posible estar al mismo tiempo en medio del lago y con los pies en seco.
El jefe llamó al comisario de guardia en la jefatura nacional de policía, le habló del hallazgo del esqueleto y preguntó si la policía nacional preferiría hacerse cargo directamente del caso.
—Esto es algo para auténticos profesionales —dijo el comisario de guardia—. Creo que tengo el hombre adecuado.
—¿Quién?
—Le hemos obligado a que se cogiera unos días de vacaciones; lleva cinco años sin disfrutarlas, creo, pero sé que se alegrará de tener algo que hacer. Le interesan mucho las desapariciones. Se divierte con todo este rollo.
El comisario de guardia se despidió de su colega de Hafnarfjördur, volvió a coger el teléfono y pidió que buscaran a Erlendur Sveinsson y lo mandaran a Kleifarvatn con un grupito de investigación.
Erlendur estaba sumergido en las páginas de un libro cuando sonó el teléfono. Intentaba evitar el brillo del sol de mayo, como tenía por costumbre. Colgaba una espesa cortina ante la ventana del salón y tenía cerrada la puerta de la cocina, cubierta sólo con unos ligeros visillos. Así, conseguía suficiente oscuridad para tener que encender la lámpara de pie que había al lado del sillón.
Erlendur conocía bien aquel relato. Ya lo había leído bastantes veces. Trataba del viaje de unos hombres durante el otoño de 1868, desde Skaftártunga, por el camino de montaña de Fjallabak hasta el norte del Mýrdalsjökull. Tenían intención de llegar a Gardar, en el sureste del país, para embarcarse. Iba con ellos un muchacho de diecisiete años, llamado David. Los hombres eran viajeros avezados y conocían bien el camino, pero al poco de iniciar el recorrido se desató un temporal terrible y no pudieron llegar a ninguna zona habitada. Se puso en marcha una intensa operación de búsqueda pero no se encontró ni el más mínimo rastro de ellos. Tuvieron que pasar diez años para que sus esqueletos fueran encontrados de forma casual al lado de una gran duna de arena, al sur de Kaldaklof. Se habían tapado con las mantas y yacían todos muy juntos.
Erlendur levantó los ojos en la oscuridad y vio ante él al muchachito del grupo, nervioso y angustiado. Parecía saber lo que iba a suceder antes de ponerse en camino; en la comarca, causó extrañeza que repartiera sus juguetes entre sus hermanos y hermanas, diciéndoles que no volvería nunca más por allí.
Erlendur dejó el libro, se puso en pie, totalmente entumecido, y respondió al teléfono. Era Elínborg.
—¿Piensas asistir? —le espetó.
—¿Tengo otra opción? —respondió Erlendur.
Elínborg había estado trabajando durante varios años en un libro de cocina que por fin iba a publicarse.
—Dios mío, qué nerviosa estoy. ¿Cómo crees que lo recibirán?
—Yo casi ni me aclaro aún con el microondas —dijo Erlendur—. Así que quizá yo...
—Al editor le gustó mucho —dijo Elínborg—. Y las fotos de los platos son estupendas. Se las encargaron a un especialista. Y luego hay un capítulo sobre comidas navideñas...
—Elínborg.
—Sí.
—¿Llamabas por algo en especial?
—Un esqueleto en Kleifarvatn —dijo Elínborg, bajando la voz al no hablar ya del libro de cocina—. Tengo que ir a recogerte. El lago ha bajado de nivel o algo así y esta mañana encontraron allí un esqueleto. Quieren que le eches un vistazo.
—¿Que el lago ha bajado de nivel?
—Sí, no lo entendí bien.
Sigurdur Óli estaba al lado del esqueleto cuando Erlendur y Elínborg llegaron al lago. Estaban a la espera de que llegase la Científica desde la central de policía. Los agentes de Hafnarfjördur estaban atareados intentando colocar una cinta amarilla de plástico para delimitar el escenario, pero se encontraron con el problema de que no tenían dónde sujetarla. Sigurdur Óli observaba sus denodados esfuerzos mientras intentaba recordar algún chiste sobre lo tontos que son los de Hafnarfjördur, pero sin éxito.
—¿No estabas de vacaciones? —preguntó a Erlendur al verlo venir hacia él por la arena.
—Sí, claro —respondió Erlendur—. Y tú, ¿qué me cuentas?
—Same old —dijo Sigurdur Óli. Levantó la vista hacia la carretera, donde acababa de aparcar, en el arcén, un vehículo todoterreno de considerable tamaño, de alguna agencia de noticias—. Le dijeron que podía irse a casa —añadió, señalando con la cabeza a los agentes de Hafnarfjördur—. A la mujer que encontró el esqueleto. Estaba midiendo no sé qué por aquí. Podemos hablar con ella después, si queremos saber por qué ha desaparecido el agua. Si todo fuera como es debido, ahora estaríamos más que ahogados.
—¿Tienes mejor el hombro?
—Sí. ¿Y cómo anda Eva Lind?
—Aún no se ha dado a la fuga —dijo Erlendur—. Creo que lo lamenta, pero no sé nada más.
Se puso en cuclillas y observó la parte del esqueleto que se hallaba a la vista. Metió el dedo en el agujero del cráneo y acarició una de las costillas.
—A este tío le dieron un buen golpe en la cabeza —dijo, incorporándose.
—No podía ser más obvio —dijo Elínborg en tono irónico—. Si es que se trata de un tío —añadió.
—Parece el resultado de una paliza, ¿no? —dijo Sigurdur Óli—. El agujero está justo detrás de la sien derecha. Quizá no fue preciso nada más que un golpe.
—Quizá no pueda excluirse que estuviera solo en una barca y se cayera por la borda —dijo Erlendur mirando a Elínborg—. Ese tonillo, Elínborg —añadió—, ¿es el de tu libro de cocina?
—Naturalmente, hace mucho que el agua se llevó el fragmento de hueso —dijo Elínborg, sin responderle.
—Tenemos que sacar el esqueleto —dijo Sigurdur Óli—. ¿Cuándo llegan los de la Científica?
Erlendur vio que había más vehículos aparcados en el arcén, e imaginó que la noticia del hallazgo del esqueleto habría circulado ya por los medios de comunicación.
—¿No tienen que montar un toldo? —dijo, mirando hacia la carretera.
—Sí —dijo Sigurdur Óli—. Seguro que traen una tienda.
—¿Quieres decir que tal vez estaba pescando solo en el lago? —intervino Elínborg.
—No, se trata sólo de una posibilidad —dijo Erlendur.
—¿Y si le dieron un golpe?
—Entonces no fue un accidente —dijo Sigurdur Óli.
—No tenemos ni idea de lo que sucedió —repuso Erlendur—. A lo mejor le dieron un golpe. A lo mejor vino al lago con alguien y estuvieron pescando, y de pronto, uno de ellos sacó un martillo. A lo mejor eran sólo dos. A lo mejor eran cinco.
—O también —dijo Sigurdur Óli— le golpearon en la cabeza en cualquier sitio de la ciudad y lo trajeron al lago y lo hundieron aquí.
—¿Y cómo lo hundieron? —preguntó Elínborg—. Es necesario algo para mantener un cadáver en el fondo del lago.
—¿Es un adulto? —preguntó Sigurdur Óli.
—Diles que se mantengan a una distancia prudencial —dijo Erlendur, observando a los periodistas que bajaban como podían desde la carretera al fondo del lago.
Una avioneta se aproximó desde Reikiavik e hizo una pasada a baja altura sobre el lago, y pudieron ver a un hombre con una cámara de vídeo.
Sigurdur Óli se dirigió hacia los periodistas. Erlendur bajó hasta el borde del agua. Las olas rompían suavemente en la arena, y se quedó mirando el sol de la tarde destellar en la superficie del agua, mientras pensaba en qué podía estar sucediendo. ¿Estaba descendiendo el nivel del agua por la acción humana, o era cuestión de la naturaleza? Parecía como si el mismo lago hubiera decidido poner el crimen al descubierto. ¿Ocultaba más delitos en lugares aún más profundos, donde el agua era todavía oscura y tranquila? Levantó la vista hacia la carretera. Unos cuantos especialistas de la Científica vestidos con monos blancos caminaban apresurados hacia él por la arena. Llevaban una tienda y bolsas llenas de objetos misteriosos. Alzó los ojos al cielo y notó en el rostro el calor del sol.
Quizás era el sol el que secaba el agua.
Lo primero que descubrieron los de la Científica, en cuanto empezaron a quitar la arena del esqueleto con unas pequeñas palas y cepillos de cerdas suaves, fue una cuerda entre las costillas, junto a la columna vertebral, que llegaba debajo del esqueleto, donde desaparecía en la arena.
La hidróloga se llamaba Sunna y acababa de acomodarse en el sofá, bien cubierta con una manta. Había puesto la cinta, una película americana de intriga titulada El coleccionista de huesos. El hombre de los calcetines negros se había marchado. Había dejado dos números de teléfono, que Sunna tiró al retrete. La película estaba justo empezando cuando sonó el timbre de la puerta. No hacían más que fastidiarla. Pensó en fingir que no estaba en casa. Si no eran vendedores de móviles serían vendedores de pescado seco, o chicos que recogían botellas con la falsa excusa de que eran para la Cruz Roja. El timbre volvió a sonar. Así que suspiró y se quitó la manta de encima.
Cuando abrió la puerta, se encontró con dos hombres. Uno de ellos tenía aspecto triste, era cargado de hombros y mostraba un extraño gesto de dolor en el rostro; andaría por los cincuenta y pico. El otro era más joven y mucho más apuesto, incluso le pareció guapo.
Erlendur la vio mirar con interés a Sigurdur Óli y no pudo reprimir una sonrisa.
—Es por lo de Kleifarvatn —dijo.
Cuando estuvieron sentados en el salón, Sunna les contó lo que ella y el resto del personal de la Compañía de Distribución de la Energía pensaban que había sucedido.
—El lago no tiene pérdidas en la superficie —dijo Sunna—, sino que el agua se filtra en el fondo, un metro cúbico por segundo los años pasados, lo que mantenía más o menos el equilibrio.
Erlendur y Sigurdur Óli la miraban intentando aparentar gran interés.
—Recordaréis el terremoto en la región de Sudurland, el 17 de junio del año 2000, ¿no? —dijo, y ellos respondieron con un movimiento de la cabeza—. Unos cinco segundos después, un gran seísmo afectó al Kleifarvatn, lo que hizo que se multiplicara por dos la pérdida de agua. Al principio, cuando empezó a disminuir el nivel, se pensó que se trataría de una pérdida de poca importancia, pero luego resultó que corría como una cascada por las grietas que recorren el fondo del Kleifarvatn, y que llevan allí muchos años. Al parecer se abrieron con el seísmo, con las consecuencias que conocemos. El lago tenía diez kilómetros cuadrados y ahora tiene sólo ocho. El nivel del agua ha bajado al menos cuatro metros.
—Y por eso aparecieron los huesos —dijo Erlendur.
—Encontramos los huesos de una oveja cuando el nivel había bajado unos dos metros —dijo Sunna—. Pero, naturalmente, al pobre animal no le habían dado ningún golpe en la cabeza.
—¿Qué quieres decir con eso del golpe en la cabeza? —preguntó Sigurdur Óli.
Sunna le miró. Había intentado disimular al mirarle las manos. Intentaba ver si llevaba anillo de casado.
—Vi el agujero del cráneo —respondió—. ¿Sabéis quién es?
—No —dijo Erlendur—. Para llegar tan adentro del lago, tuvo que utilizar una barca, ¿verdad?
—Si lo que preguntas es si alguien habría podido llegar andando hasta el lugar donde están los huesos, la respuesta es no. Allí había por lo menos una profundidad de cuatro metros hasta hace poco tiempo. Y si eso sucedió hace muchos años, de lo que no tengo ni idea, claro, entonces es bastante probable que la profundidad fuera aún mayor.
—¿De modo que fueron en barca? —dijo Sigurdur Óli—. ¿Hay barcas en el lago?
—Hay algunas casas por aquí cerca —dijo, mirándole a los ojos. Tenía unos ojos muy bonitos, azul oscuro, con cejas finas—. A lo mejor tienen barcas. Yo nunca he visto ninguna en el lago.
«No estaría mal largarnos remando», pensó.
El móvil de Erlendur empezó a sonar. Era Elínborg.
—Tendrías que volver por aquí —le dijo.
—¿Qué pasa? —preguntó Erlendur.
—Ven a ver esto. Es rarísimo. Nunca he visto nada parecido.