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Marion Briem parecía haberse animado un poco cuando Erlendur se presentó en su casa a primera hora del día siguiente. Había logrado encontrar un western de John Wayne. Se llamaba Centauros del desierto y pareció alegrar a Marion, que le pidió que pusiera la cinta en el vídeo.

—¿Desde cuándo ves películas del Oeste? —preguntó Erlendur.

—Siempre me han gustado los westerns —dijo Marion. La mascarilla de oxígeno estaba sobre la mesa del salón, al lado de la butaca—. En las mejores se limitan a contar historias simples de personas simples. Yo pensaba que a ti, que eres un tipo sencillo del campo, te encantaban estas historias. Las historias del Oeste.

—Nunca me ha entusiasmado el cine —dijo Erlendur.

—¿Hay progresos en lo de Kleifarvatn? —preguntó Marion.

—¿Qué nos dice el que un esqueleto, probablemente de los años sesenta, apareciera atado a un aparato ruso de escucha? —cuestionó Erlendur.

—¿Solamente hay una posibilidad? —respondió Marion.

—¿Espías?

—Sí.

—¿Tú crees que el del lago puede ser un auténtico espía islandés?

—¿Quién dice que sea islandés?

—¿No es lo más lógico? —preguntó Erlendur, no muy seguro.

—No hay nada que diga que es islandés —continuó Marion, y de pronto le sobrevino un ataque de tos y empezó a respirar con más dificultad—. Alcánzame el oxígeno, me encuentro mejor con el oxígeno.

Erlendur cogió la mascarilla y se la puso en el rostro, y abrió la válvula de paso del oxígeno. Pensó si no sería conveniente llamar a una enfermera, incluso a un médico. Era como si Marion le leyese la mente.

—Déjalo. No necesito más ayuda. Luego vendrá la enfermera.

—No debería venir a cansarte más.

—No te vayas aún. Eres la única persona que viene a visitarme con quien me apetece charlar. Y el único que podría darme un cigarrillo.

—No te voy a dar ningún cigarrillo.

Se produjo un silencio hasta que Marion volvió a quitarse la mascarilla.

—¿Hubo espías islandeses durante la guerra fría? —preguntó Erlendur.

—No lo sé —respondió Marion—. Sé que intentaron que algunos se hicieran espías. Recuerdo a un hombre que vino a vernos y dijo que los rusos no le dejaban en paz. —Marion volvió a cerrar los ojos—. Una historia de espías de lo más ridícula, pero seguramente muy islandesa.

Unos rusos contactaron con ese hombre y le preguntaron si quería ayudarles. Necesitaban, entre otras cosas, información sobre el aeropuerto de Keflavík y sus edificios. Los rusos se lo tomaban muy en serio y se empeñaban en fijar citas con el individuo en ciertos lugares fuera de la ciudad, y él tuvo la sensación de que le presionaban demasiado. No conseguía librarse de ellos. Dijo que no quería, pero no le hicieron caso y al final se rindió. Se puso en contacto con la policía y prepararon una trampa muy sencilla. Cuando el hombre fue a la reunión con los rusos en las cercanías de Hafravatn, fue acompañado por dos policías, escondidos debajo de una manta en el coche. Otros policías acudieron por sus propios medios a la zona. Los rusos no sospecharon nada hasta que los policías salieron del coche del individuo y los detuvieron.

—Los expulsaron del país —dijo Marion, y en su rostro se formó la mueca de una sonrisa al pensar en la forma de espiar de los rusos—. Siempre recordaré sus nombres: Kisilev y Dimitriev.

—Me gustaría saber si recuerdas algo sobre una desaparición aquí en Reikiavik en los años sesenta —dijo Erlendur—. Un hombre que vendía maquinaria agrícola y de construcción. No se presentó a la reunión que había concertado con un campesino que vivía cerca de la ciudad, y desde entonces no se ha sabido nada de él.

—Lo recuerdo bien. Níels se encargó del caso. Menudo vago.

—Sí, desde luego —contestó Erlendur, que conocía a Níels—. El hombre en cuestión tenía un Ford Falcon que apareció delante de la estación de autobuses. Le habían quitado un tapacubos.

—¿No querría simplemente librarse de la mujer? Recuerdo que ésa fue la conclusión. Que se había suicidado.

—Es muy posible —dijo Erlendur.

Marion cerró los ojos. Erlendur estuvo un buen rato en silencio, sentado en el sofá, mirando el western mientras Marion dormía. En la cubierta de la cinta ponía que Wayne interpretaba a un antiguo militar de la Confederación que persigue a unos indios que mataron a su hermano y a su cuñada y raptaron a la hija de éstos. El militar busca a la chica durante años y, finalmente, cuando la encuentra, resulta que ya ha olvidado su pasado y se ha convertido en india.

Al cabo de veinte minutos, Erlendur se puso en pie y se despidió de Marion, que seguía durmiendo, con la mascarilla cubriéndole la nariz y la boca.

Cuando volvió a la comisaría, se sentó en el despacho de Elínborg, que estaba escribiendo su intervención para la presentación del libro. También estaba Sigurdur Óli. Dijo que había rastreado las sucesivas ventas del Falcon hasta llegar al último dueño del vehículo.

—Vendió el coche a un desguace de Kópavogur antes de 1980 —dijo Sigurdur Óli—. El desguace aún existe. Pero nadie responde al teléfono. Quizá se hayan marchado de vacaciones.

—¿Ha averiguado la Científica algo más sobre el receptor? —preguntó Erlendur, que vio a Elínborg moviendo los labios con la mirada fija en la pantalla del ordenador, para comprobar cómo sonaba su discurso.

—¡Elínborg! —exclamó Erlendur, molesto.

La mujer policía levantó un dedo como para decirle que esperase un momento.

— ... y espero que mi libro —leyó en voz alta lo que aparecía en la pantalla— os proporcione innumerables ratos placenteros en la cocina, y que os sirva para ampliar vuestros horizontes. He intentado mantenerlo en un tono popular, he intentado poner de relieve el espíritu doméstico, porque la cocina es el punto cent...

—Muy bonito —dijo Erlendur.

—Espera —lo interrumpió Elínborg—... el punto central de todo hogar, donde la familia se reúne a diario para pasar sus mejores ratos.

—Elínborg —dijo Sigurdur Óli.

—¿Es demasiado sentimental? —preguntó Elínborg con una mueca.

—Es vomitivo —dijo Sigurdur Óli.

Elínborg miró a Erlendur.

—¿Qué dice la Científica sobre el aparato? —preguntó otra vez.

—Están estudiándolo todavía —dijo Elínborg—. Están intentando contactar con especialistas de Telecom.

—Estuve pensando en todos los aparatos que aparecieron en Kleifarvatn hace años —dijo Sigurdur Óli—, y en el que estaba atado al esqueleto. ¿No deberíamos hablar con algún vejete del servicio diplomático?

—Sí, averigua con quién podemos hablar —pidió Erlendur—. Tiene que ser alguien que recuerde los años más duros de la guerra fría.

—¿Estamos hablando de espías en Islandia? —preguntó Elínborg.

—No lo sé —respondió Erlendur.

—¿No es un tanto ridículo? —espetó Elínborg.

—No más ridículo que eso de «la familia se reúne a diario para pasar sus mejores ratos» —la chinchó Sigurdur Óli.

—Venga, cállate —dijo Elínborg, borrando lo que había escrito en el ordenador.

El único hombre que trabajaba en el desguace de Kópavogur era precisamente el dueño, y sólo abría por las tardes. Las carcasas de automóviles estaban metidas en grandes jaulas, algunas apiladas hasta en seis capas unas sobre otras. Algunos vehículos se encontraban en un estado lamentable como consecuencia de algún choque violento, pero otros sólo estaban viejos y estropeados, como el propietario, un hombre de aspecto fatigado que rayaba los sesenta, vestido con un mono remendado y manchado de grasa, que en tiempos fue de color azul claro. El hombre estaba arrancando el parachoques de un vehículo japonés bastante nuevo al que habían dado un golpe por detrás haciendo que se plegara como un acordeón hasta los asientos traseros.

Erlendur estuvo observando los restos de los coches hasta que el hombre levantó la vista.

—Un camión le dio por detrás a éste —explicó—. Suerte que no había nadie sentado detrás.

—Un coche tan nuevecito —dijo Erlendur.

—¿Necesitas algo?

—Estoy buscando un Ford Falcon —respondió Erlendur—. Te lo vendieron o te lo regalaron antes de 1980.

—¿Un Ford Falcon?

—Naturalmente, es imposible, lo sé —afirmó Erlendur.

—Ya sería viejo cuando llegó aquí —dijo el hombre, que sacó un paño y se limpió las manos con él—. Dejaron de fabricar el Falcon en 1970 o incluso antes.

—Entonces no le sacaríais mucho beneficio, ¿verdad?

—La mayoría de los Falcon habían desaparecido de las calles mucho antes del ochenta. ¿Por qué lo buscas? ¿Necesitas repuestos? ¿Estás restaurando algún Ford Falcon?

Erlendur le explicó que era policía y que el coche estaba relacionado con una antigua desaparición. El hombre sintió un repentino interés. Dijo que había comprado el taller de desguaces a un individuo llamado Haukur, a mediados de los noventa, y que no recordaba que hubiera allí ningún Ford Falcon. Dijo que el anterior propietario, que había muerto hacía muchísimos años, llevaba el registro de todos los vehículos que compraba para desguace, e invitó a Erlendur a entrar en un cuartito en la oficina, que estaba repleto hasta el techo de carpetas y cajas de documentos.

—Ésta es nuestra contabilidad —informó el hombre, con una sonrisa de disculpa—. Aquí no acostumbramos a tirar nada. Puedes mirar todo lo que quieras. Yo nunca me decidí a llevar un registro de los coches, no sirve para nada, pero el viejo Haukur lo llevaba muy concienzudamente.

Erlendur le dio las gracias y empezó a examinar las carpetas, que llevaban todas el año escrito en el lomo. Vio un montón de los años ochenta y empezó por ellas. No sabía por qué estaba buscando aquel coche. No tenía ni idea de en qué podía ayudarle, si aún existía. Sigurdur Óli le había preguntado por qué estaba tan interesado en aquella desaparición, y no en las otras que les habían contado los días anteriores. Erlendur no tuvo una respuesta plausible para su pregunta. Sigurdur Óli no habría comprendido nunca a qué se refería si le decía que no podía apartar de su memoria a aquella mujer solitaria que cree que por fin ha conseguido encontrar la felicidad, nerviosa delante de la lechería, mira su reloj de pulsera y espera al compañero al que ama.

Tres horas más tarde, cuando Erlendur estaba ya a punto de darse por vencido y el propietario le había preguntado varias veces si había encontrado algo, halló lo que buscaba, la factura de una transacción de aquel coche. El desguace había vendido un Ford Falcon negro el 21 de octubre de 1979, con motor inservible, aspecto interior aceptable, pintura en buen estado. Sin matrícula. Había una factura escrita a lápiz grapada en la hoja de la descripción. En ella decía: «Falcon, año de fabricación 1967. Precio: 35.000 coronas. Comprador: Hermann Albertsson».

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