Читать книгу El hombre del lago - Arnaldur Indridason - Страница 6

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Estuvo largo tiempo inmóvil, sin poder apartar sus ojos de los huesos, como si no pudieran estar allí. Ni ella tampoco.

Pensó que serían de alguna oveja que se había ahogado, pero al aproximarse más vio la calavera medio enterrada en el fondo del lago y comprendió que se trataba del esqueleto de un ser humano. Las costillas sobresalían de la arena, y más abajo podían distinguirse las siluetas de los huesos de las piernas. El esqueleto estaba tumbado sobre el costado izquierdo, y la mujer veía el lado derecho del cráneo, las vacías cuencas de los ojos y tres dientes en la mandíbula superior. Uno de ellos tenía un gran empaste de plata. En la cavidad del cráneo había un gran agujero, y la mujer pensó, maquinalmente, que podía deberse al golpe de un martillo. Se inclinó y miró fijamente la calavera. Vacilante, introdujo un dedo en el agujero. Estaba lleno de arena.

No sabía por qué había pensado en un martillo, y se le pusieron los pelos de punta ante la simple idea de imaginar que a alguien le golpearan en la cabeza con un martillo. Además, el agujero era un poco más grande que el que produciría un martillo. Tenía el tamaño de una caja de cerillas. Decidió no tocar más el esqueleto. Sacó su móvil y marcó el número de tres cifras.

No sabía qué tenía que decirles. Todo aquello resultaba muy irreal. Un esqueleto tan adentro del lago, enterrado en el fondo arenoso. Y ella tampoco estaba en su mejor forma. Enseguida se había puesto a pensar en martillos y cajas de cerillas. Le resultaba difícil concentrarse. Sus pensamientos se dispersaban aquí y allí y apenas conseguía encauzarlos.

Probablemente se debía a la resaca. Su intención había sido quedarse todo el día en casa, pero luego cambió de opinión, cogió el coche y se acercó hasta el lago. Pensó que su obligación era comprobar los instrumentos de medición. Era científica. Siempre había querido ser científica y sabía que siempre había que comprobar muy bien las medidas y los instrumentos. Pero tenía una resaca espantosa y su mente distaba mucho de la lucidez. La celebración anual de la Compañía de Distribución de la Energía había sido la noche anterior y, como ocurría de vez en cuando, había bebido demasiado.

Pensó en el hombre que estaba en su casa, acostado en su cama. Sabía que era por su culpa que se había marchado a pasear al lago. No había querido despertarse a su lado y confiaba en que ya se habría ido cuando ella regresara a su casa. La había acompañado después de la fiesta, y la noche no fue demasiado emocionante. Lo mismo que con los otros a los que había conocido desde su divorcio. Apenas habló de otra cosa que no fuera su colección de discos, y seguía con el mismo tema mucho después de que ella hubiera dejado de mostrar el menor interés. Luego se quedó dormida en el sillón del salón. Cuando despertó, vio que él estaba acostado en su cama, durmiendo con la boca abierta, vestido sólo con unos calzoncillos ridículos y unos calcetines negros.

—Emergencias —dijo una voz al móvil.

—Sí, quería informar del hallazgo de un esqueleto —dijo la mujer—. Hay una calavera con un agujero.

Carraspeó. ¡Demonios de resaca! ¿Quién dice una cosa así? Una calavera con un agujero. Recordó una frase que había sobre una moneda de diez céntimos con un agujero. ¿O era una de dos coronas?

—¿Cómo te llamas? —dijo la voz indiferente de la línea de Emergencias.

Fue capaz de ordenar un poco su mente y dijo su nombre.

—¿Y dónde estás?

—En el lago Kleifarvatn. En la parte norte.

—¿Lo sacaste en una red?

—No. Está enterrado en el fondo del lago.

—¿Estabas buceando?

—No. Sobresale directamente del fondo. Las costillas y el cráneo.

—¿Y está en el fondo?

—Sí.

—¿Y cómo puedes verlo, entonces?

—Porque estoy aquí, mirándolo.

—¿Lo has llevado a tierra?

—No, no lo he tocado —mintió sin querer.

Se produjo un silencio en el teléfono.

—¡No vengas con gilipolleces! —dijo la voz, que había acabado por enfadarse—. ¿Es una broma? ¿Sabes lo que te puede costar una llamada graciosa como ésta?

—No se trata de ninguna broma. Estoy aquí viendo el esqueleto.

—¿Qué pasa, que puedes caminar sobre el lago?

—El lago ha desaparecido. Ya no hay agua. Sólo está el fondo. Es ahí donde se encuentra el esqueleto.

—¿Qué quiere decir que el agua ha desaparecido?

—El agua no ha desaparecido por completo, pero en el lugar donde estoy en este momento ya no hay agua. Soy ingeniera hidráulica de la Compañía de Distribución de la Energía. Estaba comprobando el nivel del agua cuando me encontré el esqueleto. Tiene un agujero en la caja craneal y está prácticamente enterrado en el fondo arenoso. Al principio pensé que se trataba de una oveja.

—¿Una oveja?

—El otro día encontramos una que se ahogó en el lago hace mucho tiempo. Cuando el lago era mucho más grande.

Se produjo un silencio en el teléfono.

—Espera y no te muevas de ahí —dijo la voz sin mucho interés—. Envío un coche.

Se quedó inmóvil al lado del esqueleto durante un rato, y luego se acercó al borde del agua y midió la distancia. Estaba segura de que el esqueleto no había salido a la luz todavía cuando estuvo allí tomando medidas, en aquel mismo lugar, dos semanas atrás. Lo habría visto. La superficie del agua había descendido aproximadamente un metro en ese espacio de tiempo.

Era un misterio que estaban intentando resolver desde que unos ingenieros de la Compañía de Distribución de la Energía se dieron cuenta por primera vez de que el nivel del lago Kleifarvatn estaba descendiendo rápidamente. El año 1964, la compañía instaló un aparato automático que medía la altura del agua, y una de las tareas de los hidrólogos consistía en vigilar las mediciones. En el verano de 2000 pensaron que el medidor se había estropeado. Cada día parecía perderse una cantidad increíble de agua, el doble de la habitual.

Volvió a donde estaba el esqueleto. Se moría de ganas de observarlo mejor, excavar a su alrededor y quitarle la arena. Pero pensó que, probablemente, a la policía eso no le gustaría demasiado. Estuvo pensando si sería hombre o mujer, y recordó haber leído en alguna ocasión, probablemente en alguna novela policíaca, que casi no existían diferencias entre los esqueletos de uno y otro sexo; sólo la pelvis era distinta. Luego recordó que alguien le había dicho que no había que hacer mucho caso de lo que se contaba en las novelas negras. No podía ver la pelvis, que estaba enterrada en la arena, y pensó que, seguramente, ni siquiera habría sido capaz de apreciar la diferencia.

El malestar de la resaca iba en aumento, y se sentó al lado de los huesos. Era domingo por la mañana y algunos coches pasaban cerca del lago. Imaginaba que serían familias que iban de excursión por el sur, hacia Herdísarvík o Selvogur. Era un recorrido muy popular y muy bonito, entre campos de lava y pequeñas colinas, que pasaba junto al lago y culminaba a la orilla del mar. Pensó en las familias que iban en los coches. Su marido la dejó al saber que no podrían tener hijos. Él se volvió a casar poco tiempo después y ahora tenía dos niños preciosos. Había encontrado la felicidad.

Ella lo único que había encontrado era un hombre al que apenas conocía, que en aquel momento estaba acostado en su cama con los calcetines puestos. Según iba cumpliendo años, se le iba haciendo cada vez más difícil encontrar hombres decentes. La mayoría estaban divorciados como ella o, lo que era todavía peor, nunca habían tenido una relación estable.

Miró con pena el esqueleto semienterrado en la arena, y estuvo casi a punto de echarse a llorar.

Más o menos una hora más tarde llegó un coche de la policía que habían enviado desde Hafnarfjördur. No tenía ninguna prisa, recorría con tranquilidad la carretera que bordeaba el lago. Era el mes de mayo, el sol estaba ya bastante alto y se reflejaba en la lisa superficie del agua. La mujer seguía sentada en la arena, observando la carretera, e hizo señales al coche, que se detuvo en el arcén. Salieron dos policías que la miraron y echaron a andar.

Estuvieron un buen rato silenciosos delante del esqueleto hasta que uno de ellos le dio un golpecito a una de las costillas.

—¿Estaría pescando? —dijo a su colega.

—¿En barca? —preguntó el otro.

—O llegó hasta aquí a pie, vadeando.

—Tiene un agujero —explicó la mujer, mirando a uno y luego al otro—. En el cráneo.

Uno de ellos se inclinó.

—Vaya —dijo.

—Pudo haber caído de la barca y romperse la cabeza —comentó su colega.

—Está lleno de arena —afirmó el que había hablado primero.

—¿No deberíamos llamar a la Científica? —dijo el otro, pensativo.

—¿No están casi todos en América? —preguntó su compañero, mirando hacia el cielo—. En un congreso de criminología, creo.

El otro policía asintió. Luego estuvieron en silencio un buen rato hasta que uno de los policías se volvió hacia la mujer.

—¿Dónde ha ido el agua? —preguntó.

—Existen varias teorías —respondió ella—. ¿Qué pensáis hacer? ¿Puedo irme a mi casa?

Los policías se miraron, anotaron el nombre de la mujer y le dieron las gracias sin pedir disculpas por la espera. A ella le daba igual. No tenía ninguna prisa. Hacía un día precioso en el lago, y habría disfrutado aún más, incluso con el resacón que tenía, de no haberse encontrado el esqueleto. Pensó si el hombre de los calcetines negros se habría ido ya a su casa, confiando en que, efectivamente, así fuera. Pensaba alquilar una película y pasarse la tarde delante del televisor, bien tapada con una manta.

A lo mejor alquilaba una buena película policíaca.

El hombre del lago

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