Читать книгу La vida de los Maestros - Baird T. Spalding - Страница 20
ОглавлениеXVII
A la mañana siguiente, todas nuestras facultades estaban alerta esperando la revelación que ese día nos iba a aportar. Comenzamos a considerar cada jornada en sí misma como el desarrollo de una revelación, y teníamos el sentimiento de rozar solamente el sentido más profundo de nuestras experiencias. Durante el desayuno nos informaron que iríamos a un pueblo situado más arriba, en la montaña. Desde allí iríamos a visitar el templo situado sobre una de las montañas que yo había percibido desde el templo, anteriormente descrito. No sería posible hacer más de veinticinco kilómetros a caballo. Se convino que dos habitantes nos acompañarían esta distancia, para después conducir los caballos hasta un pequeño pueblo, donde los guardarían esperando nuestro regreso. Las cosas ocurrieron como estaban previstas. Confiamos los caballos a los del pueblo y comenzamos la ascensión del estrecho sendero de montaña que conducía a nuestro pueblo de destino. Ciertas partes del terreno eran peldaños tallados en la roca.
Acampamos esa noche cerca de un albergue situado sobre una cresta a mitad de camino entre el pueblo donde habíamos dejado los caballos y el pueblo de destino. El posadero era un anciano grueso y jovial. En efecto, era de tal manera grueso y regordete que tenía más bien un aire de rodar que de caminar, y era difícil afirmar que tuviera ojos. Desde el momento en que reconoció a Emilio, le pidió que lo curara, diciendo que si no seguramente iba a morir. Supimos que ese albergue era atendido por padres e hijos desde hacía cientos de años. Este posadero estaba en su puesto desde hacía unos setenta años.
En sus principios había sido sanado de una tara congénita, incurable, y se había dedicado al trabajo espiritual durante dos años. Seguidamente había empezado a desinteresarse poco a poco y a contar con los otros para sacarlo de sus dificultades. Habían transcurrido veinte años, durante los cuales pareció gozar de una salud impecable. Súbitamente cayó en sus viejos errores, sin querer hacer el esfuerzo de salir de su letargo. No era más que un caso típico entre miles de otros congéneres que vivían sin preocuparse. Todo esfuerzo se vuelve como un fardo insoportable para ellos. Se desinteresan y sus plegarias de ayuda se vuelven mecánicas en lugar de estar formuladas con un sentimiento profundo e íntimo.
Partimos muy temprano a la mañana siguiente y a las cuatro de la tarde habíamos llegado a nuestro destino. El templo estaba colocado sobre una cima rocosa casi en la vertical del pueblo. La pared rocosa era tan abrupta que la única vía de acceso consistía en una canasta, atada a una cuerda. La canasta descendía gracias a una polea sobre un poste de madera fijado a las rocas. Una extremidad de la cuerda se enrollaba en un torno, la otra pasaba sobre una polea y sostenía a la canasta. Esta canasta servía tanto para subir como para descender. El torno estaba ubicado en un pequeño cuarto tallado en la roca que caía en plomada. El poste que tenía la polea estaba fuera del borde, de manera que la canasta pudiera descender sin la dificultad de golpear el desplome. Al subir, cuando la canasta había franqueado el desplome, se le imprimía un balanceo que permitía llegar con seguridad sobre el mismo y entrar en la pequeña habitación tallada en la roca. El desplome era tan acusado que la canasta se paseaba en el aire a una veintena de metros de la pared.
A una señal dada, se hizo descender la canasta y fuimos izados uno por uno hasta el desplome, a unos ciento treinta metros de altura. Una vez allí buscamos un sendero para poder subir hasta el templo situado a ciento setenta y cinco metros más arriba, y cuyos muros seguían a la pared rocosa. Se nos informó que haríamos la segunda ascensión igual que la primera. En efecto, vimos emerger del templo una viga similar a la del desplome. Se nos envió una cuerda que fue atada a la misma canasta y fuimos de nuevo izados uno por uno hasta la terraza del templo.
Tuve una vez más la impresión de encontrarme sobre el techo del mundo. La cima rocosa que sostenía el templo dominaba en trescientos metros a todas las montañas de los alrededores. El pueblo de donde habíamos partido se encontraba trescientos metros más abajo en la cima de un puerto por donde se pasaba para atravesar los Himalayas. El nivel del templo era inferior en trescientos cincuenta metros a aquel que yo había visitado con Emilio y Jast, pero desde aquí la vista se extendía más. Nos parecía que podíamos ver en el espacio infinito.
Se nos instaló confortablemente para la noche. Nuestros tres amigos nos informaron que irían a visitar a algunos de sus compañeros y que estaban dispuestos a llevar nuestros mensajes. Escribimos entonces a nuestros compañeros, indicándoles cuidadosamente nuestra posición, fecha, hora y localidad. Guardamos copias de nuestros mensajes y tuvimos la oportunidad de comprobar más tarde que habían sido remitidos a los destinatarios en menos de veinte segundos después de haber dejado nuestras manos. Cuando les dimos los mensajes a nuestros amigos nos estrecharon la mano diciendo «hasta luego», hasta mañana y luego desaparecieron uno después de otro.
Después de una buena comida servida por los guardianes, nos retiramos, pero sin dormir, ya que nuestras experiencias comenzaban a impresionarnos profundamente. Estábamos a tres mil metros de altitud, sin un alma cerca, excepto los sacerdotes, y sin otro ruido que el sonido de nuestras propias voces. El aire estaba completamente inmóvil. Uno de nuestros compañeros dijo: «No hay nada de sorprendente en que se haya elegido el emplazamiento de estos templos como lugar de meditación. El silencio es de tal modo intenso, que parece tangible. Este templo es ciertamente un buen lugar de retiro. Voy a salir a echar un vistazo por los alrededores».
Salió, pero volvió para entrar diciendo que había una espesa niebla y no se veía nada. Mis dos compañeros se durmieron pronto, pero yo tenía insomnio. Entonces me levanté, me vestí y subí al techo del templo y me senté con las piernas colgadas fuera de la muralla. Había suficiente claro de luna filtrándose a través de la niebla cuyas ondulaciones se extendían en la proximidad. Esto me recordaba que uno no estaba suspendido en el espacio, que había algo más abajo, que el suelo existía, que el lugar en el que yo estaba sentado permanecía ligado a la tierra.
De repente tuve una visión. Vi un gran haz luminoso cuyos rayos se extendían en abanico. El rayo central era el más brillante. Cada rayo continuaba su trayectoria hasta que iluminaba una parte bien determinada de la tierra. Después todos los rayos se fundían en un gran rayo blanco. Convergían en un gran rayo central de luz blanca, tan intensa que parecía transparente como cristal. Tuve entonces la impresión de planear en el espacio sobre el espectáculo. Mirando hacia la lejana fuente del rayo blanco, percibí espectros de un pasado inmensamente remoto. Avanzaban en un número creciente y en filas estrechas hasta un lugar en donde se separaban. Se alejaban más y más los unos de los otros hasta llenar el rayo luminoso y cubrir la tierra. Parecían emanar todos del punto blanco central, después cuatro pares, después dieciséis pares, y así hasta el punto de divergencia, donde llegaron a ser más de cien, uno junto a otro y desplegados en forma de abanico apretado. En el punto de divergencia, se desparramaban y ocupaban todos los rayos, marchando sin orden cada uno a su gusto. El momento en que los espectros cubrieron toda la tierra coincidía con el máximo de divergencia de los rayos. Después las formas espectrales se aproximaron progresivamente las unas a las otras. Los rayos convergieron hacia su punto de partida, donde las formas entraron una a una, habiendo así completado su ciclo. Antes de entrar se habían reagrupado, lado con lado, en una fila cerrada de una centena de almas. A medida que avanzaban su número disminuía hasta que todas se unieron en una sola, y esta entró en la luz.
Me levanté bruscamente con la sensación de que el lugar era poco seguro para soñar y me retiré a mi lecho, donde no tardé en dormirme.