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XX

Durante los cinco días siguientes atravesamos el país antiguamente recorrido por Juan. Al quinto día llegamos al pueblo donde nos esperaban nuestros caballos. Emilio estaba allí, y a partir de ese momento el viaje fue relativamente fácil hasta que llegamos a su pueblo natal. Al acercarnos al pueblo, observamos que el país estaba más poblado. Las rutas y pistas eran las mejores que habíamos encontrado hasta entonces.

Nuestro camino corría a lo largo de un valle fértil que remontamos hasta una meseta. Notamos que el valle se cerraba más y más. Al fin las paredes se acercaron tanto al río que el valle no formaba más que un barranco. Hacia las cuatro de la tarde llegamos de repente a un acantilado vertical, de un centenar de metros de altura, desde donde el río caía en cascada. El camino llevaba a una explanada al pie del acantilado de gres cerca de la cascada. Un túnel se abría en la pared y subía cuarenta y cinco grados hasta una meseta superior. Habían tallado escalones en el túnel, de manera que la subida era fácil.

Enormes trozos de piedra habían sido preparados para tapar, llegado el caso, la abertura inferior del túnel y presentar así una barrera formidable a un eventual ataque. Al llegar a la meseta superior, constatamos que la escalera subterránea constituía el único acceso posible a partir del barranco. Muchas de las casas del pueblo estaban adosadas a la muralla. Las casas tenían por lo general tres pisos, pero sin aberturas antes de la tercera planta. Cada abertura tenía un balcón, lo bastante ancho para que dos o tres personas pudieran estar cómodamente y observar los alrededores.

Nos contaron que la zona había estado antiguamente habitada por una tribu indígena, que se mantuvo aislada del mundo hasta el punto de desaparecer como tribu. Los raros sobrevivientes se habían agregado a otras tribus. Así pasó con el pueblo natal de Emilio, y los lugares de encuentro de muchos de nuestra expedición, que se habían repartido en pequeños grupos para cubrir más territorio.

Una encuesta nos reveló que éramos los primeros en llegar, y que los otros vendrían veinticuatro hora más tarde. Se nos asignó por alojamiento una casa del pueblo adosada a la muralla. Las ventanas del tercer piso daban sobre los pliegues montañosos. Nos instalaron confortablemente y nos informaron que la cena sería servida en el salón. Bajando, encontramos a la hermana de Emilio sentada a la mesa, con su marido y los hijos que habíamos encontrado en el techo del templo, así como al mismo Emilio.

Apenas habíamos terminado de cenar, escuchamos un ruido en el pequeño jardín frente a la casa. Un aldeano vino a advertirnos que uno de los otros destacamentos acababa de llegar. Eran los compañeros de nuestro jefe Thomas. Se les sirvió la comida y los instalaron esa noche con nosotros, después todos subimos a la terraza superior. El sol se había puesto, pero el crepúsculo duraba aún.

Vimos una depresión, de donde fluían las profundas gargantas de los torrentes provenientes de las montañas de los alrededores. Esos torrentes se vertían todos en el río principal, justo antes de que este se precipitara en cascada por encima del acantilado de gres ya descrito. El gran río emergía de un barranco profundo y no recorría más de una centena de metros sobre la meseta antes de caer en cascada por el precipicio. Otros torrentes pequeños formaban cascadas de veinte a sesenta metros sobre las paredes verticales que bordeaban al río principal. Muchos llevaban un gran volumen de agua, otros solamente algunas gotas, otros al fin, habiendo cruzado las paredes laterales de las gargantas, se precipitaban en una serie de cascadas.

Muy arriba en las montañas, los barrancos contenían glaciares, que se proyectaban como dedos gigantes a partir de las nieves eternas que cubrían toda la cadena montañosa.

La muralla exterior del pueblo se juntaba con las paredes de la garganta del río principal, después bordeaba hasta la cascada. En el lugar de unión las paredes eran casi verticales, de unos seiscientos metros de alto y formaban una barrera natural tan lejos como se podía ver. La meseta se extendía de norte a sur un centenar de kilómetros y de este a oeste unos cincuenta. Fuera del túnel inclinado, el único acceso a la meseta se encontraba en el lugar más ancho, Allí un sendero conducía a un puerto defendido por una muralla similar a la nuestra.

En tanto que nosotros comentábamos las ventajas de este dispositivo, la hermana y la sobrina de Emilio se nos reunieron. Un poco más tarde su cuñado y su sobrino también vinieron. Notamos en ellos síntomas de agitación contenida, y la hermana de Emilio no tardó en decirnos que esperaba la visita de su madre. Nos dijo: «Estamos tan dichosos que a duras penas podemos contenernos, tanto amamos a nuestra madre. Nosotros amamos a todos los que viven en las esferas más altas de la realización, ya que ellos son todos bellos, nobles y compasivos. Pero nuestra madre es tan bella, tan exquisita y adorable, servicial y amante, que no podemos negarnos a amarla mil veces más. Por otra parte somos de su carne y de su sangre. Sabemos que vosotros la amaréis también».

Preguntamos si venía con frecuencia. Se nos respondió: «¡Oh! sí, viene siempre que tenemos necesidad de ella. Pero está tan ocupada con su trabajo en su esfera, que viene solamente dos veces al año por sí misma, hoy es el día de una de sus visitas anuales. Esta vez se quedará una semana. Estamos tan dichosos que no sabemos qué hacer mientras la esperamos».

La conversación se orientó sobre nuestras experiencias después de nuestra separación, y ya había tomado un cariz animado cuando un súbito silencio se abatió sobre nosotros. Antes de habernos podido dar cuenta, estuvimos sentados sin decir ni palabra y sin que ninguno hiciera una reflexión. Las sombras de la tarde se habían agrandado y la cadena nevada de las lejanas montañas era semejante a un monstruo enorme dispuesto a lanzar sus zarpas de hielo en el valle. Después oímos un ligero rumor nacido del silencio, como si un pájaro se posara. Una niebla pareció condensarse al este del parapeto, y súbitamente adquirió la forma, ante nosotros, de una mujer magníficamente bella de rostro y aspecto, rodeada de un brillo luminoso tan intenso que apenas podíamos mirarla. La familia se precipitó hacia ella, los brazos extendidos y exclamando a una sola voz: «Madre». La dama descendió con ligereza del parapeto a la terraza del techo y abrazó a los miembros de su familia como cualquier tierna madre lo hubiera hecho; después nos presentaron. La dama dijo: «¡Oh! ¿Sois vosotros los queridos hermanos venidos de la lejana América para visitarnos? Estoy muy feliz de daros la bienvenida a nuestro país. Nuestros corazones van hacia todos, y si los hombres nos dejaran hacer, los estrecharíamos a todos en nuestros brazos, como yo acabo de hacer con aquellos a los que llamo míos, ya que en realidad no formamos más que una familia, la de los hijos de Dios Padre. ¿Por qué no podemos reunirnos todos como hermanos?».

Habíamos notado que el atardecer se había vuelto muy fresco. Pero cuando la dama apareció, el brillo de su presencia transformó el ambiente en una noche de verano. El aire pareció cargado de perfumes de flores. Una luz similar a la de la luna llena impregnaba todos los objetos y reinaba una tibieza brillante que no acierto a describir. Sin embargo ningún gesto de los Maestros era teatral. Las maneras de esas gentes eran profundamente amables y de una simplicidad infantil.

Alguno sugirió descender. La Madre y las otras damas pasaron las primeras. Nosotros las seguimos y los hombres de la casa cerraron la marcha. Mientras descendíamos por las escaleras de la manera habitual, notamos que nuestros pies no hacían ningún ruido. Sin embargo no nos esforzábamos por hacer silencio. Uno de nosotros probó a hacer ruido, pero no lo logró. Parecía que nuestros pies no entraban en contacto con el suelo de la terraza ni con los peldaños de la escalera.

En la planta donde se encontraba nuestros cuartos, entramos a una habitación magníficamente amueblada y nos sentamos. Notamos allí también una tibieza brillante y la habitación se iluminó con una suave luz inexplicable para nosotros. Un profundo silencio reinó por algún tiempo, después la Madre nos preguntó si estábamos bien instalados, si se ocupaban de nosotros, si nuestro viaje nos había satisfecho hasta ese momento.

La conversación se orientó sobre las cosas de la vida ordinaria, sobre las cuales ella parecía muy familiarizada. Después conversamos sobre nuestra vida de familia. La Madre nos citó el nombre de nuestros padres, hermanos y hermanas, y nos sorprendió haciéndonos una descripción detallada de nuestras vidas, sin hacernos la menor pregunta. Nos indicó los países que habíamos visitado, los trabajos que habíamos hecho y los errores que habíamos cometido. No hablaba de una manera vaga que nos hubiera obligado a adaptar nuestros recuerdos. Cada detalle destacaba como si reviviéramos las escenas correspondientes.

Cuando nuestros amigos nos hubieron dado las buenas noches, no podíamos más que expresar nuestra admiración, sabiendo que ninguno de ellos tenía menos de cien años y que la Madre tenía setecientos, de los cuales seiscientos fueron pasados en la tierra en su cuerpo físico. Sin embargo, todos ellos estaban plenos de entusiasmo y tenían el corazón ligero como a los veinte años, sin ninguna afectación. Todo era como si viviéramos con jóvenes.

Antes de retirarse esa noche, nos avisaron que había un elevado número de personas dispuestas a cenar en el albergue al día siguiente, y que estábamos invitados.

La vida de los Maestros

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