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XVIII

Habíamos pedido a uno de los guardias que nos despertara con las primeras luces del alba. Golpeó nuestra puerta cuando me parecía que apenas había tenido tiempo de dormir. Saltamos todos fuera de nuestros lechos, ansiosos como estábamos de ver la salida del sol desde lo alto de nuestro mirador. Nos vestimos con rapidez, y fuimos a la terraza como tres escolares impacientes. Hicimos tanto ruido que los guardianes, asustados, vinieron apresuradamente a ver si habíamos perdido la cordura. Pienso que algazara similar no había turbado la paz de aquel viejo templo desde su construcción, es decir desde hacía mil años. En efecto, el templo era tan antiguo que formaba parte la roca sobre la que descansaba.

Ya en la terraza, las recomendaciones se volvieron inútiles. Desde el primer vistazo, mis dos compañeros quedaron boquiabiertos, y con los ojos desorbitados. Supongo que hice otro tanto. Esperaba sus comentarios cuando gritaron casi al unísono: «¡Pero estamos ciertamente suspendidos en el aire!». Su impresión, era exactamente la misma que tuve yo en el otro templo. Todos habían olvidado por un momento que sus pies reposaban sobre el suelo y tenían la sensación de flotar en la atmósfera. Uno de ellos remarcó: «No me sorprende que los Maestros puedan volar después de haber tenido esta sensación». Una breve explosión de risa nos sacó de nuestros pensamientos. Nos giramos y vimos inmediatamente detrás de nosotros a Emilio, Jast y nuestro amigo de los documentos. Uno de mis compañeros quiso estrechar la mano a todos y a la vez exclamó: «¡Es maravilloso! No hay nada sorprendente en que podáis volar después de haber estado aquí». Sonrieron y uno de ellos dijo: «Sois libres de volar como nosotros. Es suficiente saber que vosotros tenéis el poder interior de hacerlo, y después utilizad ese poder».

Observamos el paisaje. La niebla había bajado y flotaba en grandes ondulaciones. Pero estaba todavía bastante alta, como para dejar ver algún metro cuadrado de tierra. El movimiento de los bancos de niebla nos daba la impresión de estar transportados sobre olas silenciosas. Mirando a lo lejos, se perdía todo sentido de gravitación y era difícil imaginarse que no se estaba planeando en el espacio. Personalmente había perdido de tal modo el sentido de la gravedad que flotaba sobre el techo. Al sonido de una voz, caí rudamente; sentí un choque cuyos efectos tardaron muchos días en disiparse.

Como el templo nos pareció muy interesante, esa misma mañana decidimos permanecer en él tres días más, puesto que no había más que un solo lugar interesante antes de reencontrar a las otras secciones. Emilio había traído mensajes. Uno de ellos nos informó que la sección de nuestro jefe había visitado este templo tres días antes. Después del desayuno, salimos para ver la niebla disiparse gradualmente. La observamos hasta su completa desaparición y la aparición del sol. Vimos el pequeño pueblo anidado bajo el acantilado y el valle extendiéndose a lo lejos.

Nuestros amigos habían decidido visitar el pueblo y nosotros les pedimos permiso para acompañarlos. Ellos respondieron afirmativamente, riendo, y nos aconsejaron servirnos de la canasta, diciendo que así tendríamos un aspecto más agradable que si tratábamos de usar su modo de locomoción. Descendimos uno a uno sobre el desplome, y de allí a la pequeña meseta que dominaba el pueblo. Apenas el último había saltado de la canasta, cuando nuestros amigos se presentaron. Descendimos todos juntos al pueblo, donde pasamos la mayor parte de la jornada.

Era un viejo y extraño pueblo, característico de las regiones montañosas. Comprendía una veintena de casas, cavadas en la pared del acantilado. Las aberturas se tapaban con losas de piedra. Habían adaptado ese modo de construcción para evitar que las casas se aplastaran bajo el peso de las nevadas invernales. Los habitantes no tardaron en reunirse. Emilio les habló unos instantes y se convino una reunión, que tendría lugar al mediodía del día siguiente. Se enviaron mensajeros para avisar a las gentes de la vecindad deseosas de asistir.

Se nos informó que Juan Bautista había vivido en ese pueblo y recibido ciertas enseñanzas en ese templo, que estaba en el mismo estado que en aquella época. Se nos mostró el emplazamiento de la casa que había habitado, pero que había sido destruida. Cuando volvimos al templo, al final de la jornada, el tiempo se había aclarado y pudimos ver una vasta extensión. Nos mostraron los caminos que Juan seguía para ir a los pueblos de los alrededores. El templo y su pueblo existían seis mil años antes de la visita de Juan. Nos hicieron ver que el camino que seguíamos estaba en uso desde esa época. Hacia las cinco de la tarde, nuestro amigo de los documentos nos estrechó la mano, diciendo que se ausentaría pero que volvería pronto. Después desapareció.

Esa tarde asistimos, desde el techo del templo, a la más extraordinaria puesta de sol que jamás he visto, y sin embargo he tenido la buena suerte de verlas en casi todos los países del mundo. A la caída de la tarde, una ligera bruma cubría una cadena de montañas, bordeando una vasta zona de mesetas, sobre las cuales se extendía nuestra mirada. Cuando el sol alcanzó ese borde, parecía dominarla desde tan alto que contemplábamos un mar de oro en fusión. Después vino el crepúsculo, que inflamó todas las altas cimas. Las montañas nevadas resplandecían lejos. Los glaciares parecían inmensas lenguas de fuego. Todas esas llamas encontraban las diversas tonalidades del cielo y parecían fundirse. Los lagos esparcidos en la llanura parecieron súbitamente volcanes, lanzando un fuego que se mezclaba con los colores del firmamento. Durante un momento tuvimos la impresión de encontrarnos al borde de un infierno silencioso, después el conjunto se fundió en una sola armonía de colores y un atardecer dulce y tranquilo cayó sobre el paisaje. La paz que se desprendía era indescriptible.

Nos quedamos sentados en la terraza hasta medianoche, conversando y haciendo preguntas a Emilio y Jast. Esas preguntas trataban más que nada sobre la etnografía y la historia general del país. Emilio hizo numerosas citas de documentos conocidos de los Maestros. Estos documentos probaban que el país había estado habitado miles de años antes de nuestros tiempos históricos.

Emilio, terminó por decir: «No quiero criticar vuestra historia, ni halagar a vuestros historiadores, pero la verdad es que no se han remontado muy lejos en el pasado. Han admitido que Egipto significa tinieblas exteriores y desierto, como su nombre lo indica. En realidad, su nombre significa “desierto de pensamiento”. En la época egipcia, como hoy, una gran parte del mundo vivía en un desierto de pensamientos, y vuestros historiadores no han buscado el sentido escondido de esta fórmula, para profundizarlo. Han aceptado y reafirmado los testimonios superficiales (para los sentidos). Ese fue el principio de vuestra historia. Es muy difícil de unir a la nuestra. No os pido que consideréis la nuestra como auténtica, pero recomiendo que elijáis libremente entre las dos».

La luna apareció entonces redonda y plena sobre las montañas que barrían el horizonte en la lejanía. Nos quedamos a contemplarla hasta que estuvo casi en su cenit. El espectáculo era extraordinario. Ligeras nubes pasaban de vez en cuando delante de una montaña vecina, un poco más alta que el templo. Cuando las nubes pasaban cerca de la luna, teníamos la impresión de desplazarnos con esta ante las inmóviles nubes. Esto duró una hora.

Súbitamente, escuchamos detrás de nosotros un ruido similar a la caída de un cuerpo. Nos levantamos para mirar y he aquí que una dama de cierta edad estaba allí y nos preguntaba sonriendo si nos había asustado. Tuvimos la impresión de que había saltado desde el parapeto que estaba sobre la terraza, pero simplemente había rozado su pie para atraer nuestra atención y la intensidad del silencio había amplificado el sonido. Emilio avanzó con rapidez para saludarla, y la presentó como su hermana. Ella sonrió y preguntó si había estropeado nuestros sueños.

Nos sentamos de nuevo y la conversación se orientó sobre las reminiscencias de sus experiencias y su trabajo en la vida santa. La señora tenía tres hijos y una hija, todos educados en el mismo espíritu. Preguntamos si sus hijos la acompañaban. Respondió que sí, que estaban precisamente libres, y enseguida aparecieron dos personajes, un hombre y una mujer. Ambos saludaron a su tío y a su madre, y después avanzaron para ser presentados a mis compañeros y a mí. El hijo era gallardo, erguido y de aspecto varonil. Parecía tener treinta años. La hija era más pequeña, delgada y con rasgos encantadores, era una bella muchacha, bien equilibrada, parecía tener unos veinte años. Supimos más tarde que el hijo tenía ciento quince años y la hija ciento veinte y ocho. Los dos asistirían a la reunión del día siguiente, y no tardaron en descender.

Después de su partida, cumplimentamos a su madre por ellos. Ella se volvió hacia nosotros y respondió: «Todo hijo es bueno y perfecto cuando nace. No es malo. Poco importa que su concepción haya sido perfecta e inmaculada o por el contrario material y sensual. El niño de la Concepción Inmaculada reconoce rápidamente su filiación con el Padre. Sabe que él es el Cristo, hijo de Dios. Se desarrolla rápidamente y no concibe más que la perfección. El niño concebido por la vía de los sentidos puede también reconocer inmediatamente su filiación, percibir que el Cristo mora en él y realizar su perfección haciendo de Cristo su ideal. Al contemplar ese ideal lo ama, lo quiere y al final manifiesta o reproduce el objeto de sus pensamientos. Ha nacido de nuevo, es perfecto. Hace resaltar su perfección interior que había existido siempre. El primero se ha conservado en el ideal, es perfecto. El segundo ha percibido el ideal y lo ha desarrollado. Los dos son perfectos. Ningún niño es malo. Todos son buenos y vienen de Dios».

Uno de nosotros sugirió que ya era hora de ir a dormir, pues era medianoche.

La vida de los Maestros

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