Читать книгу La vida de los Maestros - Baird T. Spalding - Страница 6
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Dejamos Potal y nos dirigimos a Asmah, pueblo más pequeño, a una distancia de cincuenta kilómetros. Emilio designó dos hombres para la expedición. Ellos eran aún jóvenes, eran dos bellos especímenes de tipo indio. Tomaron la responsabilidad de todo en la expedición, con una soltura y equilibrio perfecto, como nosotros nunca habíamos visto antes. Para facilitar el relato, a uno le llamaré Jast y al otro Neprow. Emilio era de bastante más edad que ellos. Jast era el director de la expedición y Neprow su ayudante, que velaba para la ejecución de las órdenes.
Emilio nos despidió haciéndonos las recomendaciones siguientes: «Vais a iniciar la expedición con Jast y Neprow como acompañantes. Yo permaneceré aquí algunos días, ya que con vuestra forma de locomoción os serán necesarios al menos cinco días para llegar a la próxima etapa, a ciento cincuenta kilómetros. Yo no tengo necesidad de tanto tiempo para franquear esa distancia, pero estaré allí para recibiros. ¿Queréis dejar a uno de vosotros aquí para observar y corroborar los hechos posibles? Ganaréis tiempo y el rezagado podrá alcanzar la expedición en diez días como máximo. Le pediremos simplemente que observe y cuente lo que vea».
Partimos entonces, Jast y Neprow llevaban la expedición bajo su responsabilidad y de extraordinaria manera. Cada detalle, cada arreglo, venía a su justo momento con el ritmo y la precisión de un melodía. Continuó así, de más está decirlo, durante los tres años que duró la expedición.
Jast estaba dotado de un bello carácter indio y de una gran elevación, amable, eficaz en la acción sin falsedad ni fanfarronería. Daba las órdenes con una voz casi monótona. Daba las órdenes con una voz casi monótona y la ejecución seguía con una precisión y una oportunidad que nos maravillaba. Desde el principio habíamos notado la belleza de su carácter y lo habíamos comentado con frecuencia.
Neprow, que tenía un carácter maravilloso, parecía tener el don de la ubicuidad. Siempre con sangre fría, tenía un rendimiento asombroso, con la tranquila precisión de sus movimientos y su admirable aptitud para pensar y ejecutar. Cada uno por su parte había notado esto, y a menudo hablábamos de ello. Nuestro jefe había dicho: «Estas gentes son maravillosas. ¡Qué alivio es encontrarlos capaces de reflexionar y actuar al mismo tiempo!».
El quinto día, hacia las cuatro de la tarde, llegamos a Asmah. Y como estaba convencido encontramos a Emilio ahí para recibirnos. El lector puede imaginarse nuestro asombro. Estábamos seguros de haber venido por la única ruta practicable y por los medios de locomoción más rápidos. Solo los correos del país, que viajan noche y día con relevo, podrían haber caminado más rápido. He aquí pues, un hombre que nosotros creíamos de cierta edad y absolutamente incapaz de hacer más rápidamente que nosotros un trayecto de ciento cincuenta kilómetros y, a pesar de ello, él estaba ahí. En nuestra impaciencia, todos le hicimos preguntas al mismo tiempo. He aquí su respuesta: «Cuando partisteis os dije que estaría para recibiros y heme aquí. Quería atraer muy especialmente vuestra atención sobre el hecho de que el hombre no tiene límites, cuando ha evolucionado en su verdadero dominio, ni está sujeto más a limitaciones de tiempo ni de espacio. Cuando se conoce a sí mismo no está obligado a recorrer su camino durante cinco días para hacer ciento cincuenta kilómetros. En su verdadero dominio el hombre puede franquear instantáneamente todas las distancias por grandes que estas sean. Hace algunos instantes yo estaba en el pueblo que vosotros habéis dejado hace cinco días. Mi cuerpo reposa allí todavía. El compañero que dejasteis allá dirá que yo he conversado con él hasta las cuatro menos unos minutos, diciéndole que partía para recibiros, ya que vosotros estaríais a punto de llegar. Vuestro compañero ve todavía mi cuerpo allá, que le parece inanimado. He hecho esto para mostraros que podemos dejar nuestro cuerpo para ir a encontraros, no importa dónde ni cuándo. Jast y Neprow habrían podido viajar como yo. Pero comprenderéis mejor así, que somos humanos como vosotros, de la misma procedencia. No hay misterio. Hemos, simplemente, desarrollado más los poderes que nos han sido dados por el Padre, el gran omnipotente. Mi cuerpo quedará allá hasta la llegada de la noche. Seguidamente lo traeré aquí y vuestro compañero se pondrá en camino por el mismo sendero que vosotros vinisteis. Llegará aquí a su tiempo. Nosotros nos tomaremos un día de descanso, después iremos a un pequeño pueblo distante solo un día de marcha. Volveremos seguidamente aquí, al encuentro de vuestro camarada, y veremos lo que él nos cuenta. Nos reuniremos esta noche en el alojamiento. En tanto me despido de vosotros».
Por la noche, cuando estuvimos reunidos, Emilio apareció súbitamente entre nosotros sin haber abierto la puerta y dijo: «Vosotros acabáis de verme aparecer en esta habitación, de una forma que calificáis como mágica. Bien, no hay nada de eso. Quiero haceros un pequeño experimento, en el cual creeréis porque lo habréis podido ver. Acercaos. He aquí un vaso de agua que uno de vosotros acaba de traer de la fuente. Un minúsculo cristal de hielo se forma en el centro del agua. Ved cómo crece por la adhesión de otros. Y ahora todo el vaso está helado.
»¿Qué ha pasado? He mantenido en el Universal las moléculas centrales del agua hasta que se han solidificado. En otras palabras, he bajado sus vibraciones hasta hacer hielo y todas las partículas de su alrededor se han solidificado hasta formar juntas un bloque. El mismo principio se aplica a un vaso para beber, a una bañera o al mar, a la masa de agua de nuestro planeta ¿Pero qué pasaría? Todo se helaría ¿no es así? pero ¿con qué fin?, ¿en virtud de qué autoridad? Por la respuesta en acción de una ley perfecta, ¿pero con vistas a qué fin? Ninguno, ya que ningún bien resultaría de ello.
»Si yo hubiera persistido hasta el fin ¿qué hubiera pasado? La reacción, ¿sobre quién hubiera caído? Sobre mí. Yo conozco la Ley. Eso que expreso vuelve a mí, seguro. No expreso entonces más que el bien y este regresa a mí como tal. Vosotros habríais visto que si yo persistía en mi tentativa de hacer hielo, el frío habría actuado sobre mí antes del fin y yo me hubiera helado, recogiendo así la cosecha de mi deseo. En tanto que si yo expreso el bien, recojo eternamente su cosecha.
»Mi aparición esta tarde en este cuarto se explicará de igual modo. En la pequeña habitación donde me habéis dejado, elevé las vibraciones de mi cuerpo hasta que este volvió al Universal donde toda sustancia existe. Después, por el intermedio de mi Cristo, he tenido mi cuerpo en mi pensamiento hasta bajar las vibraciones y permitirle tomar forma precisamente en esta habitación, donde podéis verle. ¿Dónde está el misterio? ¿No empleo yo el poder, la ley que me ha sido dada por el Padre a través del Hijo bienamado? Ese Hijo, ¿no sois vosotros, no soy yo, no es toda la humanidad? ¿Dónde está el misterio? No existe.
Recordad el grano de mostaza y la fe que él representa. Esta fe nos viene del Universal por el intermedio del Cristo interior ya nacido en cada uno de nosotros. Como una partícula minúscula ella entra en nosotros por el Cristo, nuestro pensamiento supraconciente, es el asiento de la receptividad en nosotros. Entonces, es necesario transportarla a la montaña al punto más elevado, la cúspide de la cabeza y mantenerla ahí. Es necesario seguidamente, permitir al Espíritu Santo descender. Aquí es el lugar del mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza, con todo tu pensamiento». Reflexionad, ¿qué sois? Corazón, alma, fuerza, pensamiento. Llegados a este punto, ¿qué hacer sino entregar todo a Dios, al Espíritu Santo, al Espíritu viviente del cual estoy lleno?
»Este Santo Espíritu se manifiesta de diferentes formas, seguido por pequeñas entidades que llaman a la puerta y buscan entrar. Hay que aceptarlas y permitir al Espíritu Santo unirse a ese ínfimo grano de fe. Él lo rodeará y se agregará, como habéis visto a las partículas de hielo adherirse al cristal central. El conjunto crecerá, parte por parte, capa por capa, como el témpano. ¿Qué sucederá? La fe se exteriorizará, se expresará. Uno continúa, multiplica y expresa el germen de fe hasta que pueda decir a la montaña de las dificultades: “Quítate de ahí y échate al mar”. Y será hecho. Llamad a ello cuarta dimensión o de otro modo si lo preferís. Nosotros, le llamamos “Dios que se expresa por el Cristo en nosotros”.
»El Cristo ha nacido así. María, la madre modelo, percibe el ideal, lo mantiene en su pensamiento y después lo concibe en el suelo del alma. Allí fue mantenido un tiempo, después exteriorizado como un niño Cristo perfecto, Hijo único de Dios. Su madre lo nutre, lo protege, le da lo mejor de ella misma, lo cuida y lo quiere hasta su paso de la infancia a la adolescencia. Es así como el Cristo viene a nosotros, primero como un ideal implantando en el terreno de nuestra alma, en la religión central donde reside Dios. Mantenido luego en el pensamiento como ideal perfecto, nace, expresado como el Niño perfecto, Jesús el recién nacido.
»Vosotros habéis visto lo que ha sucedido aquí y dudáis de vuestros ojos. No os censuro. Veo la idea del hipnotismo en el pensamiento de alguno de vosotros. Hermanos mío, hay entonces entre vosotros quienes no creen poder ejercer todas las facultades innatas de Dios, manifestadas esta noche. ¿Habéis creído por un instante que yo controlo vuestro pensamiento, o vuestra vista? ¿Creéis que si yo quisiera podría hipnotizaros, ya que lo habéis visto todos? ¿No se cuenta en vuestra Biblia que Jesús entró en un cuarto, en el cual las puertas estaban bien cerradas? Yo hice como él. ¿Podéis suponer por un instante que Jesús, el Gran Maestro haya tenido necesidad de usar la hipnosis? Él empleaba los poderes que Dios le había dado como yo lo he hecho esta noche. No he hecho nada que cada uno de vosotros no pueda hacer también. Y no solamente vosotros. Todo hijo nacido antes o ahora en este mundo dispone de los mismos poderes. Deseo que esto quede claro en vuestro espíritu. Sois individualidades, no personalidades ni autómatas. Tenéis libre albedrío. Jesús no tenía necesidad de hipnotizar, como nosotros tampoco. Dudad de nosotros tanto como queráis, hasta que vuestra opinión sobre nuestra honestidad o hipocresía se haya aclarado. Descartad por ahora la idea de hipnosis o al menos dejadla pasiva hasta que hayáis profundizado en el trabajo, os pedimos únicamente un espíritu abierto».