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EL TRAUMA Y LA PÉRDIDA DE UNO MISMO

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El primer estudio que hice en la VA empezaba preguntando sistemáticamente a los veteranos qué les había sucedido en Vietnam. Quería saber qué les había empujado al límite y por qué algunos se habían roto como resultado de aquella experiencia mientras que otros habían sido capaces de seguir adelante con su vida.3 La mayoría de los hombres que entrevisté habían ido a la guerra sintiéndose preparados, unidos por el rigor del entrenamiento básico y del peligro compartido. Intercambiaban fotografías de sus familiares y novias, aguantando los defectos de los demás. Y estaban dispuestos a arriesgar su vida por sus amigos. La mayoría confiaba sus secretos oscuros a un amigo, y algunos llegaban al punto de compartir las camisas y los calcetines con los demás.

Muchos de los hombres mantenían amistades similares a las de Tom con Alex. Tom conoció a Alex, un italiano de Malden (Massachusetts) en su primer día en el país, e inmediatamente se hicieron amigos íntimos. Conducían juntos el Jeep, escuchaban la misma música y se leían mutuamente las cartas de sus familiares. Se emborrachaban juntos y perseguían a las mismas chicas vietnamitas en los bares.

Tras unos tres meses en el país, un día Tom conducía a su equipo en una patrulla a pie por un arrozal justo antes del atardecer. De repente, una lluvia de disparos empezó a caer desde el muro verde de la selva que los rodeaba, alcanzando uno a uno a los hombres que tenía a su alrededor. Tom me contaba cómo fue viendo con un horror impotente cómo morían o eran heridos todos los miembros de su pelotón en cuestión de segundos. Nunca podría sacarse de la mente una imagen: la nuca de Alex con él boca abajo en el arrozal, con los pies en el aire. Tom lloraba al recordar: «Fue el único amigo de verdad que tuve». Después, por la noche, Tom seguía escuchando los gritos de sus hombres y viendo sus cuerpos caer en el agua. Cualquier sonido, olor o imagen que le recordara esa emboscada (como el sonido de los fuegos artificiales del 4 de Julio) le hacían sentirse igual de paralizado, aterrorizado y enfurecido que el día en que un helicóptero le evacuó del arrozal.

Pero peor aún para Tom que los recurrentes flashbacks de la emboscada era quizás el recuerdo de lo que sucedió a continuación. Era fácil imaginar cómo la rabia de Tom por la muerte de su amigo condujo a la desgracia que se produjo después. Estuvo meses intentando superar los remordimientos que le paralizaban antes de poderme hablar de ello. Desde tiempos inmemoriales, los veteranos, como Aquiles en la Ilíada de Homero, han respondido a la muerte de sus compañeros con actos atroces de venganza. El día siguiente a la emboscada, Tom fue en un estado de histeria a un pueblo vecino y mató a niños, disparó a un granjero inocente y violó a una mujer vietnamita. Después de aquello, le fue completamente imposible volver a casa de un modo normal. ¿Cómo puedes ponerte delante de tu amada y decirle que has violado violentamente a una mujer como ella, o ver cómo tu hijo da sus primeros pasos recordándote al niño que has asesinado? Tom vivió la muerte de Alex como si parte de sí mismo hubiera quedado destruida para siempre: la parte buena, honorable y fiable. El trauma, tanto si es resultado de algo que nos han hecho como si es algo que hemos hecho nosotros, casi siempre dificulta mucho poder establecer relaciones íntimas. Después de experimentar algo tan atroz, ¿cómo aprender a confiar en uno mismo o en otra persona? O, a la inversa, ¿cómo rendirse a una relación íntima después de haber sido violada brutalmente?

Tom siguió viniendo lealmente a las visitas, ya que me convertí en su cuerda salvavidas, en el padre que nunca tuvo, en un Alex que había sobrevivido a la emboscada. Hace falta una confianza enorme y mucho valor para permitirse a uno mismo recordar. Una de las cosas más difíciles para las personas que han sufrido un trauma es enfrentarse a los remordimientos de cómo se comportaron durante el episodio traumático, tanto si está objetivamente justificado (como en la comisión de atrocidades) como si no (como en el caso de un niño que intenta apaciguar a su abusador). Una de las primeras personas en escribir sobre este fenómeno fue Sarah Haley, que tenía su consulta al lado de la mía en la clínica de la VA. En un artículo titulado «When the Patient Reports Atrocities»4 (Cuando el paciente cuenta atrocidades), que fue uno de los grandes impulsos para la creación definitiva del diagnóstico de TEPT, describía la enorme e intolerable dificultad de hablar de (y escuchar) los actos horrendos que suelen cometer los soldados en el transcurso de sus experiencias bélicas. Ya es suficientemente difícil hacer frente al sufrimiento infligido a otras personas, pero muchas personas traumatizadas, en lo más profundo de sí mismas, sufren incluso más por los remordimientos que sienten por lo que hicieron o no hicieron bajo ciertas circunstancias. Se desprecian a sí mismas por lo aterrorizadas, dependientes, excitadas o furiosas que se sintieron.

En los años posteriores, comprobé la existencia de un fenómeno similar entre las víctimas de abusos infantiles. La mayoría de ellas tienen unos remordimientos atroces por las cosas que hicieron para sobrevivir y mantener una conexión con la persona que abusaba de ellas.

Esto es especialmente aplicable si el abusador era una persona cercana al niño, alguien de quien el niño dependía, como suele el caso tan a menudo. El resultado puede ser una confusión sobre si la víctima era víctima o un participante voluntario, lo cual a su vez provoca desconcierto en torno a la diferencia entre amor y terror, dolor y placer. Volveremos a este dilema más adelante en este libro.

El cuerpo lleva la cuenta

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