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DIAGNOSTICAR EL ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

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En aquella primera época en la clínica de la VA, etiquetábamos a los veteranos con todo tipo de diagnósticos (alcoholismo, abuso de sustancias, depresión, trastorno del estado de ánimo, incluso esquizofrenia) y probábamos todos los tratamientos de nuestros manuales. Sin embargo, incluso dedicando todos nuestros esfuerzos, quedaba claro que en realidad estábamos logrando muy poco. Los potentes fármacos que les recetábamos a menudo les dejaban tan confundidos que apenas podían funcionar. Cuando los animábamos a hablar de los detalles concretos de un acontecimiento traumático, a menudo sin darnos cuenta, desencadenábamos un flashback a gran escala, en lugar de ayudarles a resolver el problema. Muchos de ellos abandonaban el tratamiento porque no solo no lográbamos ayudarles, sino que en ocasiones empeoraban.

En 1980 se produjo un punto de inflexión cuando un grupo de veteranos de Vietnam, con la ayuda de los psicoanalistas Chaim Shatan y Robert J. Lifton de Nueva York, presionaron con éxito a la Asociación Americana de Psiquiatría para crear un nuevo diagnóstico: el trastorno por estrés postraumático (TEPT), que describía un conjunto de síntomas comunes, en menor o mayor grado, a todos nuestros veteranos. Identificar sistemáticamente los síntomas y agruparlos juntos en un trastorno finalmente dio nombre al sufrimiento de personas anuladas por el terror y la impotencia. Con el marco conceptual del TEPT, el terreno ya estaba abonado para un cambio radical en nuestra manera de comprender a nuestros pacientes. A la larga, esto llevó a una explosión de estudios y de intentos de encontrar tratamientos efectivos.

Inspirándome en las posibilidades que presentaba este nuevo diagnóstico, le propuse a la clínica un estudio sobre la biología de los recuerdos traumáticos. ¿Los recuerdos de las personas que sufren TEPT eran distintos de los de los demás? Para la mayoría de la gente, el recuerdo de un acontecimiento desagradable se borra con el tiempo o se transforma en algo más benigno. Pero la mayoría de nuestros pacientes eran incapaces de considerar su pasado como una historia que hubiera sucedido mucho tiempo atrás.7

La primera línea de la carta de denegación de la subvención decía así: «Nunca se ha demostrado que el TEPT sea relevante para la misión de la Administración para los Asuntos de los Veteranos». Desde entonces, por supuesto, la misión de la VA se ha organizado en torno al diagnóstico del TEPT y del daño cerebral, y se dedican importantes recursos a la aplicación de «tratamientos basados en la evidencia» a veteranos de guerra traumatizados. Pero en esa época las cosas eran diferentes, y al no estar dispuesto a seguir trabajando en una organización cuya visión de la realidad era tan distinta de la mía, presenté mi dimisión. En 1982 ocupé mi nuevo puesto en el Massachusetts Mental Health Center, el Hospital Universitario de Harvard en el que estudié para convertirme en psiquiatra.

Mi nueva responsabilidad era enseñar una nueva área de estudio: Psicofarmacología, la administración de fármacos para aliviar la enfermedad mental.

En mi nuevo empleo me veía confrontado casi a diario a problemas que creía haber dejado atrás en la clínica de la VA. Mi experiencia con los veteranos de guerra me había sensibilizado tanto ante el impacto del trauma que ahora escuchaba de un modo muy distinto a los pacientes deprimidos y con ansiedad que me contaban sus historias de abusos sexuales y violencia familiar. En especial, me sorprendía la cantidad de pacientes femeninas que contaban que habían sufrido abusos sexuales siendo niñas. Era desconcertante, porque los manuales estándares de psiquiatría de la época afirmaban que el incesto era muy poco frecuente en Estados Unidos, y que solo ocurría a una de cada millón de mujeres.8 Teniendo en cuenta que solo había unos cien millones de mujeres en aquella época viviendo en Estados Unidos, me preguntaba cómo cuarenta y siete, casi la mitad, se las habían apañado para encontrar mi consulta en el sótano del hospital.

Además, los manuales decían: «Existe poco consenso sobre el papel del incesto padre-hija como fuente de una psicopatología subsiguiente grave». Mis pacientes con historias de incesto estaban lejos de no sufrir una «psicopatología subsiguiente»: estaban profundamente deprimidas, confusas y a menudo incurrían en comportamientos extrañamente autolesivos, como cortarse con hojas de afeitar. Los libros seguían prácticamente respaldando el incesto, explicando que «esta actividad incestuosa reduce la posibilidad de sufrir psicosis por parte del sujeto y permite un mejor ajuste al mundo exterior».9 En realidad, sin embargo, resultaba que el incesto tenía unos efectos devastadores en el bienestar de las mujeres.

En muchos sentidos, estas pacientes no eran tan diferentes de los veteranos que acababa de dejar atrás en la clínica de la VA. También tenían pesadillas y flashbacks. También alternaban entre arranques ocasionales de rabia explosiva y largos periodos de desconexión emocional. La mayoría de ellas habían tenido muchos problemas de relación con los demás y les costaba mantener relaciones serias.

Como sabemos, la guerra no es la única desgracia que arruina la vida de los seres humanos. Mientras que aproximadamente un cuarto de los soldados que sirven en zonas de guerra se espera que desarrollen problemas postraumáticos graves,10 la mayoría de los estadounidenses sufren un crimen violento en algún momento de su vida, y algunos informes más detallados han revelado que doce millones de mujeres en Estados Unidos han sido víctimas de violación. Más de la mitad de todas las violaciones se producen en chicas menores de quince años.11 Para muchas personas, la guerra empieza en casa: cada año, se considera que aproximadamente tres millones de niños en Estados Unidos son víctimas de maltrato infantil y abandono. Un millón de esos casos son graves y suficientemente creíbles para obligar a los servicios locales de protección de la infancia o a los tribunales de menores a emprender acciones.12 En otras palabras, por cada soldado que sirve en una zona de guerra en el extranjero, hay diez niños en peligro en su propio hogar. Esto es especialmente trágico, porque para un niño que está creciendo es muy duro recuperarse cuando la fuente de terror y de dolor no es el enemigo, sino sus propios cuidadores.

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