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PRÓLOGO

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HACER FRENTE AL TRAUMA

No es necesario ser soldado de guerra, ni visitar un campo de refugiados en Siria o en el Congo para encontrar el trauma. Los traumas nos suceden a nosotros, a nuestros amigos, a nuestros familiares y a nuestros vecinos. Los estudios de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades han demostrado que uno de cada cinco estadounidenses sufrió abusos sexuales de niño; uno de cada cuatro fue físicamente maltratado por uno de sus progenitores hasta el punto de dejarle alguna marca en el cuerpo; y una de cada tres parejas recurre a la violencia física. Un cuarto de nosotros creció con familiares alcohólicos, y uno de cada ocho ha sido testigo de cómo pegaban a su madre.[1

Como seres humanos, somos una especie sumamente resiliente. Desde tiempos inmemoriales, hemos ido recuperándonos de incesantes guerras, de innumerables desastres (tanto naturales como provocados por el hombre) y de la violencia y las traiciones en nuestra propia vida. Pero las experiencias traumáticas dejan huella, tanto a gran escala (en nuestras historias y culturas) como cerca de nuestro hogar, en nuestras familias, con oscuros secretos que pasan imperceptiblemente de generación en generación. También dejan huella en nuestra mente y en nuestras emociones, en nuestra capacidad de disfrutar y de mantener relaciones íntimas, e incluso en nuestra biología y nuestro sistema inmunológico.

El trauma no solo afecta a aquellos que están directamente expuestos a él, sino también a quienes los rodean. Los soldados que vuelven a casa después de combatir pueden asustar a sus familias con sus ataques de rabia y su ausencia emocional. Las esposas de los hombres que sufren trastorno por estrés postraumático (TEPT) suelen sufrir depresión, y los hijos de madres con depresión corren el riesgo de crecer con inseguridad y ansiedad. Haber estado expuesto a la violencia en la infancia suele dificultar el establecimiento de relaciones estables y de confianza en la edad adulta.

El trauma, por definición, es insoportable e intolerable. La mayoría de las víctimas de violaciones, de los soldados de combate y de los niños que han sufrido abusos sexuales sufren tanto cuando piensan en lo que han vivido que intentan sacárselo de la cabeza, intentan actuar como si no hubiera sucedido nada para seguir adelante. Hace falta muchísima energía para seguir funcionando llevando sobre las espaldas el recuerdo del terror y la culpabilidad por la debilidad y la vulnerabilidad más absolutas.

Aunque todos queramos seguir avanzando y dejar atrás el trauma, a la parte de nuestro cerebro que garantiza nuestra supervivencia (por debajo de nuestro cerebro racional) no se le da muy bien la negación. Mucho después de la experiencia traumática, esta parte puede reactivarse ante el menor atisbo de peligro y movilizar los circuitos cerebrales alterados y secretar enormes cantidades de hormonas del estrés. Ello precipita emociones desagradables, sensaciones físicas intensas y acciones impulsivas y agresivas. Estas reacciones postraumáticas parecen incomprensibles y abrumadoras. Al sentirse fuera de control, los supervivientes de traumas empiezan a temer estar dañados en lo más profundo de sí mismos sin posibilidad de redención.

La primera vez que recuerdo haber querido estudiar Medicina fue en un campamento de verano a los catorce años. Mi primo Michael me tuvo despierto toda la noche contándome el complejo funcionamiento de los riñones, cómo secretan el material de desecho del cuerpo y luego reabsorben las sustancias químicas que mantienen el sistema en equilibrio. Su relato sobre el milagroso funcionamiento del cuerpo me tenía fascinado. Más adelante, durante cada fase de mi formación médica, tanto si estudiaba cirugía, cardiología o pediatría, me resultaba cada vez más evidente que la clave para la curación era conocer el funcionamiento del organismo humano. Cuando empecé la rotación en psiquiatría, sin embargo, me sorprendió el contraste entre la increíble complejidad de la mente y los modos en que los seres humanos están conectados y vinculados entre sí, con lo poco que sabían los psiquiatras sobre los problemas que estaban tratando. ¿Cómo saber tanto algún día sobre el cerebro, la mente y el amor como lo que sabemos de los otros sistemas que componen nuestro organismo?

Obviamente, todavía estamos muy lejos de disponer de este tipo de conocimiento detallado, pero el nacimiento de tres nuevas ramas de la ciencia ha generado en una explosión del conocimiento sobre los efectos del trauma psicológico, el maltrato y el abandono. Estas nuevas disciplinas son la neurociencia (el estudio de cómo el cerebro soporta los procesos mentales); la psicopatología del desarrollo (el estudio del impacto de las experiencias negativas en el desarrollo de la mente y del cerebro), y la neurobiología interpersonal (el estudio de cómo influye nuestro comportamiento en las emociones, la biología y la mentalidad de la gente que nos rodea).

La investigación en estas nuevas disciplinas ha revelado que el trauma produce verdaderos cambios fisiológicos, incluyendo el recalibrado de la alarma del sistema cerebral, un aumento en la actividad de las hormonas del estrés y alteraciones en el sistema que distingue la información relevante de la irrelevante. Sabemos cómo afecta el trauma a la parte del cerebro que transmite la sensación física de estar vivos. Estos cambios explican por qué las personas traumatizadas desarrollan una hipervigilancia ante las amenazas, a costa de la espontaneidad en su vida diaria. También nos ayudan a entender por qué la gente traumatizada suele sufrir repetidamente los mismos problemas y por qué le cuesta tanto aprender de la experiencia. Sabemos que su comportamiento no es resultado de ningún defecto moral, ni de una falta de fuerza de voluntad, ni de su mal carácter: es causado por unos cambios reales en el cerebro.

Este mayor conocimiento sobre los procesos básicos que subyacen tras el trauma también ha abierto nuevas posibilidades para paliar o incluso revertir sus daños. Ahora, podemos desarrollar métodos y experimentos que recurren a la propia neuroplasticidad natural del cerebro para ayudar a los supervivientes a sentirse completamente vivos en el presente y a seguir adelante con su vida. Existen fundamentalmente tres vías: 1) de arriba abajo, hablando, (re)conectando con los demás, permitiéndonos saber y comprender qué nos sucede mientras procesamos los recuerdos del trauma; 2) tomando fármacos para silenciar las reacciones de alarma inadecuadas, o utilizando otras tecnologías que cambian el modo en que el cerebro organiza la información, y 3) de abajo arriba, permitiendo que el cuerpo tenga experiencias que contradigan profunda e instintivamente la impotencia, la rabia o el colapso resultantes del trauma. Saber cuál es mejor para cada superviviente particular es una cuestión empírica. La mayoría de las personas con las que he trabajado han necesitado una combinación de las tres.

En esto he trabajado toda mi vida. En este empeño, he contado con el apoyo de mis compañeros y estudiantes del Trauma Center, que fundé hace treinta años. Juntos, hemos tratado a miles de niños y adultos con traumas: víctimas de abusos infantiles, de desastres naturales, de guerras, de accidentes y de la trata de personas; personas que han sido atacadas por conocidos y por extraños. Tenemos una larga tradición de hablar profundamente de nuestros pacientes en las reuniones semanales del equipo de tratamiento y de seguir con atención cómo funcionan los diferentes tratamientos para cada uno de ellos individualmente.

Nuestra principal misión siempre ha sido asistir a los niños y a los adultos que han venido a nuestro centro a tratarse, pero desde el principio también nos hemos dedicado a investigar para explorar los efectos del estrés traumático en varias poblaciones y determinar qué tratamientos funcionan mejor para quién. Hemos recibido becas de investigación del Instituto Nacional de Salud Mental, del Centro Nacional de Medicina Complementaria y Alternativa, de los Centros de Control de Enfermedades y de varias fundaciones privadas para estudiar la eficacia de muchas formas de tratamiento diferentes, desde medicaciones hasta terapia conversacional, yoga, EMDR, teatro y neurofeedback.

El reto es el siguiente: ¿cómo recuperar el control sobre los restos de los traumas del pasado y volver a adueñarnos de nuestra propia vida? Las conversaciones, la comprensión y las conexiones humanas ayudan, y los fármacos pueden calmar los sistemas de alarma hiperactivos. Pero como también veremos, las huellas del pasado pueden transformarse teniendo experiencias físicas que contradigan directamente la impotencia, la rabia y el colapso que forman parte del trauma, recuperando así el autocontrol. No tengo ningún tratamiento predilecto, porque no hay un único enfoque que sirva para todo el mundo, sino que practico todas las formas de tratamiento que describo en este libro. Cada una de ellas puede producir cambios profundos, dependiendo de la naturaleza del problema en cuestión y la constitución de cada persona.

Escribí este libro para que sirviera como guía y como invitación; una invitación a enfrentarnos a la realidad del trauma, a explorar el mejor modo de tratarlo y a comprometernos, como sociedad, a usar todos los medios de los que disponemos para evitarlo.

El cuerpo lleva la cuenta

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