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ATASCADOS EN EL TRAUMA

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Nuestra clínica estaba inundada de veteranos buscando ayuda psiquiátrica. Sin embargo, debido a una grave falta de médicos cualificados, lo único que podíamos hacer era poner a la mayoría en una lista de espera, incluso mientras seguían maltratándose a sí mismos y a sus familias. Empezamos a notar un marcado aumento en los arrestos de veteranos por ataques violentos y peleas entre borrachos, así como un número alarmante de suicidios. Me autorizaron a montar un grupo con veteranos de Vietnam jóvenes que sirviera como depósito de contención a la espera de poder empezar con ellos un tratamiento «de verdad».

En la sesión inaugural para un grupo de antiguos marines, el primer hombre en hablar declaró rotundamente: «No quiero hablar de la guerra». Yo respondí que los participantes podían hablar de todo lo que quisieran. Después de media hora de un silencio insoportable, un veterano empezó finalmente a hablar de su accidente de helicóptero. Para mi sorpresa, el resto inmediatamente volvió a la vida, hablando intensamente de sus experiencias traumáticas. Todos ellos volvieron la semana siguiente y la semana de después. En el grupo, encontraban una resonancia y un significado a lo que anteriormente habían sido solamente sensaciones de terror y de vacío. Sentían una sensación renovada de compañerismo, que había sido tan importante en su experiencia en la guerra. Insistieron en que yo formara parte de su recién creada unidad y me regalaron un uniforme de capitán de los Marines para mi cumpleaños. Viéndolo en retrospectiva, ese gesto reveló parte del problema: estabas dentro o fuera, pertenecías a la unidad o no eras nadie. Después del trauma, el mundo se divide claramente entre los que saben y los que no. Las personas que no han compartido la experiencia traumática no son dignas de confianza, porque no pueden entenderlo. Tristemente, esto incluye a menudo a las esposas, a los hijos y a los compañeros de trabajo.

Más adelante, dirigí a otro grupo; en esta ocasión, eran veteranos del ejército de Patton; hombres de más de setenta años, todos con suficiente edad como para ser mis padres. Nos reuníamos los lunes a las ocho de la mañana. En Boston, las tormentas de nieve paralizan en ocasiones el transporte público, pero para mi sorpresa todos venían incluso cuando había ventisca, algunos de ellos caminando arduamente varios kilómetros por la nieve para llegar a la clínica de la VA. Por Navidad, me regalaron un reloj de pulsera de los años cuarenta. Como sucedió con el grupo de marines anterior, no podía ser su médico a menos que me convirtiera en uno de ellos.

Por muy emotivas que fueran esas experiencias, los límites de la terapia en grupo quedaron patentes cuando pedí a esos hombres que hablaran de los problemas a los que se enfrentaban en su vida diaria: las relaciones con sus esposas, sus hijos, sus amigos y familiares; el trato con sus jefes y el hecho de tener un trabajo satisfactorio; su elevado consumo de alcohol. Su respuesta habitual era rehuir el tema, resistirse y en lugar de eso contar de nuevo cómo clavaron una daga en el corazón de un soldado alemán en el bosque de Hürtgen o cómo su helicóptero fue derribado en las selvas de Vietnam.

Tanto si el trauma había sucedido hacía diez años o más de cuarenta, mis pacientes no podían tender un puente entre sus experiencias de guerra y su vida actual. En cierto modo, el acontecimiento que les causó tanto dolor también se había convertido en su única fuente de significado. Solo se sentían totalmente vivos cuando volvían a recordar su pasado traumático.

El cuerpo lleva la cuenta

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