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SHOCK INELUDIBLE

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Preocupado por tantas cuestiones que quedaban pendientes sobre el estrés traumático, me intrigaba la idea de si el emergente campo de la neurociencia podría aportar respuestas, así que empecé a asistir a las reuniones del Colegio Americano de Neuropsicofarmacología (ACNP). En 1984, el ACNP ofreció muchas conferencias interesantes sobre el desarrollo farmacológico. Unas horas antes de tomar mi vuelo de regreso a Boston, escuché la presentación de Steven Maier de la Universidad de Colorado, que había colaborado con Martin Seligman de la Universidad de Pennsylvania. El tema era la impotencia aprendida en animales. Maier y Seligman habían administrado repetidamente dolorosas descargas eléctricas a perros encerrados en jaulas. Lo llamaban «descargas eléctricas ineludibles».9 Como amante de los perros que soy, enseguida supe que yo nunca habría podido realizar ese estudio, pero sentía curiosidad sobre cómo habría afectado aquella crueldad a los animales.

Después de administrar varios ciclos de descargas eléctricas, los investigadores abrían las puertas de las jaulas y luego volvían a aplicar descargas a los perros. El grupo de perros control que no las habían recibido inmediatamente salían corriendo, pero los que habían sido sometidos a las descargas sin poder escapar no hicieron ningún intento por salir, aunque la puerta estuviera bien abierta; simplemente permanecían allí, gimiendo y defecando. La mera oportunidad de escapar no hace que los animales traumatizados, o las personas traumatizadas, tomen necesariamente el camino hacia la libertad. Como los perros de Maier y Seligman, muchas personas traumatizadas simplemente se rinden. En lugar de experimentar el riesgo con nuevas opciones, permanecen bloqueadas en el miedo que ya conocen.

El relato de Maier me impresionó. Lo que habían hecho a esos pobres perros era exactamente lo que había sucedido a mis pacientes humanos traumatizados. Ellos también habían sido expuestos a alguien (o a algo) que les infligió un dolor terrible, un dolor del que no tenían forma de escapar. Hice un rápido repaso mental a los pacientes que había tratado. Casi todos habían estado atrapados o inmovilizados de un modo u otro, incapaces de actuar para evitar lo inevitable. Su respuesta de luchar o escapar había quedado desbaratada, y el resultado era una agitación o un colapso extremos.

Maier y Seligman también descubrieron que los perros traumatizados secretaban mayores cantidades de hormonas del estrés de lo normal. Ello confirmaba lo que estábamos empezando a saber sobre la base biológica del estrés traumático. Un grupo de jóvenes investigadores, entre los cuales se encontraban Steve Southwick y John Krystal –de Yale–, Arieh Shalev –de la Hadassah Medical School de Jerusalem–, Frank Putnam –del National Institute of Mental Health (NIMH)– y Roger Pitman –posteriormente de Harvard–, estaban descubriendo también que las personas traumatizadas seguían secretando grandes cantidades de hormonas del estrés mucho tiempo después del peligro real, y Rachel Yehuda –del Mount Sinai de Nueva York– nos confrontó con hallazgos aparentemente paradójicos, en el sentido de que los niveles de cortisol de las hormonas del estrés son bajos en el TEPT. Sus hallazgos solo empezaron a tener sentido cuando su investigación aclaró que el cortisol pone fin a la respuesta de estrés enviando una señal de seguridad y que, en el TEPT, las hormonas del estrés del cuerpo en realidad no vuelven al nivel basal una vez que la amenaza ha finalizado.

Idealmente, nuestro sistema de hormonas del estrés debería proporcionar una respuesta sumamente rápida a la amenaza, y luego devolvernos inmediatamente a una situación de equilibrio. En los pacientes con TEPT, sin embargo, el sistema de las hormonas del estrés no puede realizar este equilibrado. Las señales de lucha, huida o paralización siguen una vez ha pasado el peligro y, como en el caso de los perros, no vuelven a la situación normal. En lugar de eso, la secreción continuada de hormonas del estrés se expresa en forma de agitación y pánico y, a largo plazo, causa estragos en la salud.

Perdí el avión ese día porque tenía que hablar con Steve Meier. Su taller ofrecía pistas no solo sobre los problemas subyacentes de mis pacientes, sino también potenciales claves para su resolución. Por ejemplo, él y Seligman descubrieron que el único modo de tratar a los perros traumatizados para que salieran de los barrotes eléctricos cuando las puertas estaban abiertas era arrastrándolos repetidamente de las jaulas para que pudieran experimentar físicamente cómo salir. Me preguntaba si también podríamos ayudar a mis pacientes con respecto a su creencia fundamental de que no podían hacer nada para defenderse. ¿Acaso mis pacientes también necesitaban tener experiencias físicas para recuperar una sensación visceral de control? ¿Qué pasaría si se les pudiera enseñar a moverse físicamente para escapar de una situación potencialmente amenazante similar al trauma en el que habían quedado atrapados y paralizados? Como describiré en la parte 5 sobre tratamiento de este libro, esta fue una de las conclusiones a las que llegué a la larga.

Otros estudios con animales realizados con ratones, ratas, gatos, monos y elefantes arrojaron más datos intrigantes.10 Por ejemplo, cuando los investigadores emitían un sonido alto e intrusivo, los ratones que se habían criado en un nido cálido con mucha comida corrían inmediatamente hacia su casa. Pero otro grupo, criado en un nido ruidoso con poco suministro de comida, también volvía a casa, incluso después de pasar cierto tiempo en entornos más agradables.11

Los animales asustados vuelven a casa, independientemente de si el hogar es un lugar seguro o aterrador. Pensé en mis pacientes con familias abusadoras que volvían una y otra vez para volver a sufrir dolor. ¿La gente traumatizada está condenada a buscar refugio en lo que le es familiar? En caso afirmativo, ¿por qué? Y ¿es posible ayudarles a apegarse a lugares y actividades seguras y placenteras?12

El cuerpo lleva la cuenta

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