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CALMAR EL CEREBRO

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El congreso de la ACNP de 1985 fue, si cabe, aún más inspirador que la edición del año anterior. El profesor Jeffrey Gray, del King’s College, dio una charla sobre la amígdala, el conjunto de células cerebrales que determinan si un sonido, una imagen o una sensación corporal se perciben como una amenaza. Los datos de Gray mostraban que la sensibilidad de la amígdala dependía, al menos en parte, de la cantidad de serotonina de los neurotransmisores de aquella parte del cerebro. Los animales con niveles de serotonina bajos eran hiperreactivos a los estímulos estresantes (como los sonidos altos), mientras que los niveles de serotonina superiores reducían su sistema de miedo, haciendo menos probable que se volvieran agresivos o quedaran paralizados en respuesta a amenazas potenciales.18

Este importante hallazgo me sorprendió: mis pacientes siempre explotaban en respuesta a pequeñas provocaciones y se sentían devastados ante el menor rechazo. Me fascinaba el posible papel de la serotonina en el TEPT. Otros investigadores habían mostrado que los monos macho dominantes tenían niveles de serotonina en el cerebro mucho mayores que los animales de rango inferior, pero que sus niveles de serotonina caían cuando se les impedía mantener contacto visual con los monos con respecto a los cuales se sentían superiores. En cambio, los monos de rango inferior a los que se administraba suplementos de serotonina salían del montón para asumir el liderazgo.19 El entorno social interactúa con la química del cerebro. Manipular a un mono para que ocupe una posición inferior en la jerarquía de dominio hacía que su serotonina disminuyera, mientras que mejorar químicamente la serotonina elevaba en rango a los que antes eran subordinados.

Las implicaciones para las personas traumatizadas eran obvias. Como los animales con niveles bajos de serotonina de Gray, eran hiperreactivas, y su capacidad de relacionarse socialmente se veía a menudo comprometida. Si podíamos encontrar la forma de aumentar los niveles de serotonina en el cerebro, quizás podríamos resolver ambos problemas simultáneamente. En el mismo congreso de 1985, me enteré de que algunas compañías farmacéuticas estaban desarrollando dos nuevos productos para hacer precisamente eso, pero como ninguno estaba todavía disponible, experimenté brevemente con el suplemento L-triptófano, que se vende en las tiendas dietéticas y que es un precursor químico de la serotonina corporal (los resultados fueron decepcionantes). Uno de los fármacos investigados nunca llegó al mercado. El otro era la fluoxetina, que bajo el nombre de Prozac se convirtió en uno de los fármacos psicoactivos de más éxito jamás creado.

El lunes 8 de febrero de 1988, el Prozac fue lanzado por la compañía farmacéutica Eli Lilly. El primer paciente que vi ese día era una joven con una historia horrible de abuso infantil que estaba luchando contra la bulimia. Básicamente, se pasaba el día comiendo compulsivamente y purgándose. Le extendí una receta para este nuevo medicamento, y cuando volvió el jueves me dijo: «Estos últimos días han sido muy diferentes: he comido cuando he tenido hambre y el resto del día hacía los deberes». Fue una de las frases más impresionantes que he escuchado jamás en mi consulta.

El viernes vi a otra paciente a la que receté Prozac el lunes anterior. Era una mujer con depresión crónica, madre de dos hijos en edad escolar, preocupada por sus defectos como madre y esposa y anulada por las exigencias de unos padres que la maltrataron mucho siendo niña. Al cabo de dos días de tomar Prozac me pidió si podía saltarse la visita del lunes siguiente, que era el Día del Presidente. «Al fin y al cabo –explicaba–, nunca he llevado a mis hijos a esquiar (siempre lo hace mi esposo) y ese día lo tienen libre. Sería estupendo que tuvieran buenos recuerdos de haberlo pasado bien todos juntos».

Era una paciente a la que el simple hecho de llegar al final del día ya le costaba. Después de esa visita, llamé a una persona de Eli Lilly y le dije: «Tenéis una fármaco que ayuda a la gente a permanecer en el presente, en lugar de permanecer atrapada en el pasado». Posteriormente, Lilly me concedió una pequeña subvención para estudiar los efectos de Prozac en el TEPT en 64 personas (22 mujeres y 42 hombres), el primer estudio sobre los efectos de este nuevo tipo de fármacos sobre el TEPT. Nuestro equipo de la Trauma Clinic registró a 33 no veteranos, y mis colaboradores, antiguos compañeros de la clínica de la VA, registraron a 31 veteranos de guerra. Durante 8 semanas, la mitad de cada grupo tomó Prozac y la otra mitad tomó placebo. El estudio era doble ciego: ni nosotros ni los pacientes sabíamos qué sustancia estaban tomando, de modo que nuestras preconcepciones no podían sesgar nuestras valoraciones.

Todos los participantes en el estudio mejoraron (incluidos lo que tomaron placebo), al menos hasta cierto grado. La mayoría de los estudios del TEPT detectan un efecto placebo significativo. Las personas que se arman de valor para participar en un estudio sin cobrar nada, en el que se les pincha constantemente con agujas, y en el que solo tienen el 50 % de posibilidades de tomar un fármaco activo, están intrínsecamente motivadas para resolver su problema. Quizás su recompensa sea solo la atención que se les presta, la oportunidad de responder a preguntas sobre cómo se sienten y qué piensan. Pero quizás los besos de una madre que calman los rasguños de su hijo son también «solo» placebo.

El Prozac funcionó significativamente mejor que el placebo en los pacientes de la Trauma Clinic. Dormían mejor, tenían un mejor control de sus emociones y se preocupaban menos por el pasado que los que tomaron una pastilla de azúcar.20 Sorprendentemente, sin embargo, el Prozac no tuvo ningún efecto en los veteranos de guerra de la clínica de la VA; los síntomas del TEPT en su caso no variaron. Estos resultados se han mantenido en la mayoría de los estudios farmacológicos subsiguientes realizados con veteranos: aunque algunos presentan modestas mejorías, la mayoría no experimenta ninguna mejora. Nunca he podido explicarlo, y tampoco puedo aceptar la explicación más habitual, según la cual recibir una pensión o beneficios por incapacidad impide que la gente mejore. Al fin y al cabo, la amígdala no sabe nada de pensiones; simplemente detecta amenazas.

Sin embargo, medicaciones como el Prozac y otros fármacos relacionados como Zoloft, Celexa, Cymbalta y Paxil han contribuido de forma importante en el tratamiento de los trastornos relacionados con los traumas. En nuestro estudio con Prozac, usamos el test de Rorschach para medir cómo percibe su entorno la gente traumatizada. Estos datos nos dieron una importante información sobre cómo puede funcionar este tipo de fármacos (conocidos formalmente como inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, ISRS). Antes de tomar Prozac, las emociones de estos pacientes controlaban sus reacciones. Recuerdo a una paciente holandesa, por ejemplo (que no formaba parte del estudio con Prozac) que vino a verme para que la tratara por una violación que sufrió de pequeña, y que en cuanto oyó mi acento holandés no tuvo ninguna duda de que iba a violarla. El Prozac marcó una gran diferencia: daba a los pacientes con TEPT una sensación de perspectiva21 y les ayudaba a recuperar considerablemente el control sobre sus impulsos. Jeffrey Gray debía de tener razón: cuando los niveles de serotonina subían, la mayoría de mis pacientes se volvía menos reactivo.

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