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I. LA CONDICIÓN HUMANA INTRODUCCIÓN

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Igual que otras enseñanzas religiosas, la enseñanza del Buddha surge como respuesta a los desgarros del corazón inherentes a la condición humana. Lo que distingue su enseñanza de otros enfoques religiosos sobre la condición humana es su carácter directo, su rigurosidad y el realismo inflexible con los cuales trata esos desgarros. El Buddha no nos ofrece cuidados paliativos que dejan intactas las enfermedades subyacentes bajo la superficie, sino que, más bien, rastrea nuestra enfermedad existencial hasta sus causas más profundas, tan persistentes y destructivas, y nos muestra cómo pueden ser erradicadas por completo. No obstante, teniendo en cuenta que el Dhamma nos conducirá finalmente a la sabiduría que suprime las causas del sufrimiento, eso no empezará a ocurrir sino con la observación de los duros hechos de la experiencia de cada día. También aquí su franqueza, rigurosidad y realismo severo son evidentes. La enseñanza comienza apelando a que desarrollemos una facultad llamada yoniso manasikāra, atención cuidadosa o diligente. El Buddha nos pide que dejemos de ir a la deriva y sin pensar en nuestras vidas y que, en lugar de ello, prestemos especial atención a las verdades simples que están a nuestro alcance, en todas partes, reclamando la consideración sostenida que merecen.

De estas verdades, una de las más obvias e ineludibles es también una de las que más difícilmente reconocemos en su plenitud, a saber, que estamos obligados a envejecer, enfermar y morir. Se da por supuesto que el Buddha nos invita a reconocer la realidad de la vejez y la muerte con el fin de motivarnos para entrar en el sendero de la renuncia que conduce al Nibbāna, la liberación completa de la rueda del nacimiento y la muerte. Sin embargo, si bien esto puede ser su intención principal, no es la primera respuesta que intenta evocar en nosotros cuando nos volvemos a él en busca de orientación. La respuesta inicial que el Buddha pretende despertar en nosotros es una respuesta ética. Al llamar la atención sobre nuestro sometimiento a la vejez y la muerte, busca inspirar en nosotros la firme resolución de dar la espalda a las formas malsanas de vida y, en su lugar, abrazar alternativas saludables.

Una vez más, el Buddha fundamenta su apelación ética inicial no sólo en un sentimiento de compasión hacia los demás seres, sino también en nuestra preocupación instintiva por nuestro bienestar y felicidad a largo plazo. Él trata de hacernos ver que actuar de acuerdo a directrices éticas nos permitirá asegurar nuestro propio bienestar, tanto ahora como en el futuro a largo plazo. Su argumento gira en torno a la importante premisa de que las acciones tienen consecuencias. Si vamos a cambiar nuestras costumbres, debemos estar convencidos de la validez de este principio. En concreto, para pasar de un modo de vida autoembrutecedor a uno que sea realmente fructífero e intrínsecamente gratificante, debemos advertir que nuestras acciones tienen consecuencias para nosotros mismos, consecuencias que pueden recaer sobre nosotros tanto en esta vida como en vidas posteriores.

Los tres suttas que constituyen la primera sección de este capítulo establecen este punto de forma elocuente, cada uno a su manera. El texto I,1(1) enuncia la ley inevitable de que todos los seres que han nacido deben someterse al envejecimiento y la muerte. Aunque a primera vista el discurso parece afirmar una mera circunstancia natural, el hecho de citar como ejemplo a miembros de los estratos superiores de la sociedad (ricos gobernantes, brahmanes y cabezas de familia) y Arahants liberados supone la insinuación de un mensaje moral sutil en sus palabras. El texto I,1(2) pone de manifiesto este mensaje de manera más explícita, con su impresionante símil de la montaña, que nos hace tomar consciencia de que «el envejecimiento y la muerte caen» sobre nosotros, de que nuestra tarea en la vida es vivir con rectitud y llevar a cabo acciones buenas y beneficiosas. El sutta sobre los «mensajeros divinos» –texto I,1(3)– establece el corolario de esto: cuando no conseguimos reconocer los «mensajeros divinos» en nuestro medio, cuando perdemos las señales de advertencia ocultas de la vejez, la enfermedad y la muerte, nos volvemos negligentes y actuamos de forma temeraria, creando kamma perjudicial con el potencial de producir consecuencias terribles.

La comprensión de que estamos obligados a envejecer y morir rompe el hechizo de deseo que los placeres sensuales, la riqueza y el poder echan sobre nosotros. Disipa la niebla de confusión y nos motiva a revaluar nuestros propósitos en la vida. Podemos no estar dispuestos a renunciar a la familia y las posesiones en pos de una vida errante sin hogar y de meditación solitaria, pero ésta no es una renuncia que el Buddha espere generalmente de sus discípulos laicos. Más bien, como vimos anteriormente, la primera lección que extrae del hecho de que nuestras vidas terminen en la vejez y la muerte es una cuestión ética entretejida con los principios gemelos del kamma y el renacimiento. La ley del kamma estipula que nuestras acciones beneficiosas y perjudiciales tienen consecuencias que se extienden mucho más allá de la presente vida: las acciones perjudiciales conducen al renacimiento en estados de miseria y conllevan dolor y sufrimiento futuros; las acciones beneficiosas conducen a un renacimiento agradable y traen bienestar y felicidad futuros. Ya que tenemos que envejecer y morir, deberíamos ser siempre conscientes de que cualquier prosperidad presente de que podamos disfrutar es meramente temporal. Podemos disfrutarla sólo mientras seamos jóvenes y saludables; y cuando morimos, nuestro kamma recién adquirido tendrá la oportunidad de madurar y llevar a cabo sus propios resultados. Debemos entonces recoger los debidos frutos de nuestras acciones. Con un ojo puesto en nuestro futuro bienestar a largo plazo, deberíamos evitar escrupulosamente las malas acciones que resultan en sufrimiento y comprometernos diligentemente con las acciones beneficiosas que generan felicidad aquí y en vidas futuras.

En la sección segunda, exploramos tres aspectos de la vida humana que he recogido bajo el título «Las tribulaciones de una vida irreflexiva». Estos tipos de sufrimiento difieren en un aspecto importante de aquellos conectados con la vejez y la muerte. La vejez y la muerte están ligadas a la existencia física, y por eso son inevitables, una circunstancia compartida tanto por gente corriente como por Arahants liberados –ésta es una observación hecha en el primer texto de este capítulo–. Como contraste, los tres textos incluidos en esta sección distinguen todos entre la persona corriente, llamada «la persona común sin instruir» (assutavā puthujjana), y el sabio seguidor del Buddha, llamado «el Noble discípulo instruido» (sutavā ariyasāvaka).

La primera de estas distinciones, formulada en el texto I,2(1), gira en torno a la respuesta ante las sensaciones dolorosas. Tanto la persona común como el Noble Discípulo experimentan sensaciones corporales dolorosas, pero responden a estas sensaciones de manera diferente. La persona común reacciona a ellas con aversión y, por lo tanto, por encima de la sensación corporal dolorosa, también experimenta una sensación dolorosa mental: tristeza, resentimiento o angustia. El Noble discípulo, cuando está aquejado de dolor corporal, soporta tal sensación con aceptación, sin tristeza, resentimiento o angustia. Se da por supuesto que el dolor físico y mental están inseparablemente unidos, pero el Buddha hace una clara distinción entre los dos. Él sostiene que, si bien la existencia corporal está inevitablemente ligada al dolor físico, tal dolor no desencadena necesariamente las reacciones emocionales de pena, miedo, resentimiento y angustia con las que habitualmente respondemos a él. Mediante el entrenamiento mental, podemos desarrollar la atención y la lucidez necesarias para soportar el dolor físico con valentía, con aceptación y ecuanimidad. A través de la perspicacia, podemos desarrollar la sabiduría necesaria para superar nuestro temor a las sensaciones dolorosas y nuestra necesidad de buscar alivio en atracones de autoindulgencia sensual a modo de distracción.

Otro aspecto de la vida humana que pone de manifiesto las diferencias entre la persona común y el Noble discípulo es el referente a las cambiantes vicisitudes de la fortuna. Los textos buddhistas las reducen de manera eficiente a cuatro pares de opuestos, conocidos como las ocho condiciones mundanas (aṭṭha lokadhammā): la ganancia y la pérdida, la fama y el descrédito, el elogio y la crítica, el placer y el dolor. El texto I,2(2) muestra cómo difieren la persona común y el Noble discípulo en sus respuestas a estos cambios. Mientras que la persona común está eufórica por el éxito en la consecución de ganancia, fama, elogio y placer, y abatido cuando se enfrenta con sus opuestos no deseados, el Noble discípulo permanece imperturbable. Comprendiendo de forma práctica la impermanencia de las condiciones tanto favorables como desfavorables, el Noble discípulo puede permanecer en la ecuanimidad, no apegado a las condiciones favorables, ni repelido por las desfavorables. Un discípulo tal desiste de sentir gusto y disgusto por las cosas, tristeza y angustia, y, finalmente, gana la mayor de todas las bendiciones: la libertad completa del sufrimiento.

El texto I,2(3) examina los conflictos de la persona común a un nivel aún más fundamental. Debido a que malinterpretan las cosas, estas personas se inquietan ante el cambio, sobre todo cuando ese cambio afecta a sus propios cuerpos y mentes. El Buddha clasifica los elementos constituyentes del cuerpo y la mente en cinco categorías conocidas como «los cinco agregados del apego»: forma material, sensación, percepción, construcciones intencionales y consciencia (para más detalles, ver más adelante). Estos cinco agregados son los ladrillos que utilizamos normalmente para construir nuestro sentido de identidad personal; las cosas a las que nos aferramos como si fueran «mío», «yo» y «yo mismo». Cualquier cosa con la que nos identificamos, lo que consideramos que es uno mismo o las posesiones de uno mismo, todo puede clasificarse según estos cinco agregados. Los cinco agregados son, pues, las razones fundamentales de la «identificación» y la «apropiación», las dos actividades básicas por las que establecemos un sentido de individualidad. Dado que investimos nuestras nociones de individualidad e identidad personal de un intenso interés emocional, cuando los objetos a los que se enganchan –los cinco agregados– sufren cambios, es natural que experimentemos ansiedad y angustia. En nuestra percepción, no son los meros fenómenos impersonales los que experimentan cambios, sino nuestras verdaderas identidades, nuestros queridos «yo», y esto es a lo que tememos más que nada. Sin embargo, como muestran los presentes textos, un Noble discípulo ha visto claramente con sabiduría la naturaleza ilusoria de todas las nociones de individualidad permanente y, por lo tanto, ya no vuelve a identificarse con los cinco agregados. Así pues, el Noble discípulo puede enfrentarse a su cambio sin preocuparse o ponerse nervioso, encarando imperturbable su alteración, declive y destrucción.

La agitación y la confusión afligen la vida humana no sólo a nivel personal y privado, sino también en nuestras relaciones sociales. Desde los tiempos más antiguos, nuestro mundo ha estado siempre caracterizado por violentos enfrentamientos y conflictos. Los nombres, los lugares y los instrumentos de destrucción pueden cambiar, pero las fuerzas que hay detrás de ellos, las motivaciones, las expresiones de codicia y odio, siguen siendo bastante constantes. Los Nikāyas dan testimonio de que el Buddha era profundamente consciente de esta dimensión de la condición humana. Aunque su enseñanza, con su énfasis en la autodisciplina ética y el autocultivo mental, apunta principalmente a la iluminación personal y la liberación, el Buddha también trató de ofrecer a las personas un refugio ante la violencia y la injusticia que oprimen las vidas humanas de forma tan cruel. Esto es evidente en su acento en el amor-benevolente y la compasión; en la inocuidad de la acción y el cuidado en la palabra, y en la resolución pacífica de los conflictos.

La tercera sección de este capítulo incluye cuatro textos breves que tratan de las raíces que subyacen a los conflictos violentos y la injusticia. A partir de estos textos, podemos ver que el Buddha no reclama cambios en las meras estructuras superficiales de la sociedad. Demuestra que estos fenómenos oscuros son proyecciones externas de las propensiones perjudiciales de la mente humana y, de este modo, apunta a la necesidad de un cambio interior como condición paralela para el establecimiento de la paz y la justicia social. Cada uno de los cuatro textos incluidos en esta sección rastrea el origen del conflicto, la violencia, la opresión política y la injusticia económica hasta dar con sus causas; cada uno a su manera localiza estas causas dentro de la mente.

El texto I,3(1) explica los conflictos entre los laicos como algo que surge del apego a los placeres sensuales; los conflictos entre los ascetas, como algo que surge del apego a las ideas y opiniones. El texto I,3(2), un diálogo entre el Buddha y Sakka, el rey de los dioses –deidades prebuddhistas–, trata desde el odio y la enemistad a la envidia y la avaricia; a partir de ahí, el Buddha rastrea su origen hasta llegar a distorsiones fundamentales que afectan a la forma en que nuestras percepción y cognición procesan la información proporcionada por los sentidos. El texto I,3(3) ofrece otra versión de la famosa cadena de causalidad, que va de la sensación al deseo y del deseo, a través de otras condiciones, a «darle a uno por los garrotes y las armas» y otros tipos de comportamiento violento. El texto I,3(4) describe cómo las tres raíces del mal –la codicia, el odio y la ofuscación (ignorancia)– tienen terribles repercusiones sobre toda la sociedad, generando violencia, ansias de poder e imposición de sufrimiento injusto. Los cuatro textos dejan entrever que cualquier transformación significativa y duradera de la sociedad requiere de cambios relevantes en la fibra moral de los seres humanos individuales; en tanto la codicia, el odio y la ofuscación proliferen como determinantes de la conducta, las consecuencias serán necesaria y consistentemente perjudiciales.

La enseñanza del Buddha aborda un cuarto aspecto de la condición humana que, a diferencia de las tres que hemos examinado hasta ahora, no es inmediatamente perceptible para nosotros. Se trata de nuestra esclavitud al ciclo de renacimientos. De la selección de textos incluidos en la sección final de este capítulo, vemos que el Buddha enseña que nuestra vida individual no es más que una fase dentro de una serie de renacimientos que se han ido sucediendo en el tiempo sin un comienzo discernible. Esta serie de renacimientos se llama saṃsāra, una palabra pali que sugiere la idea de deambular sin rumbo. No importa cuánto podamos retrotraernos en el tiempo buscando un principio del universo, nunca encontraremos un momento inicial de creación. No importa cuánto podamos retrotraernos en el tiempo rastreando una determinada secuencia individual de vidas, nunca podremos llegar a un primer punto. Según los textos I,4(1) y I,4(2), incluso si tuviéramos que trazar la secuencia de nuestras madres y padres a través de los sistemas del mundo, sólo nos encontraríamos con aún más madres y padres remontándose a lejanos horizontes.

Es más, el proceso no sólo no tiene principio, sino que, potencialmente, tampoco tiene fin. En tanto la ignorancia y la codicia permanezcan intactos, el proceso continuará indefinidamente en el futuro sin final a la vista. Para el Buddha y el Buddhismo primigenio, ésta es por encima de todo la crisis determinante en el corazón de la condición humana: estamos atados a una cadena de renacimientos, y atados a ella nada más que por nuestras propias ignorancia y codicia. El vagar sin sentido en el saṃsāra tiene lugar ante un trasfondo cósmico de dimensiones inconcebiblemente grandes. El periodo de tiempo que el sistema de un mundo requiere para evolucionar, llegar a su fase de máxima expansión, contraerse y luego desintegrarse se denomina kappa (sánscrito: kalpa), un ciclo cósmico o eón. El texto I,4(3) ofrece un vívido símil para sugerir la duración de un ciclo cósmico; el texto I,4(4), otro símil elocuente para ilustrar el número incalculable de eones a lo largo de los cuales hemos vagado.

Al deambular y vagar de vida en vida, envueltos en la oscuridad, los seres caen una y otra vez en el abismo del nacimiento, el envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Pero debido a que su avidez los empuja en una incesante búsqueda de disfrute, rara vez se detienen el tiempo suficiente como para dar un paso atrás y atender concienzudamente a su difícil situación existencial. Como afirma el texto I,4(5), en lugar de ello, lo único que hacen es seguir girando alrededor de los «cinco agregados» de la misma forma en que un perro atado con una correa podría correr alrededor de un poste o pilar. En la medida en que su ignorancia les impide reconocer la naturaleza dañina de su condición, no pueden ni siquiera apreciar las huellas de un camino hacia la liberación. La mayoría de los seres viven inmersos en el disfrute de los placeres sensuales. Otros, impulsados por la necesidad de poder, estatus y consideración, pasan sus vidas en vanos intentos de colmar una sed insaciable. Muchos, temerosos de la aniquilación en el momento de la muerte, construyen sistemas de creencias que atribuyen a sus seres individuales, sus almas, la perspectiva de una vida eterna. Algunos anhelan un camino hacia la liberación, pero no saben dónde encontrarlo. Precisamente, para ofrecer un camino tal, el Buddha apareció entre nosotros.

En palabras del Buddha

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