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Capítulo III 1

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Julio César Santos se despertó a las diez de la mañana y pidió que le subieran el desayuno a su dormitorio. Después de ducharse, llamó a su amiga Marimar para decirle que había llegado, que pensaba quedarse unos días y que la invitaba a almorzar. La joven soltó un par de tacos propios de una verdulera y le dijo que aceptaba encantada. Marimar era la amiga gallega de Julio César Santos, una amistad muy peculiar. El mutuo e intenso atractivo físico fue el Big Bang de su relación. Marimar Pérez y Lolita Doeste, entonces novia del cabo Souto, eran amigas. Durante uno de los viajes del detective madrileño a Corcubión, Souto y su novia salieron una tarde a tomar unas copas con Santos. Para que este no se sintiera desparejado, Lolita llamó a su amiga Marimar. En el bar donde se conocieron, cerca del cuartelillo de la Guardia Civil, sus miradas se cruzaron y en el mismo instante empezó a tomar forma algo tan difícil de comprender como que de un agujero negro surja una galaxia.

Un abismo aparentemente insalvable separaba a Julio César Santos, típico señorito madrileño, rico, guapo, presumido y de exquisitos modales y a Marimar, de origen humilde, poco refinada y de lenguaje vulgar, pero de excepcional y turbadora belleza. Desde aquel encuentro en el bar de Corcubión, cuando Marimar le preguntó a Santos si todos los madrileños eran tan pijos2, algo parecido a un poderoso efecto gravitatorio entre ambos niveló las diferencias, ajustó los relieves y encajó sus personalidades con notable precisión. Sin embargo, no fue solo el atractivo físico lo que los conectó. El tiempo y algunos acontecimientos de cierta intensidad reafirmaron su profunda relación, que no desechó las relaciones sexuales esporádicas, pero que ninguno de los dos asoció con el amor. O no se atrevió a hacerlo.

Después de hablar con Marimar, el detective llamó a Armando, el viejo marinero que le había vendido su lancha de pescador el verano anterior y que se la cuidaba durante el invierno; le pidió que la pusiera a punto porque deseaba darse una vuelta por la ría antes de comer, aprovechando que hacía buen tiempo. El viejo, que seguía usándola de vez en cuando, le dijo que la lancha estaba lista y que solo necesitaba retirar la lona que la cubría. Quedaron en encontrarse a las doce en el Bar del Puerto.

Santos, con su metro noventa y su pelo ondulado, vestido con unos pantalones vaqueros impecables, zapatos náuticos y un jersey azul marino de cuello vuelto (todo completamente nuevo), tenía más pinta de modelo de anuncio para ropa deportiva que de marinero. Solo le faltaba una gorra de patrón de yate, pero no la llevaba porque tenía buen gusto y sentido del ridículo. Al fin y al cabo, solo iba a dar un paseo en una lancha de pescador de cinco metros de eslora con un motor fueraborda. Al principio, le pedía al viejo Armando que lo acompañara, pero pronto perdió el miedo y se atrevió a ir solo. No necesitaba ningún título o permiso para manejar la lancha porque ni su eslora ni la potencia del motor lo requerían si no se alejaba más de dos millas náuticas de la costa, algo que no se le pasaba por la cabeza al detective madrileño, que tenía pánico a aquellas aguas con tan mala reputación. Fue precisamente Marimar, hija de un marinero, quien le había enseñado a manejar la pequeña embarcación.

El detective embarcó para dar un paseo de una hora. Se sentó a popa muy tieso empuñando el mando del fueraborda con firmeza y avanzó por la ría a unos cinco nudos con la vista puesta en un punto del horizonte lejano. Se sentía algo así como Simbad el Marino, con la ingenuidad y la fantasía propias de la gente del interior en lo relativo a las cosas del mar. Su única experiencia en temas náuticos consistía en haber remado en su juventud un par de veces por el estanque del madrileño Parque del Retiro, al que Marimar Pérez definía como charco.

A las dos en punto, fue a recoger a su amiga al trabajo, una gestoría que estaba a la salida de Cee por la carretera de Santiago. Como de costumbre, ella lo recibió dándole un sonoro beso en la boca que casi lo hace caer de espaldas.

—¡Hostia, César! —le dijo después de mirarlo de arriba abajo—. ¿De qué vienes disfrazado? Pareces el capitán de un jodido submarino nuclear ruso.

—¿Por qué ruso?

—¡Coño!, porque los españoles no tenemos submarinos nucleares.

Santos, con sus exquisitos modales, soportaba estoicamente el lenguaje vulgar de su amiga y apenas exteriorizaba su desagrado para que ella no se sintiera incómoda. Marimar sabía que a su amigo le molestaban las palabrotas, pero no podía evitarlas porque era su forma natural de hablar.

—¿Dónde me vas a llevar?

—¿Dispones de mucho tiempo?

—No tengo prisa. Le he dicho a mi socio que seguramente no volvería esta tarde porque iba a salir contigo.

—¿Te apetece dar una vuelta hasta Muxía?

—Muy bien, vamos. ¿Sabes una cosa, César? Eres la única persona en mi vida que me invita a almorzar.

—No te entiendo —comentó Santos intrigado, mientras tomaba el desvío en Bermún—. ¿Nunca te ha invitado nadie?

—No. Nunca me ha invitado nadie a almorzar. Me han invitado muchas veces a comer, joder, pero nunca a «almorzar» —recalcó—. ¡Eres la leche!

—No veo qué tiene que ver la leche con el vocabulario apropiado. —Sonrió Santos—. Quizá nunca te hayas detenido a pensar que hay otro mundo, aparte de Cee.

Muxía es una pintoresca localidad situada frente al cabo Vilán, en la orilla sur de la ría de Camariñas, en un paraje de agreste belleza, a unos quince kilómetros del desvío que acababan de tomar. Allí, las rocas, algunas de curiosas formas, y el mar bravío ofrecen un espectáculo de confrontación permanente. César Santos, que había consultado varias guías de restaurantes, condujo a su amiga al que le pareció el mejor, como si lo conociera de toda la vida. Mientras compartían una gran fuente de percebes calientes, el detective le preguntó si sabía algo más de lo que decían los periódicos sobre el crimen de Corcubión.

—Sí, sé algo más. Conozco muy bien a Manuela, la criada de doña Consuelo. Está casada con Jacinto Sotillo. Jacinto es marinero, igual que su padre, que iba con el mío en el mismo barco cuando naufragaron. —Se quedó callada un momento, dejó de abrir con la uña el percebe que tenía entre los dedos y añadió con amargura—: Murieron los dos. Ya sabes por qué llaman a esta comarca Costa da Morte.

Santos asintió con la cabeza y no dijo nada. Observó el bello rostro de su amiga y esperó a que se repusiera de su momento de dolor. Él sabía que su padre había muerto en un naufragio; se lo había dicho Lolita cuando le habló de ella antes de presentársela, pero Marimar nunca lo había mencionado.

—Me preguntabas si sabía algo más del crimen —dijo finalmente mirándolo y reanudando su pelea con el percebe—. La verdad es que nunca se sabe exactamente lo que ocurrió cuando uno se entera de un crimen; ni siquiera muchas veces lo sabe el mismo criminal. Consuelo Pino era una señora muy rica. Eso debió de atraer al ladrón que la mató. La pobre mujer estaba ya a punto de morirse. Apenas podía hablar y no se movía de la cama. Hay que ser muy hijo de puta para dispararle un tiro a la cabeza a una anciana que está inválida en la cama. ¿Qué podía temer el ladrón? ¿Que la vieja lo hubiera reconocido? ¡No me jodas! Lo de su hija Rosalía es distinto. Ella pudo sorprenderlo y reconocerlo, pero… —se quedó callada.

—¿Pero?

—Nada.

—Estabas pensando en algo; venga, dilo.

—Era solo una idea de las que se le pasan a una por la cabeza. Una chorrada.

—¿No puedes ser más explícita?

—Rosalía era una mujer rara. También era muy rica y se ocupaba personalmente de sus negocios. A veces me pregunto si no habrá algo detrás de lo que parece un robo y un crimen accidental. Es una idea ridícula seguramente, pero nunca se sabe.

—¿Por qué te lo preguntas? ¿Se dedicaba a negocios raros?

—Tenía muchos negocios: madera; pisos; locales comerciales; discotecas, y bares de copas en Santiago y en Coruña. —Cambió de entonación—. Y también tenía un amante, una especie de gigoló mucho más joven que ella. Me lo contó Manuela cuando la acompañé, después del entierro. Fuimos a su casa y lo largó muy cabreada. Me dijo que el amiguito de la señora había estado la noche del crimen en el chalé, en su dormitorio, hasta tarde. Me preguntó si debía decírselo a la Guardia Civil.

—¿Y qué le dijiste?

—¿Qué coño quieres que le dijera? Que se lo contase si le preguntaban. De todas formas, Rosalía Besteiro tenía todo el derecho a follar con quien le diera la gana.

—¿Por qué lo dices? Estaba casada, ¿no?

—Lo digo porque el cabrón de su marido es un putero de cuidado. Eso lo sabe todo el mundo.

—¡Vaya! Qué familia más curiosa. Entonces, si he entendido bien, detrás del robo podría haber más de lo que parece. ¿Es eso lo que pensabas?

—¡Coño, César! No empieces a sacar conclusiones como un jodido detective. Yo no pienso nada. Solo que, a veces, una no puede evitar hacerse ciertas preguntas. Nada más.

Después de comer, regresaron dando una vuelta por la costa. Se detuvieron un momento al borde de la carretera para admirar la playa de Lourido, rodeada de altos pinos que proyectaban sombras caprichosas y alargadas sobre la arena, y continuaron luego por la pista que atraviesa en la penumbra, camino de Lires, los frondosos bosques entre los que el río Castro serpentea. De pronto, Marimar dijo en un tono malicioso:

—Este bosque me recuerda el cuento de la Bella Durmiente—. Bostezó y añadió con voz melosa—: ¿No te apetece una siestecita?

Santos captó la indirecta, sonrió complacido y se desvió hacia Vilarriba sin decir nada. Estaba deseando que las cosas rodaran en aquella dirección, pero no le había parecido delicado proponérselo el primer día, nada más llegar, como si la hubiera invitado a comer con aquel único propósito.

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