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Las ocupaciones placenteras del detective madrileño y de su amiga no tenían nada que ver con la actividad que se desarrollaba en el puesto de la Guardia Civil de Corcubión. Allí se trabajaba. Poco antes de la hora de comer, llegó el informe completo de las autopsias. Una hora después, Souto recibió por correo electrónico un avance del informe de los técnicos del Área de Investigación de la comandancia.

El informe definitivo de las autopsias no le proporcionó al cabo José Souto mucha más información de la que ya poseía, adelantada por el forense, excepto por un detalle sorprendente: Rosalía Besteiro había tenido relaciones sexuales unas horas antes de su muerte, dato confirmado por el hecho de que, en su cama, se habían encontrado varios cabellos morenos que no eran suyos, así como restos de fluidos en las sábanas, que denotaban actividad sexual reciente, según los colegas de Investigación. Este detalle hizo levantar las cejas del cabo Souto.

En cuanto a los datos proporcionados por los técnicos de la comandancia, el cabo Souto encontró muchos elementos interesantes. Siguiendo cronológicamente el desarrollo de los hechos, podía establecer un guion provisional de lo sucedido. El ladrón o asesino, una sola persona según todos los indicios, llegó en coche; fue hasta el final del camino y dio la vuelta; acercó una caja de botellas de cerveza al muro, junto al portón, y la utilizó para escalarlo y saltar al interior. Los investigadores coincidían en la observación hecha anteriormente por el cabo sobre la existencia de marcas de calzado en la parte exterior del muro y su ausencia en el lado interior. Si el ladrón pasó por encima del muro y saltó al interior, debería haber dejado las marcas de sus pies tanto en el muro como en la tierra al caer. No daban ninguna explicación, simplemente constataban el hecho. Lo siguiente que hizo fue arrancar de cuajo con una palanca la cerradura de la puerta de la cocina para entrar en el chalé. Bastaba con seguir las manchas de barro dejadas por sus zapatillas deportivas, talla cuarenta y cuatro, para imaginar el recorrido. De la cocina pasó al recibidor, subió las escaleras y entró en el dormitorio de Rosalía Besteiro. Podría deducirse por las huellas en la moqueta que se encontró de frente con ella. Debió de ser en ese momento cuando le disparó a bocajarro un solo tiro en la frente. La mujer cayó al suelo. No había ninguna señal de contacto físico ni de lucha. El ladrón o asesino se dio la vuelta y se dirigió al dormitorio contiguo, el de Consuelo Pino. Se acercó a la cama y le disparó otro tiro a bocajarro en la cabeza a la anciana. En ambos casos el arma utilizada debió de ser un revólver, ya que no se encontraron casquillos. La munición empleada fue del calibre veintidós, que hace poco ruido. La postura del cuerpo permitía suponer que Consuelo Pino ni siquiera llegó a despertarse. Acto seguido, el asesino vació los cajones de las mesillas y las cómodas y registró de forma somera pero violenta los armarios de ambos dormitorios. Sin duda llevaba guantes, pues no se hallaron huellas dactilares ajenas a los miembros de la familia y la criada. De los dormitorios pasó a la sala de estar contigua, sacó y volcó los cajones de un escritorio y bajó después al salón principal. A partir de ese momento ya no aparecían más huellas de barro. Buscó sin ningún tipo de miramiento en los cajones de los aparadores, en las vitrinas y en otros muebles del salón y del comedor, descolgó cuadros y rompió cuanto objeto delicado se encontró en su camino tirándolo al suelo. Se notaba que había actuado con mucha prisa. Los investigadores calculaban que, para hacer lo que hizo, no necesitó permanecer en la casa más de media hora. Finalmente, salió por la cocina y corrió hacia la entrada de la propiedad. Casi con toda seguridad utilizó para salir la puerta pequeña que está al lado del portón para vehículos y que se puede abrir desde dentro sin llave.

El cabo José Souto leyó por segunda vez el informe y escribió las siguientes notas en su cuaderno cuadriculado:

Saltó el muro, pero no hay huellas de la caída por el lado de dentro.

Arrancó la cerradura de la cocina, no la forzó.

Fue directamente a los dormitorios de Rosalía y de la anciana.

¿Conocía la casa?

No buscó en los demás dormitorios. ¿Sabía que no había nadie más en casa?

Actuó muy deprisa. ¿Cómo encontró en tan poco tiempo los dos escondites secretos de las joyas?

Rosalía Besteiro mantuvo relaciones sexuales aquella tarde/noche. ¿Lo sabría Manuela? Si lo sabía, ¿por qué no nos dijo nada de ninguna visita en la tarde del miércoles? Enterarse de con quién.

José Souto miró el reloj y pensó que eran demasiadas preguntas para hacerse antes de comer. Estaba solo y tenía hambre. Cerró su libreta y se fue a la cantina.

Después de comer, cuando ya trabajaba de nuevo en su despacho, llegó Orjales, que había estado haciendo averiguaciones sobre Jacinto Sotillo, el marido de Manuela.

—Fui esta mañana a verlo a su casa, en Cee —le explicó a su jefe—. Jacinto trabajó varios años en los barcos de Pepe Veiga, el de la rula. Está en paro desde el verano, según me dijo. El hombre está acojonado porque piensa que su mujer se va a quedar ahora sin trabajo y no tienen un duro. Aún no han terminado de pagar la hipoteca del piso en donde viven ni las letras del coche. Tiene pinta de ser una buena persona y no noté nada raro mientras charlaba con él. No se asustó cuando me vio llegar y le dije que quería interrogarlo. El tipo no es muy hablador, y tampoco me pareció que le interesara demasiado o le afectara lo que les ocurrió a la señora Besteiro y a su hija. Solo piensa en que su mujer se va a quedar sin trabajo, aunque de momento el viudo no le ha dicho nada y ella sigue yendo a limpiar el chalé. Después de hablar con él, estuve con Veiga. Me dijo que Sotillo era un marinero como los demás, ni mejor ni peor. Lo despidió porque tuvo que enviar el Santa Mariña al desguace; era el pesquero más viejo que tenía y, por lo visto, costaba más mantenerlo a flote que lo que rendía. Otros cuatro marineros se fueron al paro. No le saqué nada interesante ni quise dar la impresión de que sospecháramos de él o algo por el estilo. Le dije que eran comprobaciones rutinarias, lo de siempre.

—¿Coartada?

—Ah, sí. Sotillo no salió de su casa la noche del miércoles al jueves. Durmió con Manuela.

—¿Conoces a alguien más de su familia?

—Jacinto y Manuela llevan casados diez años. No tienen hijos. Él solo tiene un hermano, que es taxista en Corcubión; seguro que lo conoces. Es un tipo bastante alto, como él, casado con la de la panadería de Estévez. La familia de ella es de Fisterra; no los conozco, aparte de a Rubial, claro. Puedo indagar, si quieres.

—Déjalo, no hace falta. ¿Has visto por ahí a Aurelio o a Vero?

—No, jefe. Acabo de llegar. ¿Quieres que los busque?

—No, gracias. Ya me avisarán cuando vengan.

Poco después, se presentaron Taboada y Lago. Ambos habían tratado de averiguar cuanto podían sobre Marcelino García Lameiro. Aunque habían trabajado cada uno por su lado, se coordinaron y, antes de ir a ver al cabo Souto, compararon sus notas e informaciones, por lo que pudieron presentarle al jefe un informe unificado. Souto llamó a Orjales porque quería que sus tres colaboradores dispusieran de la misma información.

Taboada expuso el resultado de sus pesquisas y las de su compañera: Marcelino García Lameiro era una persona muy conocida en el mundo empresarial de A Coruña, no solo por tener las concesiones de las marcas de automóviles del grupo Volkswagen, sino también por ser socio de las principales sociedades recreativas coruñesas, en las que se dejaba ver con frecuencia, por organizar carreras de coches antiguos, por pertenecer a la directiva del Deportivo y por ser el gerente de una sociedad que poseía cines, discotecas y bares de copas o «de alterne», precisó Taboada con cierto énfasis, en diversas localidades de la provincia. La principal accionista de la sociedad era su mujer. García Lameiro solía dar fiestas sonadas en su finca de recreo de San Pedro de Nos, a las afueras de A Coruña, donde reunía a empresarios, especialmente del gremio de la construcción, algunos políticos y otras gentes ajenas al cerrado círculo de la clase alta y la aristocracia coruñesas, al que él no pertenecía. Esas fiestas, según le informaron sus colegas de la comandancia, solían animarse de madrugada con la presencia de prostitutas procedentes de los locales nocturnos de la sociedad que regentaba. No obstante, García Lameiro no tenía cuentas pendientes con la Justicia ni constaba que las hubiera tenido nunca. Parece ser que era juerguista y vividor, pero dentro de un orden. Durante el día, se encontraba normalmente en su trabajo y no se ocupaba personalmente, al menos en apariencia, de los establecimientos que funcionaban de noche y eran dirigidos por encargados. En sus locales, no había constancia de que trabajaran mujeres traídas del extranjero con contratos leoninos ni cualquier otro tipo de explotación irregular. Solo un local en Santiago estaba siendo discretamente investigado.

El cabo Souto les agradeció la información y les pidió a los tres que leyeran detenidamente los informes del Área de Investigación y del forense para comentarlos más tarde.

—No nos vamos a aburrir —les dijo—. Aún no he tenido tiempo de profundizar, pero me da la impresión de que va a haber mucho que hurgar en este asunto porque, a primera vista, hay un montón de cosas raras. Mañana por la mañana lo comentaremos, pues me gustaría informar a la jueza y a la comandancia antes de mediodía. Después interrogaremos de nuevo a Manuela, pues tiene que saber con quién tuvo relaciones sexuales la víctima. Me gustaría que fuerais preparando las preguntas que se os ocurran.

Los agentes abandonaron la sala de trabajo con una copia de los documentos; el cabo Souto, en cuanto se quedó solo, volvió a centrarse en el análisis detallado de los elementos de los que disponía para poder, a partir de ellos, deducir lo que realmente pudo haber ocurrido. Intentaba dibujar en su imaginación algo así como el story board de una nueva película, pues el guión anterior dejaba muchos puntos oscuros y no trataba más que de lo que parecía evidente en cuanto a los hechos, no daba pista alguna sobre las intenciones del autor. El cómo estaba claro, pero no el porqué ni mucho menos el quién. Souto consideraba que partir de cero era emocionante. En ese punto no hay aún posibilidad de error y solo hay que observar minuciosamente el escenario del crimen y recopilar datos. Las suposiciones son aún posibles. Sin embargo, se llega enseguida al punto siguiente, en el que ya es inevitable hacerse preguntas cuyas respuestas condicionan el avance de la investigación. A partir de ahí, el camino se vuelve oscuro y solo pueden tenerse en cuenta hechos ciertos. Como la verdad es relativa y escurridiza, el riesgo de error aumenta. Igual que el ciego utiliza con soltura su bastón sensible para guiarse sin tropezar, el investigador debe manejar su capacidad de deducción para sortear el error.

Ya eran casi las siete de la tarde cuando José Souto llamó a su amigo César Santos.

—Oye, sabueso, dado que a Lolita no le gusta dejar el restaurante solo, ¿por qué no vienes a cenar a Doña Carmen? Eso, claro, si tus múltiples ocupaciones te lo permiten.

—¿A qué ocupaciones te refieres, Holmes?

—Ya sabes, algún nuevo ligue en Corcubión, un crucero por la ría, rascarte la barriga, discutir sobre Nietzsche con Marimar, qué sé yo. No pretenderás que me inmiscuya en tu vida privada.

—No sé si aceptar tu invitación; estoy enfadado contigo, Pepe.

—¿A qué debo esa suerte?

—Me he enterado casualmente esta tarde de que se ha cometido hace días en tu pueblo un crimen horrible, aunque interesante desde el punto de vista profesional, ¡y no me has dicho nada! Supongo que tu silencio se deberá a que ya has dado con la solución y tienes al culpable porque, si no, me parecería una falta de consideración por tu parte ocultárselo a un amigo como yo, que tantas veces te ha ayudado a solucionar casos difíciles.

El cabo José Souto se echó las manos a la cabeza. No supo si reírse o llorar. Ya tenía otra vez encima a Santos metiendo las narices en su trabajo. Tardó unos segundos en contestar.

—¡Será posible! —exclamó finalmente—. ¿Por qué no solicitas el ingreso en el Cuerpo, César? Te cedería mi puesto encantado. Los que tenemos que trabajar nos quejamos y tú, que eres rico y tienes la suerte de poder hacer lo que te da la gana, o sea nada, te empeñas en trabajar. Me sorprende que no te des cuenta, pero es muy poco delicado por tu parte hacerme sentir como un pobre desgraciado que, para ganarse la vida, está obligado a hacer algo que no le gusta y que tú quieres hacer por diversión.

—Eres egoísta y desagradecido, Pepe. ¿Cómo puedo hacerte comprender que solo intento ayudarte desinteresadamente?

—Te voy a dar una idea, César. ¿Sabes lo que puedes hacer?

—Qué.

—Ir a tomar por donde tú sabes. Perdona que no sea más preciso, pero no me gusta decir ciertas cosas por teléfono.

—Está bien, Pepe. Estaré en Doña Carmen a las nueve, ¿vale?

Julio César Santos colgó y José Souto sonrió interiormente. La verdad era que ya echaba de menos a su amigo, con su inveterada impertinencia y su ironía. ¿Sería verdad que acababa de enterarse de lo del crimen aquella misma tarde o lo habría leído en los periódicos de Madrid? En cualquier caso, comprendió que ya era imposible librarse de él. El cabo Souto sabía de sobra que, cuando Santos se empeñaba en sacarle información sobre una investigación en curso, era muy difícil quitárselo de encima. Como jefe del puesto de la Guardia Civil de Corcubión no podía consentir que un paisano o un civil, por utilizar el lenguaje castrense, se metiera en sus asuntos o participase sin motivo en una investigación, pero Santos era Santos y él no conseguía impedírselo. En más de una ocasión había tenido que hacer verdaderas filigranas para evitar que su jefe, el capitán Corredoira de la comandancia de A Coruña (que conocía al detective madrileño) no sospechara que, a pesar de todo, se lo permitía. Por mucho que Souto le asegurara que mantenía al detective al margen, Corredoira ponía cara de no creérselo.

El cabo primero José Souto apreciaba demasiado a Julio César Santos, valoraba su capacidad y confiaba en su discreción lo suficiente como para permitirse aquel leve desliz en su inquebrantable respeto por la disciplina militar.

Doble crimen en Finisterre

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