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A la mañana siguiente, nada más llegar al puesto de la Guardia Civil, el cabo Souto llamó a sus colaboradores. No estaba contento. La información que le había proporcionado su amigo Santos (que Rosalía tenía un amante), y que consideraba de vital importancia, sorprendió a los agentes tanto como lo había sorprendido a él. Nadie estaba al corriente. El guardia Orjales se permitió una sonrisa maligna cuando su jefe dijo que había sido el detective madrileño quien lo había puesto al corriente. La situación era tensa por su misma incongruencia. Para los colaboradores del cabo José Souto, que conocían poco al detective Santos, lo que no les impedía admirarlo, el hecho de que un señor de Madrid, que solo aparecía por allí de vez en cuando se hubiera enterado de un hecho tan importante antes que ellos, tenía algo de absurdo, por un lado, y, por otro, presagiaba una reacción imprevisible del cabo Souto. Reacción que no se hizo esperar:

—Quiero que me encontréis a ese individuo antes de la hora de comer. Me da igual quién se encargue de hacerlo. Os ponéis de acuerdo entre vosotros.

Los guardias se movieron deprisa y, sobre la una de la tarde, Orjales apareció por el cuartel acompañado de un hombre joven que aparentaba entre veinticinco y treinta años, más bien alto, bien parecido y vestido con cierta elegancia. Orjales le pidió que esperase un momento en la entrada y fue a ver al cabo.

—Cabo, tengo a nuestro hombre ahí esperando. No le he dicho nada, no sabe por qué le he pedido que me acompañara, aunque lo supone y está asustado. No me ha puesto ninguna pega; solo me ha dicho que suponía por qué queríamos hablar con él. ¿Qué hago? ¿Le digo que pase?

—¿Quién es?

—Jesús Canido. Lo llaman Suso. Es decorador.

—¿Cómo lo encontraste?

—Me lo dijo Manuela en cuanto se lo pregunté.

—Está bien, luego hablamos. Que pase.

Orjales fue a buscarlo y lo llevó al despacho del cabo Souto, que lo saludó amablemente, le tendió la mano y le pidió que se sentara. Canido se sentó y esperó en silencio a que el cabo se sentase también. Orjales miró a su jefe; este le hizo un gesto para que los dejara solos. El guardia salió y cerró la puerta.

—Señor Canido —empezó el cabo en un tono muy serio, casi solemne, mirándolo fijamente—, me sorprende que no se haya puesto usted en contacto con nosotros, digamos motu proprio, en cuanto se enteró de la muerte de su amiga, Rosalía Besteiro.

—¿Por qué? —protestó Canido, que se mostró sorprendido e incluso molesto ante la pregunta del cabo Souto— ¿Estaba obligado a hacerlo?

—Legalmente, no; pero lo considero de sentido común, dado que estuvo con ella poco antes de que la mataran. ¿No le parece?

—¿Se imagina usted el efecto que me hizo la noticia? No, claro, usted no puede imaginar el estado en el que me encontraba. ¡Estaba horrorizado! ¿Por qué habría de acudir a la Guardia Civil, que no podría sino aumentar mi dolor por la pérdida de… de una amiga íntima? ¿Debería haberme presentado para que me interrogaran, para que me preguntaran acerca de un montón de detalles morbosos y crueles o para soportar insinuaciones sobre mi culpabilidad?

El hombre estaba a punto de echarse a llorar y el cabo Souto lo observaba tratando de descubrir si fingía o estaba realmente afectado por la muerte de aquella señora. Canido parecía sincero y acabó por darle pena.

—Me parece, señor Canido —el tono del cabo se volvió complaciente—, que tiene usted una idea equivocada sobre cómo hacemos las cosas en la Guardia Civil. Un familiar o una persona del entorno de las víctimas, en un caso tan trágico como el que estamos investigando, puede parecernos sospechoso, lo no quiere decir que ignoremos el principio de que nadie es culpable mientras no se demuestre que lo es y sea condenado por ello. Somos profesionales, amigo mío, y no hay ninguna razón para pensar que vayamos a tratarlo a usted o a cualquier otra persona sin el debido respeto. De modo que, ahora que está aquí, le ruego que se relaje y haga un esfuerzo para comprender que estamos haciendo nuestro trabajo. Si considera que le falto en algo, no dude en decírmelo, señor Canido.

Souto lo miró a los ojos y guardó voluntariamente un largo silencio para ver cómo reaccionaba. El hombre permaneció callado y con aspecto de estar concentrado en sus recuerdos. Al cabo Souto le dio la impresión de que Canido, fuera de su ambiente, era una persona tímida y que, por lo tanto, debería de sentirse completamente desplazado en un puesto de la Guardia Civil, lugar, sin duda, poco sugerente para un decorador. Su aspecto, hasta cierto punto cercano al amaneramiento, denotaba propensión a la trivialidad, lo que acentuaría su sensación de inferioridad. Por eso, el cabo Souto sintió lástima y abandonó por un instante su intención de tratarlo como a un sospechoso. Si aquel hombre amaba de verdad a Rosalía Besteiro, debía de sufrir y, por lo tanto, él estaba obligado moralmente a respetar su dolor.

—Tiene que comprender, señor Canido, que no me queda más remedio, en efecto, que someterlo a un interrogatorio, y que la razón de hacerlo está relacionada con algo… —el cabo Souto buscó una palabra que no fuera ofensiva—, digamos muy personal. Pero no lo considere como un interrogatorio inculpatorio dirigido contra un presunto culpable, sino como las preguntas normales que debo hacer a alguien próximo a una de las víctimas y, sobre todo, a una de las últimas personas que la vieron con vida. Serán preguntas como las que le haría a un testigo, no a un asesino. ¿De acuerdo?

Canido meneó la cabeza afirmativamente. Estaba visiblemente emocionado.

—Voy a hacer una cosa para que no se sienta usted cohibido y podamos tener una conversación relajada —continuó Souto—. Normalmente, yo debería pedir a un agente que se sentara a esa mesa y anotara su declaración. Pero no lo voy a hacer. Charlaremos los dos solos, sin testigos. Ya se le tomará declaración en su momento. Y puede estar seguro de una cosa: el hecho de hacerle preguntas delicadas no supone que no respete su intimidad, siempre que usted me respete a mí, claro, y no trate de engañarme. ¿De acuerdo?

—Sí, señor.

El cabo José Souto le pidió a Jesús Canido que le hablara de sí mismo, dónde vivía, en qué y dónde trabajaba y cómo había conocido a Rosalía Besteiro. Canido se relajó y contestó puntualmente a las preguntas del cabo sin escatimar detalles sobre su vida, su familia, sus estudios y su trabajo como decorador. Después le explicó que Rosalía lo había contratado hacía dos años para renovar la decoración del chalé de su madre y que, poco a poco, se había establecido entre ambos una relación amistosa que se convirtió posteriormente en una relación sentimental. El cabo le preguntó si el marido de Rosalía estaba al corriente de la relación. Canido se mostró algo desconcertado ante la insistencia del cabo por obtener una respuesta precisa y acabó por confesar que sospechaba que algo debía de saber o de suponer, pero que no parecía importarle. El matrimonio, en apariencia normal, hacía tiempo que se había descompuesto. Rosalía y su marido, explicó, no se llevaban mal, pero cada uno vivía su vida y el marido no se metía en la de su mujer porque ella era la dueña de la mayoría de los negocios y, aparte de eso, tenía mucho carácter y no se dejaba dominar. Ella sabía de sobra que su marido daba fiestas solo para sus amigotes en su finca de San Pedro de Nos y que allí se corrían juergas sonadas con las chicas de los bares de alterne.

—¿Por qué dice usted que no se llevaban mal? ¿Lo sabe o lo supone?

—Me refiero a que no armaban escándalos y que no había malos tratos. Me consta que discutían con frecuencia y que no tenían ningún tipo de relaciones sexuales. Eso me lo dijo ella. Él venía poco por aquí y aunque se alojaba en el chalé, no salía con ella. Y ella hace ya mucho tiempo que no iba por su casa de Coruña.

El cabo Souto tomó unas notas.

—Usted estuvo en su casa en la tarde o en la noche del jueves, la noche del crimen, ¿no es así?

—Sí. Vine a ver a Rosalía por la tarde. Hicimos el amor y me fui sobre las once y media de la noche. La criada ya se había ido, o sea que no tiene más que mi palabra porque de allí me fui a mi casa y no me encontré con nadie. Vivo solo en Cee, como ya sabrá.

—Vaya, qué mala suerte.

—Supongo que pensará que pude matarla yo. —Se quedó un momento callado con gesto compungido. Respiró hondo y continuó—: No tendría ninguna razón para hacerlo. Nunca tuve el menor problema con ella y nos queríamos de verdad. Aparte de eso, no solo era una clienta muy buena, sino que me recomendaba de vez en cuando a amigas suyas aquí, en Cee, y también en Coruña. Le puedo dar los nombres y las direcciones. Los tengo todos, naturalmente.

—¿Diseñaba usted sus muebles?

—¡No! Yo no diseño muebles. Soy decorador, no diseñador. Yo busco los muebles que recomiendo en revistas de moda, en establecimientos especializados, en ferias de decoración o en mis proveedores. A mis clientes les presento diversos modelos y combinaciones, les recomiendo esto o aquello, les propongo soluciones prácticas o decorativas no solo de muebles, también de telas, pinturas, plantas y otros muchos elementos decorativos.

—Comprendo —lo cortó Souto temiendo que se extendiera demasiado en detalles que no le interesaban en absoluto—. Dígame una cosa. En el salón principal de la casa de los Besteiro hay un escritorio grande, ¿sabe a qué me refiero?

—Sí, claro. Ese escritorio es muy bonito, por cierto, pero no se lo puse yo. Ya lo tenía doña Consuelo en la casa cuando conocí a su hija, hace cinco años. ¿Por qué me lo pregunta?

El cabo Souto no le contestó. Aun sin dejar de considerar a aquel hombre sospechoso, como a todas las personas del entorno de las víctimas, no encontró en él ninguno de los elementos característicos que, según su experiencia, marcaban con mayor o menor intensidad el comportamiento de los delincuentes. Parecía sincero, afectado y natural. De modo que no trató de acosarlo y le preguntó en un tono más relajado:

—En el caso de que no se tratara de un robo, lo que no está descartado ni mucho menos, con el resultado accidental de las dos muertes, ¿tiene usted idea o se le ha pasado por la cabeza alguna sobre quién podría querer matar a doña Consuelo y a su hija? Hable con sinceridad y sin miedo, por favor. No estoy grabando esta conversación ni constará en ningún sitio lo que diga; es solo por dejar libre el pensamiento, por suponer, por elucubrar.

Tras unos segundos de reflexión, Jesús Canido respondió:

—Es una pregunta muy dura la que me hace, cabo. Uno puede imaginar muchas cosas, puede pensar esto y aquello, pero soltarlo delante de la Guardia Civil es una barbaridad. Lo que uno pueda suponer o incluso desear no da derecho a acusar.

—¡Por supuesto, hombre! No me interprete mal. No le pregunto si sospecha de alguien en concreto. Es una pregunta genérica, rutinaria, que habrá escuchado mil veces en películas o habrá leído en novelas: ¿sabe usted de alguien que deseara la muerte de fulano?, ¿sabe si tenía algún enemigo?, etcétera. Compréndame, los investigadores tenemos que empezar a buscar por algún sitio. Las opiniones, aunque sean infundadas, de las personas que conocían a las víctimas son muy importantes. No son pruebas, claro, pero pueden dar pistas u orientar al investigador. Es en ese sentido en el que le hago la pregunta.

—Entonces, ¿descarta que haya sido un robo?

—No, no. Ya se lo he dicho. Esa hipótesis es de momento la principal. Solo que no puedo descartar ninguna otra y por eso le pregunto si se le ocurre que alguien pudiera estar interesado en esas muertes, si alguna vez Rosalía le hizo algún comentario, esas cosas.

—No —lo cortó sin dudarlo el decorador—. Ella nunca me dijo ni me insinuó nada. Yo puedo pensar lo que pienso, pero no se lo puedo decir a usted porque si todos dijésemos a la policía lo que pensamos de las personas que nos caen mal, sería el caos. Me comprende, ¿verdad? Usted también pensará en alguien, me imagino, pero no hará nada sin pruebas, supongo.

—Sí, claro. Pienso en alguien; en varias personas, realmente; también pudo haber sido alguien en quien no pienso. Por eso pregunto. —El cabo se quedó mirando a Canido un largo rato y le preguntó—: ¿Conoce usted personalmente a Marcelino García?

—Sí.

—Me refiero a si lo trata, si habla con él de vez en cuando.

—Sí. Coincidimos a veces cuando yo estaba trabajando en la decoración del chalé o del piso de Coruña.

—¿Qué piensa usted de él? ¿Qué le parece como persona?

—Hombre, cabo, no debería hacerme esa pregunta, sabiendo lo que sabe.

—¿Por qué?

—No me parece bien hablar de un hombre al que le estoy poniendo los cuernos, ¿no cree? No soy la persona más indicada.

—Pero tendrá usted una idea de cómo es ese señor, de la relación que tiene o tenía con su mujer, de cómo la trataba.

—Mire, cabo, no sé cómo quiere que se lo explique. —Canido se tomó un tiempo antes de seguir hablando—. Creo que no tengo derecho a comentar con nadie lo que sé de la vida privada de la que era mi amante. ¡Ningún derecho! Y, por otra parte, tampoco me parece decente hablar de su marido.

—Bueno, no se lo tome así, amigo. No me irá a decir, en cambio, que tenía derecho a acostarse con una mujer casada en la cama del matrimonio, cuando el marido no estaba, o que lo considera decente.

Jesús Canido se puso pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas. El cabo Souto se dio cuenta y no quiso abusar.

—Compréndame, Canido, ya sé que no tengo derecho a meterme en su vida privada y le ruego que me disculpe si lo he ofendido. Pero tampoco tengo por qué aguantar que me venga usted ahora con sermones sobre decencia. Estoy investigando un crimen y hago las preguntas que me parecen necesarias. Usted es la última persona que vio a una de las víctimas con vida, aparte del asesino; por eso, tengo razones para incluirlo en la lista de los sospechosos, y no en el último lugar, ¿sabe? Si le pido su opinión sobre el hombre al que, como acaba de decir, le estaba poniendo los cuernos, espero que me la dé y no se ande con remilgos morales. No es usted la persona más indicada para presumir de decencia en su situación. Necesito saber si Marcelino García tenía problemas personales con su mujer y de qué índole. Necesito saber si discutía con ella de temas económicos, si la amenazaba o la maltrataba, si hay alguna razón para investigar a fondo su relación. Usted debería de poder ayudarme en eso porque se supone que estará al corriente de los problemas que pudiera tener Rosalía Besteiro con su marido. Es lo que se llama colaborar con la Justicia. No le pido que me cuente sus intimidades, sino que me informe de aquello que pueda ser útil a la investigación. ¿Me explico?

—Sí. Se explica muy bien. Sin embargo, quisiera que me comprendiera. No estoy orgulloso de acostarme con una mujer casada: sé que es algo que no está bien, en principio. Pero me parece que hablar mal de su marido es una canallada. No encuentro otra palabra para expresarlo. No se trata de moral ni de decencia, se trata de algo que me repugna. Me parece que es como si yo intentara que lo condenaran por el asesinato de su mujer, cuando no tengo ningún argumento ni prueba para demostrar que tenga algo que ver. Una cosa es lo que a mí se me ocurra o lo que se me pase por la cabeza, incluso lo que desee, y otra es decirle a la policía que ese hombre me parece sospechoso, que se llevaba mal con su mujer o que discutía con ella de dinero. En las actuales circunstancias, eso sería alimentar la hoguera de las sospechas sin más razón que la de desearle lo peor. No me pida que lo haga, cabo. No puedo. Además de quitarle a su mujer.

—¡Vamos, hombre! No creo que usted le quitara a su mujer. ¿Acaso la sedujo? ¿O se la arrebató a base de suntuosos regalos, joyas y esas cosas? No, amigo mío; más bien me inclino a pensar que fue ella la que lo sedujo a usted, ¿o me equivoco?

Jesús Canido no contestó. El cabo Souto estaba incómodo porque, aunque comprendía los escrúpulos del decorador, no quería perder una fuente de información sin duda valiosa. Era consciente de que se movía en un terreno enfangado y de que aquel pobre diablo tenía motivos para que le remordiera la conciencia; no obstante, la idea de que aquellos escrúpulos no fueran sinceros adquiría más fuerza en sus razonamientos que su natural tendencia a creer en la bondad de las personas. Un joven liado con una hermosa mujer, casada, rica y que no tenía reparos en acostarse con ella en el dormitorio conyugal aprovechando la ausencia del marido, no merecía ninguna consideración especial a la hora de ser interrogado en una investigación criminal. No trataba de juzgar al decorador, sino que intentaba no dejarse influir por la tolerancia que pudiera inspirar su pasión amorosa.

Tras la insistencia del cabo con sus preguntas, Canido acabó por reconocer que, en el fondo, creía que Marcelino García había podido asesinar o hacer asesinar a su mujer, basándose en algunas confidencias de Rosalía.

Doble crimen en Finisterre

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