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Capítulo II 1

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Al día siguiente, sobre las once de la mañana y a setecientos kilómetros de allí, el detective madrileño Julio César Santos desayunaba en el comedor de su lujoso piso de Serrano, al tiempo que echaba un vistazo al periódico y procuraba que no cayeran sobre sus páginas gotas de la mermelada de ciruela que se disponía a extender sobre una tostada crujiente. Cuando terminó el desayuno, y Hortensia, su vieja criada, se disponía a retirar el servicio, llegó a la sección de sucesos. Al empujar con el dedo la hoja, sin detenerse a leerla, algo llamó su atención. Una especie de fogonazo surgió de un titular justo en el momento en el que dejaba de mirar aquella página que acababa de pasar. Era la palabra Corcubión.

Santos tenía una finca en Vilarriba, en el municipio de Corcubión, donde pasaba cortas temporadas cuando hacía demasiado calor en Madrid o, simplemente, cuando le apetecía. Levantó de nuevo la página y leyó la media columna de texto encabezada por un titular que decía: «Doble crimen en Corcubión (A Coruña)». Según la crónica, el crimen se había producido como consecuencia del robo en un chalé de aquella pequeña localidad gallega, cerca del Cabo de Finisterre. Dos mujeres, madre e hija, habían sido asesinadas por unos ladrones, probablemente sorprendidos mientras desvalijaban la casa en plena noche. La Guardia Civil…, etcétera.

Julio César Santos dejó caer el periódico sobre el mantel y el desplazamiento de aire hizo saltar unas migas de pan; levantó la vista hacia el techo y contempló sin ningún interés las molduras de escayola que remataban la pared blanca por encima de los dos bodegones que la cubrían casi por completo, un par de valiosos óleos del siglo diecinueve. Después, miró el enorme reloj de pared que adornaba una esquina del comedor y concluyó que no tenía absolutamente nada que hacer, ni aquella mañana, ni en los días siguientes. Entonces pensó en su casa de Vilarriba y en el cabo José Souto y Lolita Doeste. A Santos le gustaba tanto husmear en los asuntos profesionales de su amigo guardia civil y participar en las investigaciones de los casos de los que este se ocupaba, como le desagradaba tener que atender a algún cliente pelmazo de los que a veces le enviaba el despacho de abogados de su tío en Madrid. Ser rico le permitía ciertos caprichos.

Sin perder ni un minuto en analizar las circunstancias presentes, tomó la decisión de irse aquella misma mañana a Galicia para enterarse de qué iba el doble crimen al que un periódico solo dedicaba media columna, pero que, sin duda, traería de cabeza a su amigo, el cabo Holmes. Sonrió y pensó que acababa de tener una idea excelente, a pesar de que, y eso tampoco lo dudaba, el cabo, siempre tan quisquilloso en lo referente a la confidencialidad de las investigaciones que llevaba, no compartiría su entusiasmo. La idea de ver a su amiga Marimar tampoco era ajena a su repentina decisión.

Comunicó su marcha a Hortensia, que se encogió de hombros, acostumbrada a los prontos del señorito. Llamó a los guardas de la finca para anunciarles su llegada a media tarde y, después, llamó a Lolita Doeste para preguntarle si lo invitaba a cenar aquella noche, si «el comandante del puesto» de la Guardia Civil no tenía inconveniente, añadió con sorna. El detective madrileño siempre se refería al cabo Souto como el comandante del puesto porque decía que ser amigo de un cabo primero lo desprestigiaba.

—Pues claro, ya sabes que esta es tu casa. ¿A qué debemos tu visita?

—Tengo morriña.

—¿En serio? Pues le vas a dar una alegría a Pepe; no te esperábamos hasta fin de año.

—No puedo pasar tanto tiempo sin tomar marisco.

—Lo dices como si en Madrid no lo hubiera.

—Ya, pero después de pasar Piedrafita, no sabe igual.

—¡Si el marisco va en avión! —se rio ella.

—Unos percebes volando, ¡pobres animales!, el miedo que deben de pasar.

Él solía llamar a Lolita en lugar de al cabo Souto para avisar de sus escapadas a Corcubión. Le parecía más adecuado, dado que comía y cenaba con frecuencia en su casa, donde el cabo no pegaba golpe. Y ella estaba encantada porque, cuando Santos iba a verlos, a su marido le cambiaba el carácter y estaba de mejor humor, por muchas pestes que echara contra el detective, que no hacía más que entrometerse en los casos de los que se ocupaba oficialmente como guardia civil. Existía entre ellos una especie de competencia mal disimulada que a ella le resultaba divertida y que no afectaba a su gran amistad.

Santos hizo un par de llamadas más, se despidió de la vieja criada y bajó a pie por la escalera alfombrada hasta el portal. En el patio interior del edificio de su propiedad, tenía estacionado su Porsche negro. Saludó con la mano al portero, que le hizo una reverencia, y salió hacia la Puerta de Alcalá, donde enfiló la Gran Vía para dirigirse hacia la carretera de La Coruña remontando Princesa. Viajaba sin equipaje, como si fuera a ver a un amigo o a comer al restaurante. La casa de Vilarriba estaba equipada con ropa y todos sus efectos personales, exactamente igual que su piso de Serrano o su chalé de Miraflores, en la Sierra madrileña. Santos odiaba las maletas. Cuando tenía que viajar en avión o en tren a cualquier otro lugar, enviaba antes su equipaje por agencia.

A las nueve de la noche, César Santos se presentó en la casa de turismo Doña Carmen con un par de botellas de Tinto Valbuena que había comprado a su paso por Rueda, donde acostumbraba a hacer una parada para tomar café. Sabía que los tintos de Ribera del Duero, y no digamos los de Vega Sicilia, eran una de las debilidades de su amigo Pepe Souto. Tanto este como su mujer apreciaron el valor del obsequio; era un lujo que el guardia no podía permitirse todos los días. Souto comentó lacónico:

—Macho, te sale cara la cena.

El detective sonrió complacido sin añadir comentario alguno porque no quería dar importancia al detalle. Aunque casi siempre solía tener a mano respuestas ingeniosas, no se le ocurrió nada en aquel momento que no fuera trivial, quizá a causa del cansancio del viaje.

—¿Has venido únicamente para vernos —le preguntó irónico José Souto cuando Lolita salió del comedor y se quedaron los dos solos— o es que te aburrías en Madrid?

—No consigo entender por qué tus colegas te llaman Holmes. Este mes tiene erre, y eso quiere decir que habrá buen marisco, ¿no? Me encantaría decirte que he venido por razones más personales y emotivas, como, por ejemplo, para verte, pero mentiría.

José Souto no lo tomaba en serio, pues sabía que en Madrid se podía encontrar tan buen marisco como en Galicia y que el hecho de que la única diferencia residiera en el precio no constituía un problema para su amigo. A Santos, por su parte, no se le pasó por la cabeza insinuar que se había interesado por el crimen de las dos señoras asesinadas. Consideró que sería de mal gusto hacerlo en su primer encuentro y que podría sentarle mal a su amigo, por eso decidió dejar aquel tema para otro momento.

—Pepe, ya sabes que me gusta tu tierra, me gustan sus paisajes, la comida, la ría y hasta las gallegas, a pesar de su legendaria peligrosidad. Por eso vengo. No pretenderás que, además, te diga que he venido para estar contigo, pues tengo otras preferencias en materia afectiva. No sé si me explico.

—Haces mal en no decírmelo, César. No sabes cómo sufro.

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