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Capítulo IV 1

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Como tantas otras veces, y a pesar de las puyas que el cabo José Souto y su amigo el detective Julio César Santos se lanzaban mutuamente, después de cenar, ambos se relajaron y se sentaron en el salón a tomar una copa y charlar de los asesinatos, que eran la principal comidilla del pueblo. Santos sacó a relucir el tema con suma delicadeza porque no quería provocar la espantada de su amigo, poco proclive a comentar asuntos relacionados con el trabajo cuando estaba en su casa. Pero Souto se fue dejando llevar poco a poco, hasta abordar el problema que ocupaba su pensamiento por entero y del que era incapaz de liberarse.

—Ya sé que no te gusta hablar de trabajo, Pepe —había empezado a decir prudentemente Santos después de tomar el primer trago—, pero podemos hacer algo sin la presión que supone trabajar sobre un problema real. ¿Por qué no hablamos de los asesinatos como lo harían dos investigadores en una obra de ficción?

Souto lo miró con un gesto de desconfianza.

—Explícate mejor, César. No veo dónde quieres ir a parar.

—Quiero decir que, puesto que en este momento no estamos trabajando ninguno de los dos, aunque no por eso el tema de los asesinatos deje de ser algo que nos interesa, podríamos imaginar, mientras tomamos una copa, que somos Holmes y Poirot, por ejemplo, e intercambiar pareceres sobre un crimen imaginario del que tuviéramos los mismos datos que tienes tú sobre la muerte de esas pobres señoras.

—¿Y?

—En ese supuesto, sin temor a que nadie conozca nuestras conclusiones o nuestras deducciones, solo por simple diversión, podríamos discutir sobre las apariencias y los hechos.

—Eres muy fino, César. Con tal de liarme, no sabes qué inventar.

—En serio, Pepe. No seas negativo. Mañana, en tu despacho, puedes hacer lo que te parezca con tus colaboradores, pero ahora, aquí, tú y yo solos, ¿por qué diablos no podemos hablar de ese crimen como dos colegas que elucubran libremente sobre un caso? Es un privilegio que nos otorga nuestra amistad. Cuéntame de qué va; dime qué has visto y qué te preocupa; qué es lo que tiene lógica y lo que no. Sabes perfectamente a qué me refiero. Por ejemplo, para empezar, ¿se trata de verdad de un doble crimen como consecuencia accidental de un robo? ¿O el robo es una pantalla para ocultar el crimen?

—Muy agudo.

—Siempre lo soy. ¿Ando muy errado?

—Ya me gustaría saberlo.

—No seas gallego. Eso quiere decir que es muy posible. Venga, suelta lo que piensas.

—César, sabes muy bien que ante un crimen como este hay un enorme terreno que explorar. Un terreno que abarca las apariencias y los hechos, por un lado, y las personas con sus motivos, por otro. Los hechos y las apariencias están ahí, ante tus narices. Hay un allanamiento, dos muertes violentas, un escenario del crimen y un robo. En cuanto a las personas, unas están a la vista: las víctimas, la criada que descubre la cerradura rota y el viudo, que heredará una fortuna. Sin embargo, aparecerán sin duda otras de las que todavía no sabemos nada. De los motivos, aún es pronto para hablar. Por lo tanto, hay que ponerse a buscar, mirar por todas partes y preguntar a todo el mundo hasta lograr atribuir a cada cual el lugar que le corresponde en el drama. De momento, digamos que me he sentado frente al escenario a observar. Aún no he tenido tiempo más que de preguntarme por dónde empiezo.

—O sea que no te has formulado todavía ninguna hipótesis.

—¿Cómo quieres que me formule hipótesis, si ni siquiera he dado el primer paso? Claro que no tengo ninguna. Bueno, excepto la que se deduce a primera vista y sin más fundamento que las apariencias, unas apariencias superficiales.

—¿Es decir?

—Es decir que un ladrón entró en el chalé, una de las víctimas lo sorprendió y él las mató a las dos. Luego, robó y se largó.

—Claro que tú no te lo crees porque, incluso antes de empezar a buscar, ya has visto algo que hace esa hipótesis poco verosímil.

—Exactamente.

—Y yo me pregunto si serías tan amable de contarme, como un sabueso le contaría a su colega tomándose una copa y empezando por el principio, qué es lo que has visto. Así, podríamos —Santos miró su reloj— pasar el rato charlando agradablemente y analizando diversas posibilidades, siempre, claro está, en un contexto imaginario que no suponga ninguna interferencia con tu actividad profesional.

El cabo Souto sonrió y se quedó mirando a su amigo, por el que en momentos como aquel sentía admiración. La tenacidad del caprichoso detective solo era comparable con su habilidad para hacerle entrar al trapo cuando quería enterarse del estado de una investigación de la Guardia Civil. En el fondo, disfrutaba con aquella conversación porque hablar con su amigo era la única forma que tenía de aligerar la carga de sus dudas y de mitigar los efectos de la soledad en su trabajo como investigador. Un vacío que sus compañeros no eran capaces de llenar, pues no conseguían seguirlo en su esfuerzo constante por observar y deducir, como tampoco lo eran de librarlo del temor a equivocarse. Santos, en cambio, seguía su ritmo, adivinaba su pensamiento y lo obligaba incluso a acelerar la marcha en ocasiones.

Souto cedió a la insistencia del detective. Le describió lo que encontró al llegar al chalé, avisado por Manuela, la criada. Concentrado en el recuerdo de lo que había visto en la mañana que siguió al crimen, le fue contando con todo detalle lo que más le había llamado la atención: la cerradura arrancada, algo impropio de un ladrón profesional, las huellas de las pisadas, la localización de la primera víctima, los destrozos selectivos, el robo de joyas y dinero ocultos en escondites que un ladrón no debería conocer y la falta de huellas de bajada del muro. El cabo hablaba como si reflexionara en voz alta, según su costumbre, con la mirada perdida en el techo del salón, de modo que sus ojos pudieran recrear la escena del crimen sobre un fondo neutro, libres de toda distracción. César Santos escuchaba con atención, fascinado por la precisión con la que su amigo describía la posición de los cuerpos y la colocación exacta de los objetos, por la minuciosidad en la exposición de los detalles y por el entusiasmo con el que adelantaba ciertas conclusiones parciales, en especial las referidas a la incoherencia de las apariencias. En ese momento, era César Santos quien sentía auténtica admiración por la profesionalidad de su amigo y su capacidad de observación y de análisis.

Tras un corto silencio, que el detective no quiso romper, el cabo Souto sentenció con voz grave:

—No puede ser. No es un robo normal.

A César Santos le pareció que Souto había terminado su discurso y le preguntó si podía ver las fotografías que habían hecho con el móvil. El cabo no le contestó. Sacó su teléfono del bolsillo, abrió la galería de fotos y se lo pasó. Santos fue mirando de una en una las fotos que Taboada le había transferido al cabo, tomándose su tiempo y ampliando alguna con el pulgar y el índice.

—Estoy de acuerdo contigo —afirmó tajante al terminar de verlas todas.

—¿En qué, concretamente? —Souto parecía despertar de un sueño.

—En que nada de lo que me acabas de contar concuerda, en mi opinión, con la forma de actuar propia de un ladrón. Más bien parece, diría yo, la actuación de alguien que hubiera tomado la decisión de matar a las dos mujeres simulando un robo, pero sin terminar de planificar concienzudamente la forma de hacerlo para no ser descubierto. O sea, una chapuza.

—Ya. ¿Cómo crees, entonces, que actuaría un simple ladrón?

—Para empezar, creo que un ladrón no emplearía una caja de cervezas para escalar muros. Si descerrajó la puerta de la cocina, con el ruido consiguiente dentro de la casa, podía haber descerrajado la puerta de entrada a la finca, que ofrece una dificultad similar y nadie lo oiría, pero no lo hizo. Por otra parte, si el ladrón saltó por encima de la valla o del muro, que sería lo natural, tendría que haber dejado marcas en la tierra al caer. En la entrada de la cocina había un felpudo, me dijiste, ¿no? Lo lógico sería que se hubiera limpiado los pies para no dejar tantas huellas, incluso solo por costumbre o por comodidad.

—Cierto.

—Me sorprende que un ladrón entre en una casa para robar y vaya directamente al dormitorio donde está la gente durmiendo. Es raro. ¿Y por qué no miró en los demás dormitorios? No veo por qué tendría prisa a esas horas y, menos aún, después de matar a las únicas personas que había en la casa. Tampoco veo por qué tenía que causar tantos destrozos: no se va más deprisa rompiendo las cosas. ¿Esperaba acaso encontrar una caja fuerte detrás de cada cuadro?

—Yo me hago también otras preguntas —dijo el cabo—. Efectivamente, no es normal que un ladrón que entra de noche en una casa de dos plantas empiece a buscar objetos de valor por los dormitorios, donde se supone que hay gente durmiendo; es prácticamente imposible hacerlo sin que nadie se despierte, pues hay que ir con linterna, abrir armarios, cajones y cajas dentro de los dormitorios y se hace ruido. Lo lógico es que busque plata, cuadros o dinero en los salones, la biblioteca o el comedor.

—Cierto. Y yo me pregunto también si conocía la casa y sabía quién vivía allí. La respuesta es: sí. Porque, si fuera al azar, un ladrón profesional tomaría otras precauciones, como dejar un cómplice fuera, en el coche, para avisar si aparecía alguien o por si hubiera que salir a toda pastilla. ¿No crees?

—Estoy completamente de acuerdo. Lo que yo me pregunto es si todas esas cosas raras son producto de la incompetencia del asesino o fueron calculadas para despistarnos. A veces, un comportamiento en apariencia torpe oculta una maniobra inteligente.

Julio César Santos bebió un trago de su copa y guardó silencio porque pensó que era demasiado pronto para preguntarle a su amigo si sospechaba de alguien. Por lo que le había oído decir antes, dedujo que no iba a recibir ninguna respuesta y ya sabía que, para Souto, al principio de cualquier investigación, todo el mundo era sospechoso menos él mismo. Estuvieron un rato discutiendo, hasta que Santos, al ver que su amigo miraba el reloj, comprendió que tenía que madrugar al día siguiente y se levantó para marcharse.

Al despedirse, César Santos, como si de pronto se hubiera acordado, le comentó al cabo:

—Supongo que, aparte del viudo que hereda, uno de los principales sospechosos será el amante de la señora asesinada, de la hija, claro. Por lo visto estuvo la noche del crimen en la casa, ¿no?

Souto abrió los ojos asombrado.

—¿Cómo coño sabes eso? ¿Quién te lo ha dicho?

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