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Marcelino García Lameiro tenía cincuenta y dos años, era alto, lucía un moreno de yate y estaba completamente calvo. Vestía con buen gusto y tenía las maneras propias de un veterano vendedor. Dirigía una sociedad propietaria de tres talleres oficiales de concesionarios de las marcas Seat, Volkswagen y Audi, situados uno junto a otro en un polígono industrial de A Coruña. Había montado el negocio con dinero de su mujer, Rosalía Besteiro, que era quien había aportado prácticamente la totalidad del capital social.

García recibió al cabo José Souto y a la agente Lago en el salón del chalé de su difunta suegra, donde aún se apreciaban los desperfectos causados por el allanamiento, a pesar de haberse efectuado ya algunos arreglos superficiales.

Como se habían visto anteriormente y hablado por teléfono, el cabo Souto no se sintió obligado a dedicar más tiempo a nuevos pésames y lamentaciones. Tras saludarlo e intercambiar algunas fórmulas de cortesía, fue directamente al grano.

—Le agradecería mucho que me explicase, solo por encima, cómo eran sus relaciones con su suegra. Intento situarme en el contexto familiar de su matrimonio y de la madre de su señora. —Souto, que era tímido y sensible en lo tocante a las desgracias de los demás, bajó la cabeza y añadió en un tono apenas perceptible—: Que en paz descanse.

—Comprendo. —Marcelino García se mostraba muy serio, pero sin caer en ningún tipo de exageración—. Vamos a ver, cabo Souto; no sé si conoce usted a la familia de mi mujer. —El cabo hizo un gesto impreciso y García continuó—. Mi suegro, Armando Besteiro, era un hombre emprendedor que se hizo rico en los años ochenta con el negocio de la construcción. Procedía de una familia de madereros de Corcubión. Como quizá sepa usted, el hombre murió hace doce años y dejó una considerable fortuna a su mujer y a su única hija, Rosalía, con la que yo me había casado dos años antes. Yo me ganaba bien la vida como vendedor de coches en Coruña, aunque no habría podido vivir como vivo ahora ni montar los negocios que tengo si no fuera por el dinero que heredó mi mujer. Al casarnos, mi suegro nos regaló un magnífico piso en la plaza de Pontevedra, que es donde vivimos actualmente. Mis relaciones con mis suegros fueron siempre muy buenas y mi suegra me apreciaba mucho, como yo a ella, puedo asegurárselo, sobre todo desde que enviudó.

—Sin embargo, usted vive en Coruña y su mujer vivía aquí, en Corcubión. ¿Estaban separados?

—¡No, no, en absoluto! Rosalía se vino a vivir aquí hace cuatro meses para cuidar a su madre. A Consuelo, mi suegra, la operaron de un cáncer a primeros de año. Pero en verano empeoró. Los médicos nos dijeron que el tumor había sido detectado demasiado tarde y tenía metástasis en la médula. No se la podía volver a operar. Estaba muy mal y sin esperanza de curación. Le quedaba muy poco tiempo de vida. Mi mujer me dijo que quería estar con ella y lo comprendí. Nos vinimos a vivir aquí, a esta casa, en verano. Yo suelo irme a Coruña los lunes por la mañana y vuelvo generalmente los sábados.

—Ya —murmuró el cabo Souto haciendo un discreto gesto a la agente Lago para que no dejara de tomar notas—. ¿No tienen ninguna medida de seguridad en el chalé?

—Pues no. No es normal tenerlas por aquí. Nunca ha habido robos en las casas de esta zona. Usted lo sabrá mejor que yo.

—Sí, claro. Solo quería comprobarlo. ¿Tienen contratado algún tipo de seguro de vida, usted y su señora?

—No, cabo. Ni mi suegra, que yo sepa, ni mi mujer ni yo los tenemos, aparte del seguro de accidentes de los coches.

—Dígame, ¿ha podido verificar si robaron más cosas, aparte de las joyas de las que me habló el otro día y el dinero del bolso de su señora?

—No he echado en falta nada más. Pero las joyas eran muy valiosas. Mi suegra tenía muchas, creo que bastante buenas, y mi mujer también tenía algunas muy caras que le regalé yo. Están aseguradas y tengo fotos de todas. No de las de mi suegra; solo de las de Rosalía. Lo que no entiendo es cómo las encontraron, pues el doble fondo que fabricamos en un cajón de la cómoda de nuestro dormitorio era prácticamente imposible de descubrir y también el cajoncito secreto del escritorio. O eso creíamos. Aparte de eso, creo que mi suegra guardaba en algún sitio bastante dinero en metálico, pero no sé dónde.

—¿Quién conocía el escondite de la cómoda?

—Solo nosotros tres: mi suegra, Rosalía y yo. No creo que Manuela, la muchacha, lo conociera, aunque no puedo asegurarlo.

—¿Piensa usted que es de confianza esa chica?

—Bueno, eso nunca se sabe. Lleva doce años en la casa y, según le oí decir a mi suegra varias veces, nunca le faltó nada. En principio, no tengo motivos para dudar de su honradez. ¿No es hermana de un guardia civil?

Souto no contestó a este último comentario porque no veía relación de causa a efecto entre el parentesco con alguien del Cuerpo y la honradez, aparte de detectar cierta ironía en la pregunta. Por eso hizo como si no lo hubiera oído.

—¿Le comentó su señora si había visto merodear recientemente a alguien por los alrededores de la finca?

—No.

—Le tengo que preguntar una cosa, señor García. Es algo que le puede molestar y le ruego que me disculpe, pero no lo tome más que como una pregunta rutinaria sin ninguna intención oculta, ¿de acuerdo? ¿Había hecho testamento su señora?

Marcelino García sonrió con una mueca que aportaba un toque de tristeza a la sonrisa. Miró al cabo Souto durante unos segundos, meneó la cabeza y contestó:

—No se preocupe, cabo. Lo comprendo perfectamente y sé que forma parte de su trabajo. Imagino que no es cómodo para usted hacerle esas preguntas a alguien que acaba de perder a su mujer de una forma tan cruel. —Souto esbozó una sonrisa de agradecimiento y no dijo nada. García continuó—: Sí, hay testamentos. Mi suegra se lo deja todo a mi mujer, que era su única hija, y ella me lo deja todo a mí. Igual que yo se lo dejo todo a ella en mi testamento, en caso de morirme antes. Es normal, puesto que no tenemos hijos. —Permaneció unos segundos callado con la cabeza baja y los guardias respetaron su silencio observándolo con atención. Él levantó la cabeza y los miró a ambos—. Ya sé que para ustedes soy el primer sospechoso. Es lógico, si no tienen aún ningún otro. Eso no me preocupa. No tenga miedo de preguntarme todo lo que quiera en ese sentido. Solo le pido que lo haga con la debida consideración y respeto a mi situación. Quería mucho a mi mujer —le tembló la voz— y su muerte me entristece mucho más de lo que puedan imaginar. Pero lo comprendo, cabo. Tiene que hacer su trabajo y estoy preparado para pasar por el mal trago de tener que responder a preguntas que, en mi situación, podrían definirse cuando menos como dolorosas.

—Gracias —le respondió el cabo, hasta cierto punto afectado por la actitud del viudo. Miró a Verónica Lago y continuó—: Intentaré molestarlo lo menos posible. Cambiando de tema, quisiera pedirle un favor. ¿Podría facilitarme una copia de las fotos de las joyas que le han robado? Las haré llegar a la comandancia para su distribución. La Guardia Civil detiene con frecuencia a ladrones de los que entran en las casas y se recuperan muchos de los objetos robados. Si aparecieran, podríamos acercarnos al asesino de su señora y de su suegra.

—Claro, por supuesto. Dígame cómo.

Verónica Lago le extendió una tarjeta y tras una rápida mirada a su jefe, como disculpándose, le dijo a Marcelino García:

—Aquí tiene mi tarjeta. Si es tan amable, cuando pueda, envíenos las fotos por email, WhatsApp o por correo ordinario. Le informaremos si encontramos algo.

—¡Ah, otra cosa! —le dijo el cabo antes de levantarse—. La típica pregunta molesta que estoy obligado a hacerle, ¿dónde estaba usted la noche del crimen hacia las dos o tres de la madrugada?

—En la cama. En mi piso de Coruña. Cené con unos amigos y como había dejado mi coche en el taller, me llevaron a casa sobre las doce. Tenemos una muchacha interna. Cuando llegué, estaba levantada viendo la televisión. Nos dimos las buenas noches. Por la mañana, me preparó el desayuno a las ocho y media, como de costumbre, antes de irme a trabajar. —García se quedó dudando un momento, sonrió, miró a los guardias y añadió—: La criada no duerme conmigo, ¿saben? O sea que no puede asegurar que yo estuviera acostado a las dos, claro. Aunque sí puede afirmar que dormí en mi cama, pues tuvo que hacerla por la mañana, y supongo que me oiría levantarme, ducharme y todo eso. Me vinieron a buscar del taller a las nueve.

—¿Lleva mucho tiempo con usted la muchacha?

—No. —García no pudo ocultar un gesto de fastidio—. Solo unos meses. La que teníamos desde hacía años se fue antes del verano.

El cabo Souto le dio las gracias y se fueron. Ya en el coche, que conducía Verónica Lago, esta le preguntó al cabo qué le había parecido Marcelino García y qué pensaba de lo que había dicho. El cabo le contestó mirando hacia delante, como si hablara solo:

—Estamos como en el primer momento de cualquier investigación. Es un momento tan emocionante como frustrante. Emocionante porque tenemos ante nosotros un abanico de posibilidades y frustrante porque no tenemos nada tangible. Es como cuando te presentan a una persona que conoces por su reputación o que te llama la atención por su aspecto o por su personalidad. Al principio, no sabes si congeniarás o no; si llegarás a ser su amigo o te caerá mal; si un día te hará una faena o un gran favor. No sabes nada y la persona está ahí, delante de ti, mirándote y quizá preguntándose lo mismo que tú. Hemos estado hablando con un hombre que acaba de perder a su mujer y a su suegra. Apenas sabemos nada de él y, sin embargo, estamos obligados a considerarlo sospechoso solamente por razones técnicas o estadísticas. Podemos estar equivocados. Puede que sea un criminal o puede que sea un buen hombre que acaba de sufrir una desgracia. Tenemos que tratarlo respetando sus derechos, con consideración, dadas las penosas circunstancias por las que se supone que debe de estar pasando, con educación y con todo lo que tú quieras, pero no deja de ser un sospechoso «para nosotros». Es muy duro. La presunción de inocencia es una ventaja para el culpable, pero es una humillación para el inocente porque parece como si estuviéramos haciéndole un favor. Me comprendes, ¿verdad?

—Sí, cabo.

Souto disfrutó en secreto por un instante de la belleza de su ayudante, que lo miraba con respeto, como embobada. Verónica Lago era, además de guapa y lista, muy expresiva. El cabo evitó alargarse en sus consideraciones de índole filosófica para no dar la impresión de complacerse en su propio discurso, como un maestro engreído, y cambió de tema.

—Te vas a encargar con Taboada de hurgar en la vida de ese señor. Hablad con los compañeros de la comandancia. Necesitamos saber si es una persona bien considerada o si tiene fama de…, no sé, de mujeriego, jugador o cosas por el estilo. Mirad a ver lo que encontráis. ¿Sabes una cosa? Ahora, la investigación se halla en uno de los peores momentos. Tenemos que empezar a buscar lo malo de las personas, cosas que den que pensar, actividades raras, declaraciones sospechosas o contradicciones, y dedicarnos a perseguir a alguien que no sabemos si es culpable o no. No tenemos ninguna otra forma de acercarnos al ladrón o al asesino. Todo sería más fácil si alguien hubiera visto algo, claro. Pero no es así.

José Souto echó una rápida mirada a la coleta rubia de Verónica Lago, que asomaba con gracia por debajo de gorra de su uniforme y reprimió un impulso infantil de darle un tironcito. Miró hacia delante y se dijo a sí mismo: «Soy idiota».

Doble crimen en Finisterre

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