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Capítulo I 1

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Como cada mañana, el cabo primero José Souto desayunaba tranquilamente con su mujer en Doña Carmen, la casa de turismo rural donde vivían, instalada en la antigua propiedad de sus abuelos, muy cerca de Cee (A Coruña1). Estaba a punto de dar el último sorbo a la taza de café con leche cuando sonó su teléfono móvil oficial. Murmuró una palabra malsonante y temió por un instante que hubiera ocurrido algo grave, ya que a ese teléfono únicamente lo llamaba la Guardia Civil y no era normal que lo hicieran solo unos minutos antes de las ocho, la hora a la que salía siempre hacia el cuartelillo.

—¡Diga! —dijo en tono desabrido.

—Perdone, cabo. —La voz de la joven agente Verónica Lago sonó melosa, casi suplicante.

—¿Qué pasa, Vero?

Souto, sin ocultar su fastidio, pasó a un tono tolerante y paternal porque la agente Lago le caía bien, era lista, eficaz y muy respetuosa con sus superiores, cualidades castrenses que el cabo valoraba positivamente y que, en el caso de la agente, se adornaban con otra nada cuartelera: su belleza. Precisamente por esa razón, Aurelio Taboada, el colaborador más próximo al cabo, le había pedido a ella que lo llamara. Confiaba en que su voz aterciopelada y la imaginación del cabo al oírla suavizarían su mal humor mañanero, peligrosamente ácido cuando lo llamaban a su casa. La agente Lago explicó a su jefe de qué se trataba: Manuela, hermana de un guardia llamado Rubial, que trabajaba de asistenta en casa de los Besteiro, una de las familias más ricas de Corcubión, acababa de llamar desde allí muy asustada. Por lo visto, no se atrevía a entrar en el chalé porque la puerta de servicio estaba descerrajada y tenía miedo de que hubiera ladrones dentro. Había llamado varias veces al móvil de la señora y no contestaba.

—Rubial se lo ha explicado a Taboada —continuó la agente Lago—, que ha hablado con Manuela y le ha dicho que no se mueva de allí, que no entre en la casa ni toque nada y que espere a que vayamos nosotros. Hemos pensado pasar por su casa a recogerlo, cabo, si le parece. Así, no tiene que subir usted hasta el cuartel; suponiendo que quiera ir personalmente a ver lo que ha ocurrido, claro. Por eso me ha dicho Taboada que lo llame mientras ha ido a buscar un vehículo.

—Muy bien, Vero. Os espero aquí. Venga; daos prisa. —Souto colgó y le preguntó a Lolita, su mujer—: ¿Quién vive ahora en el chalé de los Besteiro?

—Vive Consuelo, la viuda de Armando Besteiro, con su hija Rosalía —contestó Lolita, que estaba siempre más enterada que su marido de lo que ocurría en el pueblo—. Consuelo está muy enferma y Rosalía se ha venido de Coruña hace unos meses para estar con ella y cuidarla. El otro día me dijeron que la pobre mujer se está muriendo.

El cabo Souto se levantó, se limpió con la servilleta y la tiró malhumorado sobre la mesa. Miró el reloj. Del cuartelillo a Doña Carmen se llegaba en menos de cinco minutos. Se puso un chubasquero, le dio un beso a su mujer y salió a la entrada. Estaba lloviendo suave pero insistentemente. El coche patrulla no tardó en aparecer enviando destellos azules a la lluvia, pero con la sirena apagada. Taboada sabía muy bien que hacerla funcionar cerca de la casa de turismo habría molestado a su jefe. El vehículo giró bruscamente sobre la gravilla frente a la casa y se detuvo. Souto se subió detrás, junto a Verónica, que había dejado prudentemente vacío el sitio del copiloto pensando que el jefe preferiría ir delante. Ella lo saludó con un marcial movimiento de cabeza que hizo bailar alegremente su coleta rubia. A través del espejo retrovisor, Taboada detectó algo parecido a una sonrisa en el rostro del cabo y sonrió a su vez. Si no llega a ser por su guapa compañera, seguro que se habría llevado una bronca, aunque solo fuera por romper la rutina del jefe del puesto.

—¿A qué hora llamó la hermana de Rubial?

—Justo antes de llamarlo yo a usted, cabo. Serían las ocho menos veinte.

—Está bien. Dale caña, Aurelio; esa mujer estará muerta de miedo.

Aurelio Taboada accionó la sirena en cuanto se alejaron de Doña Carmen y entró en la carretera general casi derrapando. El guardia conocía el lenguaje de su jefe. Llegaron a la casa de los Besteiro un par de minutos después de las ocho. Se trataba de un chalé edificado en una parcela de unos tres mil metros cuadrados muy cerca de la ría y cubierta en gran parte de pinos. La casa era de construcción moderna, de granito gris y tejado de teja oscura, sobria y de estilo anodino, más parecida a un chalé de cualquier urbanización madrileña que a las casas gallegas. La típica casa de gente con más dinero que imaginación y buen gusto. Manuela estaba sentada en una caja de cervezas vacía a la entrada de la finca bajo un paraguas negro que la tapaba casi por completo; desde lejos parecía un gran escarabajo junto a la tapia. El cabo Souto tenía razón. La mujer estaba temblando de miedo. Verónica se bajó enseguida, la ayudó a ponerse de pie y le echó un brazo sobre los hombros. La puerta de acceso para personas situada a la izquierda del portón para vehículos estaba abierta. El cabo le hizo un gesto a la agente Lago para que abriera el portón, dado que el chalé estaba al fondo de la propiedad, la lluvia arreciaba y él no tenía ganas de ir andando hasta allí. Cuando las dos hojas de chapa se abrieron desde el interior, sacó la cabeza por la ventanilla y ordenó a las mujeres:

—Venga, suban al coche, no se queden ahí. Verónica, sube delante. —La agente obedeció. Manuela se sentó al lado del cabo, que le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo—: Vamos, mujer, no tenga miedo. Aunque hayan entrado a robar en la casa, puede estar segura de que los ladrones ya hace mucho que se marcharon.

—Pero la señora no contesta al móvil y siempre lo tiene encendido.

—Claro, porque se lo habrán robado.

Taboada aparcó delante del porche. La criada hizo un gesto con el brazo.

—Nunca entro por la puerta principal. La que está rota es la de la cocina. Siga por la derecha.

Rodearon el edificio hasta la parte trasera. Había un pequeño voladizo que protegía de la lluvia la entrada de servicio. La puerta era sólida, metálica, con una reja acristalada en la parte superior. El destrozo era evidente, exagerado, el marco había sido forzado y un trozo de la cerradura, arrancado de cuajo, estaba en el suelo.

—¿Llamó usted al timbre, Manuela?

—No, nunca llamo, tengo llave. Al ver la puerta entornada y la cerradura rota, me asusté y salí corriendo.

El cabo Souto pulsó el botón del timbre y se oyó un sonido estridente y próximo. Insistió un par de veces. Los guardias esperaron un rato mirándose entre ellos con preocupación. Nada rompió el silencio absoluto que reinaba en la casa y sus alrededores, excepto el graznido de una hurraca que los observaba desde el tejado y levantó el vuelo asustada, como para avisar a sus compañeras de la llegada de la policía. Solo se oía el repiqueteo de la lluvia en las baldosas.

—Supongo que las señoras estarán en casa, ¿no?

—Claro, cabo. Doña Consuelo no puede moverse de la cama. Y la señorita Rosalía, ¿a dónde iba a ir a estas horas?

—A misa, quizá.

—La señorita no va a misa los días de diario. Y nunca deja sola a su madre, que se está muriendo.

—¿A qué hora llegó usted?

—A las siete y media, como todos los días.

El cabo empujó la puerta con un codo y observó el suelo de la cocina. Había marcas claras de pisadas y manchas de barro.

—Bien. Hay que ponerse guantes y limpiarse los zapatos antes de entrar.

Taboada se acercó al coche a buscar los guantes.

—En el garaje hay bayetas, cabo —dijo Manuela.

—Muy bien, pues tráigalas. Tú, Vero, te vas a quedar aquí con Manuela mientras Aurelio y yo echamos un vistazo. Este silencio no me gusta nada —le dijo en voz baja al oído.

Manuela trajo unas bayetas y los guardias se limpiaron las suelas de los zapatos, se pusieron los guantes y entraron con cuidado de no pisar sobre las huellas de barro. Ya era de día y no hizo falta encender las luces. Cuando salieron del office y pasaron al recibidor, Souto gritó dos veces con voz autoritaria:

—¡Guardia Civil! ¿Hay alguien en casa?

Silencio total. Un primer vistazo al salón y al comedor los dejó boquiabiertos.

—¡Hostia! —exclamó Taboada.

Fueran quienes fuesen, los posibles ladrones habían causado un considerable destrozo. Cajones por el suelo; un montón de cubiertos tirados sobre la alfombra; armarios abiertos con las puertas descolgadas; varios muebles literalmente reventados; estanterías vaciadas; libros y otros objetos decorativos desparramados sobre las alfombras; cristales rotos; sillas volcadas; sofás con los cojines despegados; y casi todos los cuadros tirados de cualquier manera en el suelo. El cable del teléfono fijo estaba arrancado.

—Nos ocuparemos de eso luego, Aurelio —dijo el cabo—, vamos arriba.

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