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Por la mañana del día siguiente, mientras Julio César Santos dormía plácidamente en su magnífica casa de Vilarriba, que los lugareños llamaban pazo porque lo parecía, el cabo José Souto trabajaba en su despacho con sus colaboradores, los veteranos Taboada y Orjales y la joven guardia Verónica Lago, sobre el reciente doble crimen que había sacudido las localidades de Cee y Corcubión. Sentados en torno a la mesa de juntas, comentaban el informe provisional de las autopsias que acababan de recibir del forense. Esperaban aún el de los agentes del Área de Investigación de la comandancia de A Coruña.

Los hechos que constaban en el expediente de la Guardia Civil hasta aquel momento eran, en primer lugar: que Manuela Rubial, la empleada de hogar que trabajaba en casa de las señoras asesinadas (Consuelo Pino, de setenta y nueve años, y su hija Rosalía Besteiro Pino, de cuarenta y uno), había encontrado la puerta de la cocina del chalé forzada cuando llegó a trabajar a las siete y media de la mañana del jueves; que no se atrevió a entrar en la casa y que, como la señora no respondía a sus llamadas al móvil, se asustó y llamó a su hermano, el agente Rubial, asignado al puesto de Corcubión. En segundo lugar: que, poco después, el cabo primero José Souto y los guardias Aurelio Taboada y Verónica Lago llegaron a la finca y procedieron a una inspección ocular.

Después, en rebuscados y redundantes términos burocráticos, el informe ofrecía una descripción neutra del hallazgo de los cadáveres, redactado como si se tratara de momias o restos arqueológicos, desprovista de cualquier vestigio de consideración hacia las víctimas, así como de las circunstancias que rodeaban el macabro descubrimiento.

Aquellas páginas a doble espacio, destinadas a dejar constancia en los archivos policiales de un hecho delictivo, se referían sin embargo a un horrible crimen que afectaba profundamente a quienes estaban obligados a analizarlo y estudiarlo para descubrir y detener a sus autores. Los primeros afectados eran el cabo Souto y los guardias, quienes, al llegar al chalé tras la llamada de la empleada, habían tenido la oportunidad (la triste suerte, comentaría él) de descubrir el escenario de la tragedia antes de la llegada de las ambulancias, el médico forense, el oficial del juzgado, la jueza, el fotógrafo forense, los agentes del Área de Investigación, los empleados de la funeraria y varios guardias civiles que fueron apareciendo a lo largo de la mañana. Por lo tanto, habían podido observar con detenimiento la situación de los cuerpos, el desorden en las habitaciones del piso superior y en los salones de la planta baja, hacer fotos de todo cuanto les pareció interesante, tanto en la casa como en la entrada de la finca, observar las huellas de barro dejadas por el presunto asesino en diversos lugares e interrogar a Manuela Rubial, aún emocionada por lo ocurrido, lo que aportaba espontaneidad a su testimonio.

Dos horas después, había llegado de A Coruña Marcelino García Lameiro, el marido de Rosalía, avisado por la Guardia Civil. El cabo se le acercó en cuanto lo vio y lo previno del desagradable escenario con el que se iba a encontrar, a pesar de que los cadáveres ya habían sido levantados por orden de la jueza y trasladados al depósito. Souto lo acompañó hasta el chalé para que los guardias lo dejaran pasar levantando los precintos. Le rogó que echase un vistazo para verificar el alcance de los destrozos y hacer una primera evaluación sobre lo que hubieran podido robar. Cuando Marcelino García, visiblemente afectado, terminó la ronda por los salones y las habitaciones, el cabo Soto lo acompañó hasta el coche y ordenó a un guardia que fuera con él al depósito para la verificación de la identidad de las víctimas. Mientras tanto, el cabo José Souto y sus colaboradores se reunirían para efectuar un primer análisis de los hechos.

Las conclusiones provisionales del forense situaban la hora de las muertes en torno a las dos de la madrugada. Ambas causadas por herida de bala en la cabeza; los disparos habían sido hechos a bocajarro. Los cuerpos no presentaban más señales de violencia que las heridas causadas por los proyectiles. Probablemente debido al pequeño calibre del arma del crimen, los cráneos presentaban únicamente orificios de entrada, pero no de salida.

En cuanto a las apariencias (y esto es de lo que trataban los guardias en su reunión), el cabo Souto comentó que, a pesar de lo que dijera la prensa, nada permitía suponer que el crimen hubiera sido obra de varios ladrones, pues las huellas de pisadas procedentes del exterior en la cocina, en las alfombras del recibidor y en la escalera pertenecían a una sola persona. Casi con toda seguridad un hombre alto, a juzgar por el tamaño de las manchas de barro, que correspondían a unas zapatillas deportivas de talla cuarenta y cuatro.

Dado que la criada había asegurado que la caja de botellas encontrada junto a la entrada no estaba allí la víspera por la noche cuando ella se fue, era razonable deducir que el asesino la había colocado junto al muro para facilitar su escalada. Esta hipótesis parecía confirmada por las manchas de barro en el muro, parecidas a la huella de un zapato o zapatilla. También parecía evidente, por las rodaduras que el cabo Souto había observado, que el asesino había llegado en coche, había ido hasta el final del camino y había dado la vuelta allí. Souto no quiso comentar la ausencia de huellas en el otro lado del muro porque aún no había tenido tiempo de reflexionar sobre aquel detalle, que quizá no fuera importante.

—¿Por qué no daría la vuelta delante de la puerta? —preguntó Orjales.

—Seguramente porque no quería hacer ruido allí delante o que alguien lo viera.

—¿En ese lugar y a esas horas?

—Un ladrón —contestó el cabo— no se pone a maniobrar delante del chalé en el que va a robar de noche, ¿no crees? Es una cuestión de prudencia elemental. Tampoco sería lógico que dejara el coche ante la puerta. Es probable que fuera hasta el final del camino por esa razón.

—Ya. Dejó el coche alejado de la entrada y trajo la caja de botellas para subir el muro.

—Eso parece.

—Lo que quiere decir que venía a tiro fijo. Sabía que con esa caja le bastaría para subir porque conocía la altura del muro.

—Es muy posible. ¿Tienes alguna idea o solo estás cavilando?

—Entonces es posible —continuó prudentemente Orjales, consciente de que con el cabo Souto era peligroso hacer demasiadas suposiciones— que el ladrón conociera bien el lugar, supiera dónde dar la vuelta con el coche y hubiera calculado con anterioridad la altura del muro. ¿No podría eso llevar a deducir que el ladrón sea alguien de la familia o de su entorno?

—¡Buena deducción! —exclamó el cabo—. En este tipo de delito, en los que hay muertos de por medio, ya sabes que tenemos que buscar sospechosos, en primer lugar, entre los familiares más próximos.

—En realidad, aún no sabemos si se trata de un ladrón o de un asesino —metió baza la agente Lago—. Un robo simulado, como decía el cabo, o un asesinato.

—Exacto —confirmó Souto—. En cualquier caso, con o sin robo, creo que hay que empezar a buscar por el entorno del viudo y de la criada, como dice Orjales. No me preguntéis por qué, pues tendría que contestaros que es porque son las dos primeras y únicas personas relacionadas con las víctimas con las que hemos tropezado, aunque, lo reconozco, no sea en sí misma una razón de peso. Os lo digo a pesar de que el derecho a creer en algo no debe basarse en la ignorancia o en el desconocimiento. —La agente Lago hizo un gesto de sorpresa y el cabo la miró y le dijo—: La idea no es mía, Vero, pero es muy interesante. La leí hace poco en un libro de sicología, aunque se refería a las creencias en general y, sobre todo, a las religiosas. Es el conocimiento basado en la evidencia, es decir, en las pruebas, lo que da derecho a creer en algo. Por eso no debemos creer aún en nada, solo tantear, lo que en lenguaje policial equivale a sospechar. ¿Me seguís?

Taboada miró a Orjales, que levantó las cejas, y ambos se volvieron hacia Verónica, que sonrió de un modo encantador. El cabo, que no esperaba respuesta, continuó:

—Hay dos caminos por los que podemos empezar a indagar. Uno es el del robo con el resultado accidental de las muertes. En este caso, habría que encontrar a un ladrón homicida surgido de la nada y sobre el que no sabemos nada. Un ladrón que va armado, que conoce la casa, al menos por fuera, y que sabe que allí solo viven dos señoras indefensas. Tendríamos que coger la lupa y empezar a buscar una huella, un rastro de tierra, un hilo de ropa, un pelo o bien un fallo, un testigo, un chivatazo, una pista sobre el arma del crimen, movimientos de sospechosos vistos en la zona, rastros de joyas, etcétera, etcétera.

El cabo Souto trazó bruscamente con su lápiz una raya sobre una hoja de papel como si tachara algo y levantó la cabeza.

—Y el otro camino es el de un asesinato premeditado, cometido y encubierto bajo la apariencia de un robo. ¡Este es el camino por el que me dispongo a empezar! Como el marido de Rosalía Besteiro ya ha dispuesto de tiempo desde el jueves para tratar sus asuntos personales y familiares, lo llamaremos ahora y veremos si está disponible esta tarde. Así, podremos charlar tranquilamente con él, antes de que vuelva a su trabajo en Coruña. Hablamos ayer por teléfono y me dijo que pensaba irse, lo más tarde, el martes.

El cabo Souto miró su cuaderno de notas y unos segundos después le dijo a Aurelio Taboada:

—Tú, Aurelio, mira a ver lo que puedes averiguar sobre los negocios y las empresas familiares de los Besteiro. Tienen dinero, sobre todo la familia de ella, según tengo entendido. No es que sospeche que haya nada extraño en sus negocios, pero necesitamos saber por dónde nos movemos. ¿De acuerdo?

—Vale, jefe. Me pongo a ello.

—Gracias. Tú, Orjales, investiga a Manuela. Habla con ella y averigua también lo que puedas sobre su marido, su situación en general y todas esas cosas. Y no te emociones consolándola; ya me he dado cuenta de que es una mujer guapa.

—¡Que dices, Holmes! Si es una tía mayor.

—¿Estás de broma? ¡Una tía mayor! Tendrá treinta y pocos años —contestó el cabo molesto, pues era evidente que su criterio sobre lo que eran personas mayores no coincidía con el de Orjales, unos cuantos años más joven que él.

—¡Por eso! A mí no me van tan talludas —sentenció Orjales.

—Vete a… —Souto miró a Verónica Lago y se contuvo.

—¿Y yo? —preguntó ella.

—Tú te quedas conmigo. Llama a Marcelino García. Quiero que estés delante cuando lo interrogue y que tomes notas. No le pidas que venga. Es mejor que vayamos nosotros al chalé.

El cabo José Souto se quedó solo. Le había hecho gracia que Orjales considerara «talluda» a Manuela, una aldeana muy guapa y que a él le parecía joven. El guardia tenía veintiséis años y Verónica Lago veintidós. Eran de otra generación y veían las cosas de otra manera. Este pensamiento le hizo olvidar momentáneamente la sordidez del crimen que tenía entre manos.

Doble crimen en Finisterre

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