Читать книгу Doble crimen en Finisterre - Carlos Laredo - Страница 6

2

Оглавление

Las habitaciones y los cuartos de baño estaban en la planta superior, a la que se accedía por una gran escalera enmoquetada que partía del recibidor. Subieron pisando por el borde de los escalones porque había algunas huellas visibles de pisadas y restos de barro. Souto gritó de nuevo. Nadie respondió. Taboada sacó su arma de la funda con un gesto algo teatral y Souto le lanzó una mirada inexpresiva. Al llegar al rellano, miraron a ambos lados. A la derecha vieron un cuarto de estar. Una rápida ojeada les permitió comprobar que también había sido registrado. En frente, un largo pasillo por el que continuaba la misma moqueta de la escalera terminaba en una cristalera. Había tres puertas a cada lado, separadas por apliques de latón que imitaban antorchas. Los guardias avanzaron por el borde del pasillo hasta la segunda puerta de la derecha, que estaba abierta. Inmediatamente vieron el cadáver de Rosalía Besteiro. La mujer yacía sobre la alfombra en una postura descompuesta. Tenía un orificio de bala en la frente, del que salía un hilo de sangre que pasaba entre las cejas, como la aguja de un reloj que marcara las seis. Llevaba puesto un camisón claro con un bordado de flores. Su larga cabellera rojiza cubría en parte la sangre brillante y oscura que rodeaba la cabeza, como la maleza que se extiende sobre una charca de agua estancada. Sus ojos estaban cerrados y, a pesar de eso, la expresión del rostro era inquietante. Souto se arrodilló respetuosamente y rozó con el dorso de su mano la mejilla amarillenta de la mujer. Estaba fría. Se levantó y miró a su alrededor. El dormitorio tampoco se había librado del registro exhaustivo ni del correspondiente estropicio. Armarios, ropa, mesillas de noche y cómoda. Todo había sido revuelto.

El horror del hallazgo no le impidió al cabo Souto alegrarse en cierto modo de haber descubierto el cadáver y contemplar el escenario del crimen antes de que la llegada de los equipos habituales de investigación y de otras personas ajenas al caso hubieran podido «contaminarlo», como solían decir los investigadores. Una alegría amarga.

—Fotografía todo esto, Aurelio, y envíame las fotos al móvil. —El cabo confiaba en su colaborador, que era muy bueno en aquel tipo de trabajo—. Voy a ver los otros dormitorios. Me temo lo peor.

Aurelio Taboada, con su teléfono móvil, se puso a hacer fotos desde diferentes ángulos al cadáver, la cama y la puerta, que no habían necesitado tocar y permanecía abierta. Unos segundos después, oyó el «¡joder!» que soltó el cabo Souto. Corrió hacia la habitación de al lado. El cabo estaba de pie delante de la cama de la señora. Su cadáver estaba de lado, mirando hacia la pared opuesta a la puerta y cubierto por una colcha de color anaranjado. Solo se veía la cabeza, con el pelo completamente blanco y una mancha de sangre marrón que parecía su sombra sobre la almohada.

—Seguramente, ni se enteró —dijo el cabo Souto, inclinado sobre el cadáver, al ver entrar a Taboada. El comentario reflejaba su deseo de que la anciana no hubiera tenido que sentir el pánico que le habría producido la inminencia de su propia muerte. —El cabrón se acercó a la cama y le disparó en la cabeza. La pobre viuda no tuvo tiempo ni de volverse. ¿Ya has terminado con las fotos en el cuarto de la hija?

—Sí.

—Pues hazle dos o tres al cadáver de la señora y saca alguna del destrozo. Voy a llamar al capitán Corredoira para que avisen al marido de Rosalía.

El cabo salió de la habitación y llamó a la comandancia de A Coruña al mismo tiempo que echaba un vistazo a las demás habitaciones. Solo una tenía aspecto de ser utilizada habitualmente. Las demás estaban recogidas y cerradas. En ninguna de ellas había señales de registros violentos. Tampoco en los cuartos de baño.

Los guardias bajaron a la cocina.

—Aurelio, ocúpate de Manuela. Por favor, Verónica —ordenó el cabo con voz grave—, ven un momento.

La joven guardia se acercó. Souto la cogió del brazo y la alejó de la puerta para que la asistenta no los oyera.

—¡Un desastre! —le dijo—. Las dos mujeres muertas con disparos en la cabeza y la casa patas arriba. Avisa al juzgado. Luego llama a Orjales y dile que traiga a Rubiales para que se lleve a su hermana. Que venga alguien más para montar guardia mientras llegan la jueza y toda la tropa.

—A la orden, cabo. ¿Llamo a Investigación? —Verónica Lago habló en un tono formal distinto al suyo habitual porque apreció en el rostro del cabo Souto una seriedad, incluso una tristeza, que no daban pie a ningún tipo de ligereza.

—No. Ya he hablado con la comandancia y se ocupan ellos. Echa un vistazo si quieres, pero ten cuidado donde pisas. Voy a hablar con Manuela.

Souto salió de la cocina. Se acercó al coche y le hizo un gesto a Taboada, que estaba apoyado en la portezuela hablando con Manuela, para que los dejara solos. La mujer estaba muy pálida, pero no había montado ninguna escena.

—Venga; siéntese aquí dentro. —Entraron en el coche—. Ya le ha dicho Aurelio, ¿no? Han matado a las dos señoras. No sufrieron. Todo debió de ser muy rápido. Seguramente Rosalía oyó ruidos y se levantó a ver qué pasaba. Es una desgracia y ya no podemos hacer nada por ellas. Pero cogeremos al asesino, de eso puede estar segura. Ahora vendrá su hermano a buscarla y la llevará a casa. Cálmese y descanse; ya hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?

La mujer contestó con un puchero. El cabo Souto la dejó con Taboada y volvió a entrar en la casa. La agente Lago estaba en el salón.

—¿Subiste a los dormitorios? —Souto la tuteaba desde hacía poco, pero ella, que era nueva y casi veinte años más joven, no se atrevía a hacerlo.

—¡Qué horror! No entiendo por qué tendrían que matarlas.

—Ha sido uno solo. Las pisadas son de una sola persona. Es probable que Rosalía se lo encontrara de frente.

—¿Cree que el ladrón las mató porque ella lo reconoció?

—Aún no sabemos si fue un ladrón. No hay que fiarse de las apariencias, Vero. Me cuesta creer que haya en Cee o en Corcubión ladrones capaces de hacer algo así. Cuando tengamos los resultados de las autopsias y los informes de Investigación, empezaremos a plantearnos todas las hipótesis posibles. Tu pregunta sería más fácil de responder si se tratara de terroristas, que son esencialmente cobardes. Un ladrón profesional no actúa así. Si se ve descubierto por una mujer indefensa, lo normal es que la ate, la amordace y la encierre en una habitación o en un armario. No se arriesga a que le caigan treinta años por un asesinato que no le aporta ningún beneficio.

—Claro.

—Un asesinato no puede ser simulado. Un robo, sí.

—¿Qué quiere decir, cabo?

—Que se puede simular un robo para asesinar a alguien y despistar a los investigadores. Pero no se puede simular un asesinato para robar. Matar a alguien no admite ninguna simulación. ¿No te parece?

La agente Lago no respondió. Le habría gustado decirle algo como: «Lo entiendo, cabo Holmes», pero no tenía tanta confianza con él como Taboada u Orjales, que lo conocían desde hacía años, y no se atrevió. Lo miró con admiración y guardó silencio. El cabo Souto la observaba a su vez complacido por su discreción. Le hacía gracia su coleta rubia, que surgía de la gorra como una cascada dorada sobre el verde oliva del uniforme. Querría haberle dicho algo agradable, pero se guardó mucho de hacerlo porque su seriedad prevalecía sobre cualquier ocurrencia más o menos inconveniente. No era momento para bromas y, por otra parte, al cabo Souto ya empezaba a salirle humo del cerebro solo con imaginar las diversas posibilidades que podían explicar lo ocurrido hacía apenas unas horas en aquel lujoso chalé apartado de las casas y con una bonita vista sobre la ría, teñida de gris en aquella mañana lluviosa y que las dos mujeres muertas ya no volverían a ver nunca más.

José Souto salió de la propiedad a echar un vistazo antes de que llegaran las ambulancias, el forense y todo el equipo habitual en estos casos. Vio unas rodadas que pasaban por delante del muro y las siguió. Llegaban hasta el fin del camino, que se convertía en un sendero y entraba en el bosque de eucaliptos. Allí se veía perfectamente que un coche había dado la vuelta, aunque la lluvia caída durante la noche ya no permitiera distinguir el dibujo de los neumáticos. Al volver, observó el muro junto al portón. Había una mancha de barro en forma de suela a un metro por encima de la caja de cerveza, como si alguien se hubiera apoyado en él para escalarlo. Hizo una foto con su móvil. Entró en la propiedad y se acercó al muro por el otro lado. Allí no había marcas. Miró en el suelo y tampoco vio huellas de pisadas. Hizo otras fotos del muro y del suelo para acordarse.

¿Qué diablos habrá ocurrido aquí?, se preguntó.

Doble crimen en Finisterre

Подняться наверх