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Introducción Una confidencia del autor

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Escribo las novelas del cabo Holmes con la intención de hacer pasar un buen rato a quien las lea. Esto es una aclaración, supongo. No trato de engañar a nadie para, al final, sorprender con algo insospechado o sacarme de la manga un personaje o un hecho que nadie podía haber imaginado. Considero que eso es hacer trampa. Intento, al contrario, contar una historia verosímil y dejar que usted descubra lo que pasó avanzando al mismo tiempo que el cabo Holmes y con los mismos datos de los que él dispone para dar con la solución de los casos a los que se enfrenta.

Por eso, le propongo que, en su imaginación, se oculte conmigo en la oscuridad de una noche de otoño en un lugar llamado Redonda, por el camino del Cabo de Nasa, entre la Ría de Corcubión y la ensenada de Sardiñeiro, en plena Costa de la Muerte gallega. Hacia poniente, se adivina la sombra espectral del Cabo Finisterre. En frente, la enorme masa granítica del Monte Pindo deja escapar de su contorno, recortado entre nubes tormentosas, destellos de rayos aislados que se mezclan y confunden con el aullido de algún lobo solitario y el tableteo abrupto y apagado de truenos lejanos. Hacia la mitad de ese camino oscuro y aislado, se encuentra la finca de los Besteiro: una propiedad de tres mil metros cuadrados frente a la ría, que a esas horas (entre las dos y las cuatro de la madrugada) se funde con la negrura del cielo y el océano.

Allí, agazapados al filo de la madrugada, veríamos llegar un coche pequeño y oscuro que avanza lentamente a lo largo de la valla, pasa ante la entrada principal, se detiene a unos cincuenta metros y apaga las luces. Unos segundos después, se oye un portazo y surge una sombra que avanza hacia el portón de hierro, apenas iluminado por la débil luz de un farolillo. Se trata de un hombre, a juzgar por su figura y sus movimientos. Viste completamente de negro, lleva puesto un verdugo que le cubre la cabeza y sostiene en la mano una caja de plástico de las que se usan para transportar botellas de cerveza. Se acerca al portón. Deja en el suelo la caja, se sube encima como para escalar el muro, inicia el movimiento y se detiene. Se baja, se acerca a la puerta pequeña que hay junto al portón. No se ve bien lo que hace. Parece que prueba a ver si está abierta o hurga en la cerradura. Finalmente, la puerta se abre y el hombre entra. Sigue cayendo una lluvia tenaz.

Apenas habríamos podido ver su figura silenciosa avanzando hacia la casa. No oiríamos el ruido que hizo al abrir o forzar la puerta de la cocina, ya que la lluvia al caer sobre las tejas y los truenos lejanos ocultan cualquier sonido menor. Tampoco podríamos ver los reflejos intermitentes de su linterna a través de los ventanales de la planta baja ni en los dormitorios de la superior, pues las persianas estaban bajadas y las cortinas corridas. Habríamos oído, probablemente, el sonido sordo de dos disparos de un arma de pequeño calibre, distanciados entre sí algo menos de un minuto, aunque quizá no lo hubiéramos asociado con el de un arma de fuego. No sé si habríamos oído los ruidos producidos por algunos muebles, cajones y cuadros al caer o cristales al romperse, pues la casa estaba lejos de la entrada de la finca y el sonido de la lluvia era fuerte y persistente. Habríamos visto finalmente salir al hombre de negro por la puerta pequeña, que abrió desde dentro, y observado cómo se dirigía hacia el vehículo oculto algo más allá. Oiríamos cómo se cerraba la puerta del coche y se accionaba el motor de arranque. Veríamos pasar el coche a lo largo de la valla y desaparecer tras el destello rojo de los frenos al llegar al cruce de la pista.

Hasta aquí, usted y yo sabemos lo mismo. Ahora, dejemos que el cabo primero José Souto, jefe provisional del puesto de la Guardia Civil de Corcubión, conocido como «cabo Holmes», haga su trabajo. Y no olvide que todo lo que sigue es completamente imaginario, tanto los hechos como los personajes. Solo los lugares existen, como usted y yo.

Doble crimen en Finisterre

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